domingo, 12 de octubre de 2008

Skármeta: “Chile es uno de los países menos equitativos del mundo”

Antonio Skármeta

Andrea Stefanoni

Es uno de los autores chilenos más populares. En gran parte debido a su programa de televisión, que él define como “actividad política”. En esta entrevista recorre su vida, recuerda su relación con Neruda y opina del gobierno de Bachelet.

La casa de Neruda. El lugar elegido para charlar de aquellos temas que obsesionan al autor del best seller Ardiente paciencia.

Son las doce en punto del mediodía. Estamos en La Chascona, una de las tres casas de Pablo Neruda. Desde la ladera del cerro San Cristóbal se avizora una franja blanca poco nítida: la Cordillera de los Andes, a la que Neruda, cuando construyó su casa 53 años atrás, contemplaba libre del smog que envuelve hoy a la ciudad de Santiago. El poeta hizo edificar La Chascona (un nombre que proviene del quechua y significa despeinada) en el barrio de Bellavista en 1953 con el objetivo non sancto de ocultar a Matilde, su amante, y más tarde su tercera esposa, a quien él llamaba “Chascona” por su pelo rojizo enmarañado.

Dentro de la extraña casa, el llamado bar de verano –visitado por amigos del poeta como Diego Rivera, Julio Cortázar, Vinicius de Moraes o Jorge Amado– es el lugar de cita con el escritor chileno Antonio Skármeta (1940), autor de la novela Ardiente paciencia, traducida a 35 idiomas y más conocida por su nombre cinematográfico: El cartero de Neruda. Mientras conversa con nosotros vemos pasar a los turistas detrás del vidrio y los guías dicen que es “el escritor más famoso de Chile entrevistado para un medio internacional”.
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Skármeta habla de sus comienzos en la literatura, de la influencia de su abuela croata con quien imaginaba historias cuando se cortaba la luz y no podían seguir la trama del radioteatro. También opina de política, otra de sus pasiones.

–¿Cuáles fueron sus primeros recuerdos relacionados con la escritura? ¿Qué papel cumplió su abuela croata?
–En Antofagasta, cuando yo era un niño, oíamos con mi abuela radioteatros, que eran en serie y se transmitían todos los días después del almuerzo. A veces, como el sistema eléctrico era muy precario, se interrumpía la electricidad y mi abuela, que tenía gran curiosidad, me pedía que imagináramos qué podía estar pasando en la novela. Así tuve una práctica de imaginar e inventar situaciones irreales.
A los nueve años me fui a la Argentina y allí tuve un gran estímulo a la creación literaria. Vivía en el barrio de Belgrano, entre los nueve y los doce años, y ya quería ser escritor. Lo primero fue aprender de memoria poesías, me gustaba mucho la poesía y me aprendía versos que no tenían nada que ver con mi edad, me gustaba mucho Rubén Darío, me aprendía poemas trágicos, como “Lo fatal”: “Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,/ y más la piedra dura porque ésa ya no siente,/ pues no hay dolor más grande/ que el dolor de ser vivo,/ ni mayor pesadumbre/ que la vida conciente”.
Leía Billiken, El Gráfico, me gustaba el fútbol, y mi éxito mayor fue el Martín Fierro. Sé cuáles fueron las opiniones de Borges y de otros intelectuales argentinos, pero el Martín Fierro era para mí como el retrato de mi familia, porque éramos felices en Chile y mi padre por razones de búsqueda de mejor situación económica había emigrado a Buenos Aires, me había desvinculado de mi círculo de amigos, de mi equipo de fútbol favorito en Chile –que era la Universidad de Chile–, de los primeros esbozos de las chicas que me empezaban a gustar y sentí que a mi papá le había pasado lo mismo que al gaucho Martín Fierro. Cuando vuelve Fierro y mira lo que está pasando dice: “No hallé ni rastro del rancho;/ ¡sólo estaba la tapera!/ ¡Por Cristo, si aquello era/ pa’ romper el corazón,/ yo juré en aquella ocasión/ ser más malo que una fiera”. Hasta el día de hoy me lo sé entero de memoria.

–¿Fue fácil integrarse a la vida porteña?
–En el barrio me decían el chileno y mi ambición era que me aceptaran los chicos argentinos, que eran maravillosos, y las hermanas de los amigos que eran divinas, y ellos tenían habilidades muy grandes, eran muy hábiles para jugar a las figuritas, a las bolitas, al fútbol, entonces descubrí que yo tenía este talento para aprenderme cosas de memoria y me hacían recitar en las fiestas de cumpleaños. Había un chico que tenía reloj, el único chico en el barrio que tenía uno, entonces me tomaba el tiempo con su reloj y yo recitaba rápidamente. Los recuerdos de mi infancia son mi abuela y la Argentina, son los motores de mi inquietud literaria. Yo siempre concebí la literatura como algo que uno le dice a alguien. En un caso “le decía” a mi abuela, en otro caso “le decía” a mi grupo de amigos, y al mismo tiempo yo vivía con mi grupo de amigos y quería expresar en literatura lo que vivía, la subcultura. El libro se acaba en el auditor o en el lector, ahí es donde se gesta la fusión, la vida, no simplemente en terminar una obra de arte, sino también en la expansión de esta obra.

–¿Qué significó Pablo Neruda en su vida?
–Empecé a leer a Neruda a los 15 años con los amores más formalizados, o la pretensión de amores. Ahí descubrí los poemas de amor de Neruda y los usé efectivamente de manera pragmática, y de ahí pasé a leerlo y me pareció un poeta genial. También me han gustado otros poetas en esa misma época, Walt Whitman, que está muy emparentado con Neruda, me interesaban los poetas malditos, me gustaba mucho Rimbaud y Baudelaire. Lo que me interesa es la poesía como una manera de conocer el mundo, de inventarlo y de despertar. Si no hay poesía estamos todos como adormilados, la poesía es una forma de conectar las cosas de distinta manera. Es lo que nos hace excitantes más allá de la piel, incluso hace a la piel más excitante si uno está poetizado. Feliz de la vida de haber conocido a Neruda, de haber convivido en algunas ocasiones con él, aunque yo nunca pertenecí a su círculo íntimo por razones generacionales. Yo siempre, en el fondo, he sido un hippie, y Neruda estaba organizado políticamente, tenía amigos internacionales, y yo era un tipo informal y desordenado. Cada vez que nos encontrábamos la pasábamos muy bien, nos reíamos todo el tiempo, y creo que el humor del libro El cartero de Neruda, pese a que es un libro con bastante melancolía, viene directamente de la relación que tenía con él.

–¿Qué recuerdo tiene del primer encuentro con Neruda?
–La primera vez que vi a Neruda fue cuando le llevé mi libro El entusiasmo a su casa de Isla Negra y le pedí que lo leyera. Volví al poco tiempo y me dijo: “Me pareció bueno tu libro, pero esto que te digo no lo tomes muy a pecho, porque todos los primeros libros de escritores chilenos son buenos”. Y nos reímos. Luego nos empezamos a ver y él a través mío quería curiosear lo que estaba pasando con la generación más joven, y también le interesaban los líos sentimentales, los líos de faldas, qué poeta está con quién; pero el recuerdo que tengo es que nos reíamos mucho.

–¿Cómo fue la experiencia de un escritor conduciendo un programa de éxito en televisión?
–Hice un programa de televisión que se llamaba El show de los libros, dedicado a los autores y a los libros, que se transmitió durante diez años, con temporadas de tres meses cada año. Fue uno de los pocos casos en la historia de la televisión en el que un programa de carácter cultural, dedicado a la creación, tuvo tan buenos índices de rating y obtuvo cuanto premio internacional había, porque en todos lados estaban buscando ese puente, un programa que nos informe, nos atraiga, nos entretenga, nos emocione. Creo que el éxito se debió al temperamento de la gente que lo hacíamos, un temperamento comunicativo, un amor a la literatura, que no la quiere dejar encerrada en los anaqueles sino expandirla, una vocación que hay en mí y en parte de mi generación que es fusionar la gran cultura de elite con la cultura popular y que interactúen ambos. Dediqué bastante tiempo de mi trabajo y de mi vida a la televisión. Yo lo sentía como mi aporte político a la sociedad.

–¿Un aporte político?
–Sí. En un momento en que en el mundo los canales tienden a transmitir y a establecer la brutalidad de la gente, imágenes convencionales, opiniones rutinarias, donde se reduce el campo de los que es posible expresar por razones comerciales o políticas, un programa basado en la libertad de la literatura ofrecía a la gente imágenes alternativas y modos distintos de concebir la realidad. Entonces era muy bueno que hubiera un programa alternativo y yo creo que esto es político, decirle a la gente: frente a la realidad, siempre hay alternativas, que no te aplasten con la realidad y la visión de la realidad que te den los medios, que son siempre serviles a otra cosa que la expresividad, entonces hacer un programa expresivo, con imágenes alternativas, le daba a la gente la alegría de pensar que otra cosa es posible. Por cierto que recibimos críticas de la intelectualidad más rígida, a los que animar a la gente a tener alegría, y a entusiasmarse por leer libros, no les parecía bien, porque creen que la cultura era un espacio sagrado, de mentes iluminadas. Para mí hacer ese programa era algo así como una expresividad de mi alma, y lo sentí como una posible tarea política en un momento en el que para mí la militancia política ya no tenía sentido.

–¿Cómo fue el exilio en Berlín?
–Yo me fui a Berlín en 1975 como producto del golpe militar y de la ofensiva contra la vida que significó ese golpe, la inmensa represión, la brutalidad, la incertidumbre vital, ya que sentías que la vida estaba en peligro, más la pérdida laboral. Me fui a Alemania sin saber la lengua, me ofrecieron una beca de creación literaria por un año en Berlín occidental y la acepté. Me fui con mi familia y me quedé, aprendí alemán y me abrí a la cultura alemana pensando que eso también era trabajo político porque para trabajar y actuar contra una dictadura es necesario vincularte con el medio democrático en el que vives, si no, si te echas a vegetar en el gueto de los nostálgicos utópicos te hace mal al alma simplemente. Así que me vinculé a ese medio, trabajé muy intensamente con los políticos de la época, con los intelectuales, con los periodistas, y a la larga todo eso fue muy bueno porque cuando se produjo la recuperación democrática el presidente Lagos me nombró en el año 2000 embajador de Chile en Alemania, así llegué a ser embajador en la misma ciudad en la que había vivido mi exilio, con lo cual le daba bastante credibilidad a la nueva situación chilena, no había dudas de que había una democracia si yo, el escritor exiliado, volvía como embajador.

–¿La muerte de Pinochet de alguna manera ayudó a acabar con la herencia de la dictadura?
–No. Pinochet estaba políticamente muerto mucho antes de su muerte. Porque la derecha que lo había apoyado se había distanciado fuertemente de él, es decir, en el momento en que muere, Pinochet está completamente aislado, a excepción de un pequeño grupo emocional, muy radical, que le expresó su afecto, pero era un grupo insignificante dentro de la población. En cambio, la derecha chilena se ha modernizado y está dentro de las reglas de juego democrático, el distanciamiento de Pinochet se completó cuando se descubrieron los escándalos financieros en los cuales estaba implicado, allí fue cuando la derecha se abrió completamente. Chile está “despinochetizado”, aunque la televisión siempre encuentra un grupo de 180 ochenta ancianas furibundas y patéticas apoyando a Pinochet.

–¿Y qué piensa de Michelle Bachelet en Chile?–Bachelet es el último de cuatro presidentes democráticos que han gobernado a Chile después de la dictadura, por lo tanto inscribe en la política de la concertación democrática que une a los partidos socialista y demócrata cristiano en una coalición extremadamente sólida, exitosa, que le ha dado estabilidad a Chile, lo ha pacificado y proyectado internacionalmente. Además, el hecho de que sea mujer es un detalle bastante favorable que habla de la conquista de un nuevo espacio democrático, de modo que hay mucha simpatía por ella. El gobierno de la concertación chilena era la única solución viable para terminar con la dictadura, para pacificar el país y tener a Chile en la situación en que está hoy.
Pero hay una cosa que es horrible e inexplicable: Chile es unos de los países menos equitativos del mundo, donde la distribución del bienestar del país y de sus riquezas es una de las más injustas del universo. Chile está en un proceso muy lento, tiene un gobierno con fuerte intención social, que ha hecho mucho en ese sentido pero aun así, aunque ha reducido las zonas de pobreza (todas las estadísticas lo señalan), el problema de la distribución de la riqueza es extremadamente lento. Hasta la Iglesia ha llamado la atención sobre esto.

–¿Por qué cree que hay tantos artistas y escritores chilenos que triunfan en el exterior y no son reconocidos en su propio país?
–Muchos escritores chilenos han hecho su vida creativa fuera de Chile y tienen una repercusión y un reconocimiento infinitamente superior fuera de Chile. Voy a decir algunos nombres que van a impresionar: Pablo Neruda pasó más de la mitad de su vida fuera de Chile, Gabriela Mistral murió fuera de Chile, no quería volver. Isabel Allende, que es una de las escritoras más populares en Chile, vive en Estados Unidos. Muchos de ellos fueron expulsados por el golpe, pero después voluntariamente se quedaron, porque cuando trataron de volver a Chile, se encontraron con que el país los reducía en sus capacidades. Luis Sepúlveda, otro gran escritor, ganador de numerosos premios, vive en España. Roberto Bolaño nunca vivió en Chile, creo que vino una vez de visita, hizo toda su literatura en España, de modo que no es extraño que no sea conocido sino por la gente muy interiorizada en literatura. Hay muchos escritores que están viviendo fuera de Chile, la literatura chilena repercute desde afuera de Chile en Chile. Hay un cierto provincianismo en la prensa chilena, y también todas estas figuras conocidas internacionalmente son aquí tratadas por la elite intelectual de una manera bastante despreciativa.

Crítica digital, 11 – 10 – 08

La Quinta Pata

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