lunes, 10 de noviembre de 2008

Del Toro por las astas

Ernesto “Che” Guevara, Benicio del Toro

José Pablo Feinmann

Buenos Aires. Pocos personajes han dejado de significar lo que significaban hasta tan extremo punto como Ernesto “Che” Guevara. En los ’60, uno decía “Guevara” y no sólo decía “lucha armada”, decía “foco insurreccional”,
“preferencias de la guerrilla rural sobre la urbana”, “relaciones distantes con la Unión Soviética”, “crear dos, tres, muchos Vietnam”, “hagamos de nuestros hombres frías máquinas de matar”, “sólo un pueblo con odio puede vencer a un enemigo despiadado”. El desangelado Mario Vargas Llosa en cierta nota de los años ’90 festejó que ninguna de las ideas del Comandante quedaba en pie. Es posible. No es él, al menos, el que las encarna. El Che, hoy, sólo una cosa encarna: la lucha contra la injusticia, la idea de la rebeldía. Pero, ¿qué injusticia? La de todos. Para el Che era la del imperialismo norteamericano, “el más grande enemigo de la Humanidad”. ¿Qué rebeldía? La rebeldía contra el sistema de producción capitalista, en el que el hombre explota al hombre.

Ahora, Hollywood hace una película sobre el Che. La de Benicio del Toro. ¿Por qué los yanquis aceptan al Che y escupen sobre Evita? Porque el Che es un muchacho de buena familia. Un pibe urbano. Es hombre, no es mujer. No tiene un pasado sórdido. Si cogió, es un hombre y nada más natural ni estimulante que un hombre coja. Eso lo hace un macho. Si Evita cogió, es una puta. Si cogió para trepar, peor todavía. Es una mujer. Mujer que coge, mujer puta. Era populista y no marxista. El Che tiene tras de sí Das Kapital. Evita, los folletines baratos que se leían en las provincias hacia 1930. El Che se llama Guevara de la Serna. Tiene una familia. Es hijo legítimo. Tiene padre, madre. Es culto. Ha estudiado. Conoce la universidad. Jugó al rugby. Evita es una bastarda. Hija ilegítima de un viajante de comercio pobretón. Se dice que en la casa de su madre funcionaba un burdel. Se rajó de Junín porque se acostó con el cantante Magaldi, apenas a los dieciséis años. El Che recorrió en moto América Latina. Se emocionó en los leprosarios como el mismísimo profeta de Nazareth. Evita agredió, para trepar, a la lustrosa oligarquía argentina. El Che derrotó a un tirano sangriento, a un sargento bruto y bastante negrazo. Si le pulimos la ideología, si atenuamos sus rasgos antiimperialistas, haremos de él lo que queremos hacer: un héroe, el símbolo del aventurero, del idealista. Total, ya no jode a nadie. A Evita que la haga Faye Dunaway, que aparezca bastante desnuda en el afiche y con una gorra militar en la cabeza. Se la sacó, para juguetear, al teniente o al coronel con el que se acostó esa noche. Que la haga Madonna, que da puta, que da loca, que canta y se pone la mano entre las piernas. ¿Por qué esta diferencia? ¿Por qué el imperialismo se traga al marxista Guevara y escupe sobre la populista Eva? Por lo dicho. Evita es el insulto, la agresión, la falta de respeto. Porque Evita es el Otro. El Che es de la misma estirpe. Porque el Che es un muchacho de clase alta, de linaje, educado. Evita es una rea, una bastarda y una trepadora que usa el sexo para su incesante ambición. Cada polvo, un escalón más. El Che muere en la lucha, agotándose, es el asma el que lo agota. Se lo ve en el piletón de Vallegrande, con los ojos abiertos, como si aún viviera, como si nunca fuera a morir porque es inmortal. Evita muere de cáncer y el cáncer lo tiene entre las piernas. Todo es sucio en ella, hasta eso. Evita les faltó el respeto. Más que el Che. Le añadió al odio el mal gusto y la bastardía y la mala vida.
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Benicio del Toro tiene asma casi todo el tiempo. Admira pensar que el Che haya podido hacer algo con pulmones tan deteriorados. Pero la voluntad del héroe se sobrepone a todo. Ya no importa que el héroe haya odiado al capitalismo. Ahora le será útil. Acaso prepare el camino para arreglar las relaciones con Cuba de una vez por todas. También para que la famosa remera empiece a imprimirse con la cara de Benicio del Toro, algo muy posible y que sería uno de los últimos golpes para lograr su inexistencia.

La primera parte de Che (El Argentino), que es la que se estrena la semana que viene [nota del E: en Buenos Aires], son dos horas y aún los guerrilleros no han entrado en La Habana. Si se logra mostrar que las revoluciones son largas y aburridas algo más se habrá logrado. En suma, las verdaderas caras del Che y de Evita, o mejor dicho: la restauración de esas caras, su restitución, no vendrá del marketing hollywoodense; vendrá, si viene, de las viejas luchas que ellos encarnaron contra las infamias de este mundo. De quienes puedan asumirlas hoy. Si alguien, un grupo, un pueblo, una nación, un país, un continente, las actualiza, las trae combativamente al presente, ellos volverán a vivir. Como mercancías seguirán atractivos, vistosos, pero muertos.

Che (El Argentino), Steven Soderbergh, 2008
Filmada en dos partes que suman más de cuatro horas, con un presupuesto relativamente bajo de 65 millones de dólares, sobre un guión de Peter Buchman (basado en los Recuerdos de la guerra revolucionaria cubana, de 1963, y el Diario del Che en Bolivia, 1968) el Che de Soderbergh puede ser la película más respetable que se haya filmado hasta ahora sobre el personaje y su historia. Acaso el costo de esa corrección haya sido una pulcritud digna de una dramatización televisiva: ordenada, expositiva, demasiado pedagógica, la primera parte de Che, subtitulada El Argentino, cubre la historia de la Revolución Cubana, desde su gestación en México D.F. en los años ’50 (narrado el encuentro del joven Guevara y el exiliado Castro) hasta la toma de Santa Clara, terminando con los revolucionarios triunfantes camino a La Habana y el Che diciendo a sus hombres que ahí es recién donde comienza la revolución. Y —explicativa al fin— obligando a uno de los suyos a devolver un auto robado a uno de los hombres ricos del régimen de Batista. Hay, también, flash-forwards que hacen saltar el relato hasta los años ’60, hasta la visita del Che a Nueva York como ministro del gobierno cubano, su paso por una fiesta en la que agradece al senador Eugene McCarthy por la invasión a Bahía de Cochinos (porque “ayudó a azuzar las conciencias revolucionarias”) y su presentación en las Naciones Unidas, que también es recreada con fragmentos de su discurso, en un blanco y negro que apela a una cierta idea de registro documental. La existencia de Diarios de motocicleta, el film de Walter Salles que Soderbergh dice admirar (y que “forma una trilogía con estas dos películas”, según dijo en Cannes), libera a esta primera parte de la necesidad de dar un origen o una explicación psicológica a su película. En la segunda parte, titulada Guerrilla (y que acá tiene fecha de estreno en febrero) asistiremos a la partida del Che a Bolivia, con la intención de “encender la llama revolucionaria” en el resto de América Latina.

Radar, Página 12, 09 – 11 – 08

La Quinta Pata

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