domingo, 29 de noviembre de 2009

Ya sin máquinas de escribir

Beatriz García

Me retuerzo las manos. Los dedos me duelen. La muñeca derecha, cómo me duele la muñeca derecha.

El pasillo no es demasiado largo, pero se nota que es una oficina pública. Por qué será que dentro mi cabeza todas las oficinas públicas tienen pasillos largos.

He permanecido de pie casi toda la mañana. Atenta a todo lo que ocurre allí adentro. Hay mucha gente que entra a esa oficina. La oficina donde está ella. Ella está sola. Ellos son muchos. Entran y salen. Se miran, comentan.

Llega una mujer con una pila grande de expedientes. O carpetas. Parece que son carpetas. Se acerca hasta la puerta y le entrega el enorme paquete a uno de los hombres. Es el hombre que entra y sale a cada rato. El que cada tanto se retuerce las manos. Igual que yo.

De pronto irrumpe un hombre bajo y calvo con un traje de un color marrón muy feo. Feo como el hombre. No es su aspecto físico. Es que exhala algo feo. No puedo percibir qué es. Mis mucho más que seis sentidos han estado tan alertas toda la mañana que no pueden percibir qué no me gusta de ese hombre. Que es bajo.

Sí puedo darme cuenta que cuando entra a la oficina hay un movimiento casi imperceptible de todos los que están allí dentro. Que ya perdí la cuenta cuántos son.
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Hago un esfuerzo y repaso. Dos hombres de mediana edad. Uno es delgado, alto, con el cabello demasiado corto, tez clara y facciones agradables. Es el que se retuerce las manos. El otro es más bajo, sus rasgos son afilados, su tez es oscura, tiene el pelo más largo y casi negro. Ese me mira fijo cuando se asoma cada tanto. Mujeres he contado tres. Todas son delgadas y visten con elegancia. Una es baja, tiene el pelo rubio y largo. Lleva una falda marrón claro y un pullover color natural. Completa su atuendo con un chal que acomoda y toca permanentemente. Otra es la que trajo las carpetas, son parecidas y visten parecido, pero esta no tiene chal y peina una pequeña colita, aunque el resto de su pelo está suelto. Por último esta, la que acaba de salir. Que no sé cuándo entró. O tal vez ya estaba adentro y no se había asomado ni siquiera una vez. Ella se ve más elegante que las otras dos. Es más morena y de facciones delicadas. Viste en tonos celestes y azules. Lleva un lindo collar de dos vueltas, una larga y la otra un poco más corta. Lo hace girar entre sus manos, lo suelta, vuelve a tomarlo, lo retuerce, lo vuelve a soltar.

Intempestivamente como llegó, sale el hombre del traje marrón. Parece enojado y va murmurando, lo sigue la mujer del chal. Yo dudo un momento pero tomo impulso y los sigo. Llegan a las escaleras y comienzan a bajar. Yo, detrás. Hablan y puedo escuchar lo que dicen. Me interesa. Me sirve. En un momento se detienen y me miran, me dan lugar para que pase y no puedo seguir escuchando. Bajo hasta la salida y cuando veo que el hombre sale del edificio corro hasta el ascensor para volver a subir. Cuando llego miro atentamente a mi alrededor. Nada parece haber cambiado. Sigo esperando. De pronto escucho la voz de ella. Ha levantado la voz y parece alterada. La tensión me crece por dentro y por fuera.

Me retuerzo las manos. Los dedos me duelen. La muñeca derecha, cómo me duele la muñeca derecha.

Han pasado casi dos horas y ella no sale.

La Quinta Pata, 29 – 11 – 09

La Quinta Pata

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