domingo, 26 de octubre de 2008

Esa costumbre de robar

Julio Argentino Roca y Carlos Pellegrini

Miguel Bonasso

Si usted es seguidor de Osvaldo Bayer no desconoce que Julio Argentino Roca fue un genocida, ¿pero sabía que también fue un chorro? Posiblemente usted leyó a Lucio V. Mansilla y se deleitó con Una excursión a los indios ranqueles, pero ¿alguien le dijo que defendió con cinismo el uso generalizado de los “negocios” en la vida política? Aunque esté poco informado, no ignora que Carlos Pellegrini es algo más que una lateral de la 9 de Julio y un premio turfístico que lleva su nombre; en las aulas se enteró de que fue presidente y uno de los prohombres de la llamada Generación del 80; pero es seguro que nadie le contó que sacó un toco de dinero del Banco Nacional y nunca lo devolvió.

Es divertido y triste a la vez: muchos de esos nombres que aparecen en las esquinas, honrando a hombres públicos, muchos de esos bustos solemnes y cejijuntos que se alzan en plazas y plazoletas no sólo están cagados por las palomas, sino por evidencias –registradas en actas públicas– de que cobraron coimas, se otorgaron préstamos bancarios a ellos mismos o a simpáticos miembros de sus familias y participaron en gigantescos negociados que hasta llevaron a la quiebra a una de las bancas más antiguas del mundo, como la Baring.

Si bien la coima, cometa, retorno, soborno, cohecho, diego o como se la quiera llamar forma parte –como el contrabando– de nuestras más antiguas y arraigadas tradiciones, hay momentos estelares de nuestra historia en los que la corrupción política desborda, contamina a gran parte de la sociedad y es una de las causas de nuestras crisis económicas más devastadoras. Un paradigma es, sin duda, el gobierno inconcluso de Miguel Juárez Celman, el concuñado de Roca, que generó por reacción la Revolución del Parque y la conciencia de que no todo era “administración y progreso” en la organización y modernización de la Argentina y su apertura a los famosos mercados internacionales.
Leer todo el artículo
Israel Lotersztain, un historiador con dotes de investigador privado, elaboró una tesis de maestría que tituló “La corrupción en la Argentina de Miguel Juárez Celman”, donde quedan pocos títeres con cabeza, incluyendo a encantadores escritores y políticos de la época como Eduardo Wilde y Miguel Cané. La investigación, que pronto aparecerá en forma de libro, demuestra –entre otras cosas– que los delitos perpetrados desde la función pública están ahí –en polvorientas actas del Banco Nación y del Provincia– y no fueron investigados por la Justicia de entonces ni por los historiadores que se sucedieron hasta nuestros días. Hay, desde luego, numerosas descripciones y calificaciones de la corrupción juarista, tanto en los revisionistas como José María Rosa, en los hombres de FORJA como Raúl Scalabrini Ortiz y en historiadores marxistas como Milcíades Peña, pero es escaso el aporte de pruebas concretas, demostrativas del gigantesco despojo del patrimonio público que significaron los grandes escándalos de la época, como el negociado de funcionarios y terratenientes con las famosas cédulas hipotecarias, la privatización de Obras Sanitarias, el subsidio a concesionarios de ferrocarriles, el sobreprecio monstruoso de los terrenos adquiridos por el Estado para erigir, entre otros edificios, el del Congreso Nacional, la calesita especulativa de los títulos públicos y el correspondiente endeudamiento externo que pesaría sobre las generaciones futuras, para citar solamente algunos títulos de la “fiesta”.

El autor no se limita al aspecto indecoroso de la Generación del 80, también rescata sus aportes al desarrollo y la modernización de la Argentina. Tampoco cae en un moralismo ramplón: más que el juicio de la conducta individual, le interesa determinar en qué medida la corrupción política –que no es un dato del pasado– determina las decisiones estratégicas del Estado y cuál es su contracara de sufrimiento y marginación para los excluidos de la fiesta.

Pero algunas anécdotas son ilustrativas del cinismo que otorga la impunidad del poder.

En 1889 se adquirió el terreno que ocupa el actual Congreso de la Nación a un precio absolutamente fabuloso, el equivalente de unos 150 millones de dólares actuales. Entonces era una manzana de tierra situada casi en los arrabales de Buenos Aires. Consta en el Diario de Sesiones: en la sesión del 5 de julio de 1889, el presidente de la Cámara de Diputados, Lucio V. Mansilla, apuró a los legisladores para que aprobasen la compra sobre tablas, diciéndoles: “El Ejecutivo nos propone un negocio, y aquí todos entienden y tienen algún negocio. O me van a decir que están aquí por los 700 pesos por mes que les pagan”. La coima figura en los archivos del viejo Banco Nacional: fue al menos un 15 por ciento.

En 1888 se privatizaron, con gran indignación de los porteños, las Obras Sanitarias de la ciudad. Fue a favor de la banca Baring, que por el empréstito entró en crisis en 1891 y Pellegrini debió reestatizarlas en 1892. Los accionistas minoritarios de la Baring quedaron furiosos con el acuerdo y uno de ellos, míster Burstall, mirando la rendición de cuentas, le preguntó cándidamente a Lord Baring: “Las 322 mil libras que se le pagaron a Mr. Celman y Mr. Wilde (Eduardo Wilde fue ministro de Interior y de Obras Públicas), ¿podremos recuperarlas?”. Es fácil imaginar la respuesta de Lord Baring.

El Banco Provincia de Buenos Aires, el primero en magnitud en ese momento, registra los siguientes créditos impagos en 1885:
Julio A. Roca (presidente de la Nación): 1.148.000 pesos oro.
Miguel Juárez Celman (concuñado del anterior y futuro presidente): 720.000 pesos.
Carlos Pellegrini (futuro vice y luego presidente): 193.000 pesos.

La provincia de La Rioja tomó en 1888 un préstamo de cinco millones de pesos oro para su recién creado banco. Lo simpático es que el presupuesto anual de la provincia era por entonces de 133.000 pesos. La plata obviamente se “prestó” a los amigos y a los dos años el banco quebró. Nunca se recuperó un centavo.

En 1894, a raíz del hipotético conflicto con Chile, la Argentina le compró dos cruceros a los astilleros Ansaldo de Italia. El representante local de la firma, señor Perrone, tuvo a bien detallar (y se encuentra en los archivos) los distintos destinatarios de las coimas que debieron pagar. El más beneficiado, con un 5%, fue el “conquistador del desierto” Julio A. Roca; le seguían el almirante Betbeder y otros funcionarios, hasta completar un modesto 10 por ciento.

Como dijo Mansilla en el Congreso: “No hablo de patriotismo porque el patriotismo no tiene nada que hacer cuando se habla de dinero (risas). Porque el patriotismo es una cosa y el bolsillo otra…”

Crítica digital, 26 – 10 – 08

La Quinta Pata

No hay comentarios :

Publicar un comentario