Ángel Bustelo
(Fragmento de El silenciero cautivo)
“¡Recreo!”, “¡Saliendo al patio!”. Se veían en el rectangular de los pabellones Nueve y Diez. Estrafalario, Suetonio, uniforme azul cada vez más grande, esmirriado el cuerpo, zapatones chaplinescos, polera alta negra, anudando el cuello casi de cisne, cubierto el cuerpo de magras carnes, insignia flamante alicaída, era la imagen de un fantasma nacido de la calenturienta mente ibseneana.
Nunca le sobraron palabras – que ahora no encontraba – No frecuentaba los recreos, la hora que todos esperaban con ansias de jilguero encadenado. Se enteraron, por los vecinos chismorroteros, de que no andaba “muy católico”. Se había quedado por revistar enfermería y tal vez por gozar más su soledad, la entrañable amiga de su ausencia.
Las veces que bajaba al patio, era la tristeza acompañando las sombras de un hombre. No nutría las filas abigarradas de los caminantes, que giraban vueltas alrededor de un catafalco, orinal y sumidero, creador de vagorosas oleadas que subían al cielo cuadrangular de la jaula – no precisamente dorada – Apenas dos vueltas sucesivas, solo o en pareja, donde uno nomás hablaba. Distinto a otros era su paso cansino y pesaroso, como de buey que arrastra en el arado su cargante culpa. Sentado sobre el piso de cemento, único destinado a asentaderas de huésped, consultando tabla de ajedrez o dominó que otros jugaban. Suetonio los miraba con ojos de extramuros. Era una presencia fantasmal. Se manejaba con monosílabos o pegadizos gerundios carcelarios. Fluías de su figura conventual la del cartujo de clausura salmantino: “Hermano, morir habemus”. “Hermano, ya lo sabemus . . .”
Nadie lo forzaba. Presintiendo o adivinando su mundo enmarañado y llegándoles su aureola de tristeza insondable, se esperaba la dirección que habrían tomado sus pasos cuando, en larga fila, arribaba al rectangular de cemento frígido o ardido, según la época que fuese. Él sabía que nuestra compañía estaba bien dispuesta a recibirlo, pero a él le molestaba que hubiera más de uno a su costado. Tres ya eran multitud. Miraba el patio alucinado, como fuera de su mundo, y empezaba a caminar – si le venía en gana –, solo o con otro, por oír alguna voz y expedirse casi o nada. Cancelado el periodista de ínsita curiosidad, había cerrado la puerta a la chismografía repetitiva del hombre prisionero, aburrida como una ostra. Aun en el patio, seguía viviendo sus fantasmas, sus sueños, lejos de hierros y candados, escuchando el río de los rumores interiores, sin percibir olor o sinsabor extraños. Y, concluido el recreo, esbozando el fino labio una sonrisa amarga, se recluía en su habitáculo de seis metros, que cuidaba como bucanero del siglo XVI, planeando asaltos piratescos a barcos ostentosos de ultramar.
Se ha dicho de don Ángel Bustelo: . . .ha necesitado injuriar a un tiempo malsano que nos ofendió a todos y lo ha hecho dando de las cosas su mensaje oculto, como ese de de decir para siempre que la cárcel de La Plata queda como símbolo de la infamia para todos los tiempos. Ángel Bustelo pudo ser en su provincia un ciudadano venerable con ancianidad de cumbreñas plenitudes. En cambio, sigue fiel a ll ley que le enmarcó la vida, tribuno fogoso, parlamentario incisivo, periodista mordaz, capitán en el foro de los derechos humanos, víctima de todas las dictaduras, procesado asiduo en querellas por “desacato al Presidente”, delito que perpetraba cuando acusaba, a cada uno de los tiranuelos, de “infames traidores a la Patria”, calificativo que extraía del texto constitucional que así llama a los que se atribuyen la suma del poder público.
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