sábado, 14 de marzo de 2009

Prolegómenos para un posible estudio sobre los orígenes y el desarrollo del pensamiento burocrático

Graziella Pogolotti

La Habana. En los años 80, Héctor Quintero estrenó en la sala Hubert de Blanck una obra titulada entonces La última carta de la baraja. Con su perspicacia costumbrista, el dramaturgo se proponía llamar la atención sobre el desamparo espiritual de los ancianos en una época caracterizada por el ascenso juvenil. Desplazado de su habitación en el hogar, una vez cumplida su tarea cotidiana de adquirir, en sucesivas colas, las mercancías requeridas para el consumo doméstico, el protagonista permanecía suspendido en el aire, sin encontrar modo de compartir su soledad y de llenar de sentido el tiempo disponible. Vagaba sin rumbo por la ciudad. Un día, al pasar frente a un bar, pensó en tomar una cerveza. El portero lo detuvo en la puerta con un rotundo “no se puede”. En total desamparo, el viejo permaneció en el lugar hasta que otro parroquiano franqueó sin tropiezos la puerta inaccesible para él. Indagó con timidez por qué unos hacían lo que a otros estaba prohibido. Tajante, el portero le respondió que decir “no” era su pedacito de poder. El prolongado murmullo de aprobación de los espectadores demostró que el bocadillo revelaba una llaga latente en la conciencia social. Por un costado aparentemente colateral en el decursar de la trama asomaban rasgos del pensamiento burocrático, parasitario, multiforme y rampante, rígido y, a la vez flexible para ajustarse a las conveniencias de cada momento.

No sorprende advertir que la narrativa del siglo XIX convirtiera al burócrata en personaje literario. En su desarrollo impetuoso, aparejado al crecimiento desigual de las estructuras capitalistas, la novela se empeñaba en desentrañar las claves de una pirámide social cada vez más compleja. Para Balzac, los pequeños empleados de la administración, carentes de un porvenir posible, se situaban en la base de un andamiaje en rápida construcción. Su imagen concreta se asociaba a un oscuro atuendo raído, tan sombrío como la covacha donde cumplía sus funciones habituales. Los paradigmas del éxito estaban en otro mundo donde, para los Nuncingen, los Vautrin y los Rastignac, el dinero borraba la suciedad de las manos. Con un relente de bovarismo, el mundillo sotanero de Maupassant se debatía en la irremediable fractura entre los sueños y la realidad.

En Francia, la marca napoleónica había reforzado la rígida estructura vertical de un estado centralizador, incólume en su tránsito del imperio a la república. Las autocracias austrohúngaras y zaristas generaron una extensa burocracia parasitaria. Su poder se extendía a los confines de sus extensos territorios. Su mentalidad permeaba todos los estratos de la administración pública y de justicia. En una Italia sometida al dominio de Austria, Hipólito Nievo satirizaba, en las Confesiones de un italiano la imagen grotesca de una magistratura desarraigada, usufructuaria de un arbitrario poder absoluto. Más diversa, la pequeña humanidad de Gogol fluctuaba entre la extrema miseria y la corrupción llevada hasta la venta de las almas en un país donde subsistía el régimen de servidumbre.
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En la periferia de un imperio decadente, Ramón Mesa introducía al burócrata en la amplia galería de personajes de la Cuba decimonónica. En un estado con su capital distante y centralizadora, donde se afirmaba que “la ley se acata, pero no se cumple”, el tráfico de influencias extendía sus redes desde Madrid hasta La Habana. La América ya no podía hacerse mediante las hazañas de los conquistadores. En la sombría y maloliente oficina del burócrata, podía iniciarse la carrera hacia el oro. Desde su oficina, el protagonista de Mi tío, el empleado aprende las reglas establecidas para su ínfimo ejercicio del poder, punto de partida para aspiraciones de mayor cuantía. A la lentitud infinita de las gestiones, se añade la sumisión absoluta a las señales de lo alto, al margen del estricto cumplimiento de la ley. Quien violara esa norma, sería precipitado al abismo de miseria y muerte por mandato irrebatible venido de arriba. Para sobrevivir, más que atender a su menester, el empleado aprendía a descifrar los códigos del lenguaje de la superioridad. Sobre los cimientos de esa conducta, empezaron a construirse las bases de un pensamiento burocrático.

El personaje del burócrata se desdibujó a lo largo de la República neocolonial. En su lugar, el periodismo y la crónica costumbrista se detuvieron en el cesante que remitía también a una vertiente de la tradición hispana. En una economía regida por el monocultivo azucarero y sus secuelas de inestabilidad, tiempo muerto y anémica industrialización, el aparato gubernamental se convertía en fuente de trabajo apetecible. Algunos podían aspirar a beneficiarse de las salpicaduras de los tiburones de la política. El acarreo de votos se remuneraba, en caso de victoria, con la redistribución de los cargos públicos. Llamadas botellas, las prebendas se multiplicaban de acuerdo con la contribución de cada cual. El tráfico de influencias implicaba la obtención de documentos fraudulentos, la evasión de las exigencias del fisco y la gestión de leyes favorables a intereses personales ante los congresistas. Todo ello se producía con olvido de los intereses supremos del estado y en menoscabo de la atención requerida por quienes acudían a las oficinas impelidos por la necesidad de viabilizar algún trámite. Descubierta por Arquímedes, la palanca forjada en la comunidad de intereses, en la corrupción monda y lironda o en los deberes de la amistad, era la fuerza necesaria para remover dificultades. Quien tiene un amigo, tiene un central, se decía. Mientras tanto, Liborio paseaba su desamparo por las páginas de los periódicos.

El triunfo de la Revolución barrió, entre otras cosas, con esas rémoras del pasado. Satisfizo la aspiración popular de vestir la casa de limpio. Dignificó el trabajo en tanto valor primordial y generó nuevas fuentes de empleo en el campo y en la ciudad. El uso de la palanca fue sustituido por el reconocimiento del mérito de cada cual. Sin embargo, la burocracia y el pensamiento que la acompaña tienden a reproducirse. La muerte de un burócrata, de Tomás Gutiérrez Alea alertaba, desde fecha temprana, acerca de la aparición de esta sintomatología maligna. Poco después, se produjo una sacudida nacional contra las primeras manifestaciones de hipertrofia. Entonces, las máquinas de escribir se convirtieron en imagen tangible del fenómeno. Los llamados al orden se repetirían sucesivamente en varias ocasiones para frenar el procedimiento según el cual la apertura de cada nueva dependencia comenzaba, antes de producirse su desarrollo natural, por la elaboración de un amplio organigrama con extensas ramificaciones.

No imputable a la esencia del socialismo, sino a la agudización del bloqueo conjugada con el derrumbe de la Europa socialista, así como las repercusiones de estos acontecimientos en un país siempre muy dependiente del comercio exterior, la crisis económica se abatió sobre los cubanos con violencia aterradora. Se generó una mentalidad de supervivencia en condiciones de extrema precariedad. La obsesión por el día a día desplazó el diseño de proyectos de vida en una perspectiva de horizonte abierto al mañana. Las jerarquías sociales se modificaron. Subsistir con las propinas recibidas como maletero era más ventajoso que estudiar una carrera universitaria. La moneda nacional perdió su valor y se desacreditó ante el predominio de la divisa convertible. Por ello, de la crisis económica derivaba la crisis de valores. Reverdecieron, como paradigmas, personajes de la república neocolonial, el pícaro, el buscavidas ahora llamado luchador. Una tolerancia generalizada convivió con diversas formas de jineterismo, extendidas más allá de su expresión visible, la venta de los cuerpos. Quienes ofrecían resistencia a estas reglas del juego, integraban la categoría de los ilusos o, algo peor, de los comemierdas. En el plano de los valores, la crisis traspasó la etapa más dura del llamado período especial. La aparición de las shopping despertó apetencias que no se redujeron a las demandas más apremiantes. El regreso de un espíritu pequeño-burgués concedió a la pacotilla el sentido de representación simbólica del tener, más importante que las cualidades inmanentes del ser. Recordando una vez más a Héctor Quintero y su costumbrista Contigo, pan y cebollas, la posesión del refrigerador significa el reconocimiento de un estatus social ante el vecindario. Se llega a producir basura artificial para ocultar la miseria de la mesa familiar. Se fractura así el valor trabajo como base de una estructura axiológica coherente.

En ese contexto, la conducta burocrática se ajusta camaleónicamente a las nuevas circunstancias de la sobrevida. Para evitar el impacto del desempleo, ha crecido hasta la hipertrofia. Opera sobre el vacío sin correspondencia con el desarrollo de la economía real. Para el conjunto de la población, sus efectos repercuten sobre todo en su vitrina, la cotidianidad de los servicios, de los trámites interminables, de las pequeñas corruptelas, expresiones tangibles de un miserable ejercicio del poder. Se trata, sin embargo, de la metástasis de un problema más profundo.

En este orden de cosas, algunos vicios preceden la crisis económica. Por encima del pequeño empleado, las instancias determinantes en el uso de bienes y recursos han generado mecanismos para el ejercicio del poder con relativa autonomía hasta socavar en la práctica principios y objetivos de la Revolución. Han implementado, según las características de cada momento, estrategias para encubrir la verdad tras las apariencias, a la vez que alentaron en sus respectivos feudos, pequeñas guerras intestinas. Para subsistir, miraron siempre hacia arriba, ajenos a las demandas de una realidad cambiante, razón de ser de su trabajo.

Algunos apuntes costumbristas pueden revelar rasgos característicos de este comportamiento. En los años 60, las luces permanecían encendidas en las oficinas durante toda la noche. Lo que parecía entrega sin reservas a la tarea, enmascaraba el despilfarro del tiempo regulado para su ejecución. Entonces, el paradigma era la modestia en el vestuario, botas cañeras o milicianas, pantalones de faena mal cortado o lo que alguien llamó “uniforme de lechero”. Poco a poco, el atuendo se formalizó con el uso de guayaberas y duros maletines con cerraduras que parecían estallar al abrirse. Cierta mejoría en lo económico favoreció ciertos privilegios, asignación de autos, acceso a centros de recreación y vacacionales, viajes de trabajo. De estos últimos se regresaba con el equipaje cargado de bienes de consumo. Necesarios por las insuficiencias de la industria ligera nacional, esos artículos se convertían, juntos a los autos y a los restantes privilegios, en símbolos de ejercicio del poder. Ante el despliegue, se convirtió en lugar común afirmar las bondades de los de “afuera”. La pacotilla GUM era el antecedente de la pacotilla shopping. De manera subrepticia, proliferaban los intereses creados y había que defenderlos a toda costa, mediante complicidades y a través del sutil socavamiento de las medidas de control.

Ese grupo social de burócratas, colocado por encima del empleado que nos atiende en los trámites de cada día, obligado a defender intereses que les son comunes, constituye alianzas que atraviesan horizontalmente las estructuras administrativas. El intercambio de favores conduce a la complicidad, a la edificación de intrincados laberintos en una atmósfera envuelta en el misterio. Son insumergibles, porque de espaldas a los intereses verdaderos de la ejecución de una política, trabajan para sí. Lo que otrora fue disfrute ególatra de un poder secuestrado a los intereses reales de la Revolución unido al usufructo de privilegios menores, se ha convertido, en las áreas más sensibles, en fuente de corrupción.

Así, sus estrategias de supervivencia subvierten el sentido de las prácticas establecidas para garantizar la buena marcha de los asuntos del estado y para comprobar sus resultados en la realidad. En sucesivas escalas, se trata, ante todo, de complacer al jefe inmediato superior con imágenes panglosianas de los hechos. Los informes de balance y, aún, aquellos que se presentan en las asambleas de rendición de cuentas, responden a una retórica precisa. La avalancha de estadísticas, huérfanas del análisis crítico con un instrumental adecuado a cada sector, enmascaran los hechos de la realidad. Año tras año, se acumulan arrumbados en algún archivo. No constituyen herramientas de trabajo para el ajuste y la rectificación necesarios. Lo abstracto ocupa el lugar que debiera corresponder a lo concreto. La retórica al uso se complementa con el empleo estereotipado del “no obstante” en el encabezamiento de los párrafos finales de cada informe. Es el paraguas sustitutivo de una auténtica autocrítica. A modo de escudo protector, “a pesar de… no estamos del todo satisfechos”, suele decirse. Pero nunca se sabe, en términos específicos, de qué. Y los problemas no se acorralan.

El análisis de las dificultades en el terreno se lleva a cabo mediante inspecciones. En fechas programadas, la caravana, a modo de muerte anunciada, recorre el país. En cada lugar, se trabaja para responder a las demandas previstas. Se designan las contrapartes y se organizan los recorridos. Se ajustan los detalles de lo que constituye la formalización de una representación escénica. Así, al margen de su correlato en la realidad, se van cumpliendo las metas y se despilfarran los recursos humanos y materiales. Y lo más grave, en el rejuego de las apariencias, se vulnera la moral socialista y se debilita la capacidad de convocatoria política para la indispensable voluntad rectificadora del conjunto de la sociedad. El escepticismo sustituye la confianza en la posibilidad de cambiar las cosas. Regresan los personajes que poblaron el imaginario de la república neocolonial. Se añaden al pícaro, el portador de la guataca, el sufrido Liborio y el Bobo de Abela.

En los momentos actuales, el pensamiento burocrático se entroniza en una capa resistente a los cambios necesarios. En asuntos puntuales de su competencia, se paraliza ante el miedo al error. La falta de respuestas conduce a la proliferación de vías paralelas para solucionar asuntos impostergables tanto en la esfera institucional, como por parte de los privados. De este modo, se quiebran los principios de legalidad que deben regir dos destinos de nuestra sociedad. En muchos casos, el administrativismo de los procedimientos sustituye el enfoque político. Como en tiempos de España, la ley se acata, pero no se cumple. En consecuencia, la doble moral deviene norma de conducta generalizada.

La coyuntura actual exige el rescate de los valores resquebrajados. En una sociedad como la nuestra, la moral pública se sustenta en una ética del trabajo en términos de justa remuneración y también en términos de reconocimiento social. Toda sociedad establece paradigmas. En el capitalismo y, particularmente en EE.UU. los modelos se derivan de la confrontación entre loosers y winners ―perdedores y triunfadores―. En la nuestra, la ejemplaridad debe dimanar de una ética de servicio, no contaminada por el monto del dinero. En los años 60 del pasado siglo la polémica entre los estímulos materiales y morales ocupó un importante espacio público. No se trata de renunciar a unos en favor de otros, sino de conjugarlos de manera eficiente. Paralizante y, en última instancia, de esencia reaccionaria, el pensamiento burocrático representa un obstáculo objetivo para la salvaguarda del porvenir del proyecto revolucionario cuando tanto nos preocupa su hipotética reversibilidad. El rescate efectivo de nuestros paradigmas y la revisión radical de nuestros métodos son factores esenciales para el diálogo impostergable con las nuevas generaciones.

La Jiribilla, 14 – 03 – 09

La Quinta Pata

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