miércoles, 18 de junio de 2008

“El ahorcado” (fragmento de El silenciero cautivo)

Ángel Bustelo

Se comentó que llevaba días sin bajar al patio, porque estaba enfermo, con dolencia de guardar cama. Fueron trascendiendo noticias muy filtradas. Parece ser que sufría calenturas y se le oía quejarse en resuellos de pena. Nunca quiso molestar a nadie, ni hacer confidentes de su entrabe. Era propiamente un silenciero, de aquellos que saben escuchar el movimiento del aire cuando le surcan las alas de aves livianas, hombre de palabras hechas para no ser voceadas.

Cundió la mala nueva, la malfamada, y el recinto se pobló de hablillas de rincones, hasta aquel día en que se propagó, por la bóveda de los hangares, en un silencio parecido al ocaso, que la radio Colonia, desde la otra orilla del Carmelo de las luchas independentistas, habría difundido la noticia – que solo los diarios de la Argentina no recogieron –, del martirologio de un escritor. Se lo decía, mientras él yacía muriente en lóbrega celda de la Unidad Carcelaria Nueve, que estaba bajo supervisión de un alto galonado de doble apellido: español por “Suárez”, e inglés por “Mason”, conocido entre los suyos por “Pajarito”, huésped actual de la Unidad Carcelaria 22, frente al teatro Colón de Buenos Aires, bajo imputación de algunas “travesuras”: 39 homicidios comprobados, más miles de muertes, robos y torturas.

Así fue: quedan testigos vivos y la memoria del pueblo inmemorial.

Da Bene había presenciado desde su celda el ahorcamiento de un prisionero de la celda de enfrente. Su estructura de personalidad suprasensible rayó en espanto. Nunca se sacaría de encima ese espectáculo macabro. A él, que no había inventado tanta fantasía, tanto tema pasional o policial, tanto hecho humano que luego vivisectara con pasión de orfebre, la vida tenía reservado ese suceso, rayano en límites de delirio, cuando la mente peligra de quebrarse. A Suetonio, especialista en suicidios, con el escalpelo moviéndose en el mundo ignoto de los que niegan el alba de la rosa, tenía que tocarle el fondo de un infortunio inmensurable, el visaje del cuerpo balanceando, el estertor de la vida irrefugiable.

De ahí las calenturas, la intermitente fiebre, la resistencia del soplo vital a proseguir sus diástoles y sístoles. Suetonio Da Bene sentía la muerte – la suya y la extraña – viajar por los túbulos de la sangre, golpear las paredes inútiles de las venas, retumbar en un cerebro hecho para recoger sentimientos – pero no agonías –, desde un remoto país muy lejos de su tierra, en un ambiente de angustias hacia adentro, rodeado de sombras, de sombras inasibles, de sombras, nada más . . .

No podía por menos que yacer muriendo, postrado en esa tumba que vigilaba el ocaso de las evanescencias.


Cuenta Ramón Ábalo en ocasión de compartir mazmorras con Ángel Bustelo durante el Mendozazo en 1972:
“Al otro día a las seis de la mañana, cuando todos estábamos durmiendo en la cuadra, se escuchó un vozarrón que empezó a gritar: Queremos saber por qué estamos acá. Los vagos encanutados le contestaban de todos lados, ¡callate, viejo de mierda! Era don Ángel Bustelo, el viejo, como siempre encabezando líos, las broncas. Entonces venía el oficial y le explicaba, mire yo estoy a cargo de esto pero no tengo nada que ver así que por favor deje descansar, y el viejo que insistía, ¡dígannos qué hemos hecho. No había cómo pararlo. En un par de días ya nos largaron. Se acabó la huevada y tuvieron que bajar la tarifa de luz.”

(Del libro de próxima aparición, Entre viñas, farras y revoluciones. Conversaciones de Ramón Ábalo con Hugo De Marinis)

La Quinta Pata

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