José Pablo Feinmann
Buenos Aires. Pocos personajes han dejado de significar lo que significaban hasta tan extremo punto como Ernesto “Che” Guevara. En los ’60, uno decía “Guevara” y no sólo decía “lucha armada”, decía “foco insurreccional”,
“preferencias de la guerrilla rural sobre la urbana”, “relaciones distantes con la Unión Soviética”, “crear dos, tres, muchos Vietnam”, “hagamos de nuestros hombres frías máquinas de matar”, “sólo un pueblo con odio puede vencer a un enemigo despiadado”. El desangelado Mario Vargas Llosa en cierta nota de los años ’90 festejó que ninguna de las ideas del Comandante quedaba en pie. Es posible. No es él, al menos, el que las encarna. El Che, hoy, sólo una cosa encarna: la lucha contra la injusticia, la idea de la rebeldía. Pero, ¿qué injusticia? La de todos. Para el Che era la del imperialismo norteamericano, “el más grande enemigo de la Humanidad”. ¿Qué rebeldía? La rebeldía contra el sistema de producción capitalista, en el que el hombre explota al hombre.
Ahora, Hollywood hace una película sobre el Che. La de Benicio del Toro. ¿Por qué los yanquis aceptan al Che y escupen sobre Evita? Porque el Che es un muchacho de buena familia. Un pibe urbano. Es hombre, no es mujer. No tiene un pasado sórdido. Si cogió, es un hombre y nada más natural ni estimulante que un hombre coja. Eso lo hace un macho. Si Evita cogió, es una puta. Si cogió para trepar, peor todavía. Es una mujer. Mujer que coge, mujer puta. Era populista y no marxista. El Che tiene tras de sí Das Kapital. Evita, los folletines baratos que se leían en las provincias hacia 1930. El Che se llama Guevara de la Serna. Tiene una familia. Es hijo legítimo. Tiene padre, madre. Es culto. Ha estudiado. Conoce la universidad. Jugó al rugby. Evita es una bastarda. Hija ilegítima de un viajante de comercio pobretón. Se dice que en la casa de su madre funcionaba un burdel. Se rajó de Junín porque se acostó con el cantante Magaldi, apenas a los dieciséis años. El Che recorrió en moto América Latina. Se emocionó en los leprosarios como el mismísimo profeta de Nazareth. Evita agredió, para trepar, a la lustrosa oligarquía argentina. El Che derrotó a un tirano sangriento, a un sargento bruto y bastante negrazo. Si le pulimos la ideología, si atenuamos sus rasgos antiimperialistas, haremos de él lo que queremos hacer: un héroe, el símbolo del aventurero, del idealista. Total, ya no jode a nadie. A Evita que la haga Faye Dunaway, que aparezca bastante desnuda en el afiche y con una gorra militar en la cabeza. Se la sacó, para juguetear, al teniente o al coronel con el que se acostó esa noche. Que la haga Madonna, que da puta, que da loca, que canta y se pone la mano entre las piernas. ¿Por qué esta diferencia? ¿Por qué el imperialismo se traga al marxista Guevara y escupe sobre la populista Eva? Por lo dicho. Evita es el insulto, la agresión, la falta de respeto. Porque Evita es el Otro. El Che es de la misma estirpe. Porque el Che es un muchacho de clase alta, de linaje, educado. Evita es una rea, una bastarda y una trepadora que usa el sexo para su incesante ambición. Cada polvo, un escalón más. El Che muere en la lucha, agotándose, es el asma el que lo agota. Se lo ve en el piletón de Vallegrande, con los ojos abiertos, como si aún viviera, como si nunca fuera a morir porque es inmortal. Evita muere de cáncer y el cáncer lo tiene entre las piernas. Todo es sucio en ella, hasta eso. Evita les faltó el respeto. Más que el Che. Le añadió al odio el mal gusto y la bastardía y la mala vida.
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