sábado, 15 de noviembre de 2008

Feria de Frankfurt: más sobre cruzados e infieles

la Feria del Libro de Frankfurt

Rogelio Riverón

…he comprendido que la Literatura
tiene un secreto

y solo uno […]: el agente.
…la edición es una epifanía, algo
que ilumina y subvierte a la vez ese
triángulo equilátero, siempre vibrante,
cuyos ángulos son el autor, el editor y el lector…

El editor […] no es un anacoreta,
sino un cruzado en plena
guerra santa de papel.


Severo Sarduy
Solo en Frankfurt

La Habana. Por un error de traducción, se escuchó en un foro de la Feria del Libro de Frankfurt que allí lo más visible eran los escritores. Yo había afirmado algo diferente. Consultando el programa, de visita en los stands expositivos y conversando con otros asistentes, no me era difícil comprender que la de Frankfurt —y no es una excepción— resulta más que nada una feria de negocios.

No pretendo emprenderla contra Frankfurt. Una movilización de tal magnitud a favor de los libros lo es más o menos directamente a favor de la lectura, y la entrada en masa del público a la Messe —como dicen los alemanes— durante los últimos días del cónclave(1), resultó una muestra de aceptación. Pero el público, naturalmente, asistía a un hecho consumado. No es raro ni lo fue ahora, que las ferias de libros estén diseñadas y gobernadas por los editores. Por los dueños de las casas editoriales, para que se me entienda mejor, y también, de una manera acaso más sutil, por los agentes literarios. Es decir —y excusándome de antemano por el posible pecado de generalizar—, que en la mayoría de los casos un escritor sin respaldo de una editorial o de una agencia andará por una feria de libros como por un aeropuerto. Puede asistir en función de lector, y no sería poco, pero si no ha sido promovido de antemano, si no sube al estrado en compañía de su editor o de su agente, ha de tener escasos interlocutores en tanto creador.
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Las políticas de las grandes editoriales pueden parecer de una irónica solidez. Nadie es capaz de sostener que no promueven una literatura de calidad, pero hasta cierto punto, pues tampoco a nadie escapan los tópicos que las sustentan. Supongo que en los negocios jugar al seguro es una condición de naturaleza elemental, pero referirse a los libros con un entusiasmo estrictamente remunerativo no deja de ser sospechoso. Tras los ecos de Frankfurt se comienza a hablar de “los libros que estallarán en 2009”, y esa expresión tan grandilocuente como ridícula tiene su base en las cifras contratadas durante los días de feria. Es comprensible que esos libros fulminantes no gocen en todos los casos de una importancia estrictamente estética. El diario español El País, que acoge la impresionante frase sobre el estallido, menciona la novela Julieta, de Anne Portier. Así lo presenta: “…otro de los best sellers más deseados… Es un thriller que combina el mito de Romeo y Julieta con El código da Vinci.” Perdón por la sonrisa, pero en todo caso la melindrosa síntesis del periódico es la que acorrala cualquier perspectiva seria. Aun cuando el dinero mande, incluso con plena conciencia de que un diario no es un púlpito, vender libros como si fueran perfumes sigue oliendo a descrédito. Admitir que todo consiste en aplicar fórmulas es una ofensa a los rastreadores de la buena literatura: mezcle usted un cuarto de El alquimista con tres cuartos de Hércules y yo, y acate la propaganda de El País y compañía. Lo demás llega solo.

La cuestión, obviamente, no radica en confinar la producción literaria al gusto de los eruditos. Desde hace siglos no lo está. Pero me pica la tentación de saber si alguno de los libros más promocionados hoy tiene la enjundia de un folletín como —es apenas un ejemplo— Los miserables, del gran Hugo. Admitido que en cuestiones de enjundia casi siempre media el tiempo, mucho de lo mejor anunciado de hoy delata el commonplace y la fórmula, el llover sobre mojado que se asombra de que para el 2009 aún no tengamos pistas sobre cuál será “el nuevo Harry Potter o, en su defecto, el ambivalente libro para jóvenes-adultos que rompa barreras” (otra vez El País dixit), como si se tratara de una necesidad ineludible de nuestras adictas mentes de lector.

Hay editores soberbios —y escritores soberbios, of course, aunque de momento no hablemos de ellos—, de cuyo esfuerzo depende en considerable medida el reinado de la novela en la demanda de literatura de ficción. Incluso cuando algunos vislumbren una posibilidad menos indecorosa para el cuento en lo tocante a ediciones, promoción y —claro— ventas, la novela sigue siendo un género cuya demanda es estimulada visiblemente en contra de sus congéneres. Leer novelas es, en verdad, uno de los ejercicios intelectuales de mayor seriedad. Idealmente, ese artefacto textual al que llamamos en español "novela", resulta una combinación profunda de argumento, caracteres y un pensamiento tan afinado que punza con un irónico sentido filosófico cualquier saber de los que podamos preciarnos. Pero da la impresión de que las grandes casas editoriales de hoy están más empeñadas en estimular el bovarismo, que como sabemos es una especie de lectura compulsiva —si las hay—, en busca de emociones rápidas. De tal manera hacen prevalecer determinadas modas, y todavía se las arreglan para que la oferta parezca un simple asunto de relación entre el escritor y su público. De forma que el diario El País no hace más que enrolarse en una consabida operación de marketing para vender libros, que es en realidad hacia lo que ha derivado la crítica literaria en la mayoría de los grandes medios de comunicación de masas, como han observado muchos comentaristas. Cada vez menos crítica. Cada vez menos literaria. El que se haya acercado al mundo editorial lo sabe. Algunos lectores también. Así que el hecho de pasar a ser representado por una editorial de envergadura no apunta necesariamente a un vínculo por la calidad.
Esa especie de ruleta rusa tiene una lógica tal vez compleja, pero la tiene. Un escritor no puede ser, por definición, un tipo de éxito. O al menos a eso no debiera limitarse el problema de ser un escritor. Intrínsecamente, serlo no depende de las editoriales, ni grandes, ni minúsculas, pero sin las editoriales nadie es escritor por mucho tiempo. A eso me refería en la Feria del Libro de Frankfurt cuando la traductora tuvo a bien trocar aquellos términos: escritor, editor. Después recordé una sentencia de Erich Hackl sobre la dificultad que tienen los latinoamericanos para ser leídos en Europa. Algunos hemos repetido esa idea del notable austríaco, supongo que con la esperanza de que no se sospeche inmediatamente de lo que afirmamos. Versa sobre lo que es casi una ley: que solo si ha sido filtrado a través del mercado español, un escritor de este lado tendrá la ocasión de ser traducido a otras lenguas europeas. No creo que la frase sea demasiado recalcitrante, pero nuevamente la traductora suplantó mis palabras: donde dije "latinoamericano" ella tradujo "cubano", lo cual —no asevero que a propósito— aligeraba mis afirmaciones y las dotaba de paso de una recelosa ramplonería. Se sabe que el mercado español es capaz de emitir una colosal cantidad de libros, pero se sabe también que no es capaz de procurar que se lean como algunos de ellos merecen. En eso de conseguir lectores el marketing no ha sido tan eficiente como hubiera querido, a causa de lo cual —y si fuésemos a dejarlo todo en manos del marketing— el paso de un título dado por los escaparates de una librería es algo cuasi furtivo. El paso —incluso— hacia la despulpadora. Tiene poca lógica entonces que el resto de Europa acepte que el mercado español haga de tamiz para la literatura de América Latina. Poca lógica, al menos desde una posición cultural. Sobre el forcejeo entre cultura y rentabilidad se ha dicho bastante (casi todo lo que puede ser dicho), y uno va dando por fatal el resultado de esa pugna. Pues demasiadas veces redunda en el macabro juego con los pececillos de oro que, por otros motivos —el metal del guerrero es el hierro, no el oro— fundía el coronel Aureliano Buendía. Pero quien mete oro en el crisol, espera un oro inmediato, poco metafórico. En el caso de Cuba, por ejemplo, hay escritores que admiten que el llamado anticastrismo puede ser una garantía de publicación. Que lo admitan hoy no significa que el asunto sea nuevo. Con demasiada frecuencia las editoriales europeas se han dejado conducir a esa laguna cuyas aguas no se cansan de ser recicladas, y si falta lo que se dice holgura estética, la suplen con publicidad o con premios, según dicen ahora, "amañados"(2). Parecen saber cómo tiene que escribir un cubano, y cómo hay que publicitarlo.

A estas alturas del texto, tal vez convendría matizar, recordar lo de las excepciones; que el mundo en realidad no es tan diabólico como lo pintan los desesperados. Pues, qué entendemos por Europa cuando vemos en el mercado español del libro una especie de agente de aduanas, ¿toda Europa, o solo su parte "más integrada"? ¿Qué entendemos por un escritor cubano? ¿Son acaso más leves las complicaciones de un mexicano, de un panameño, de cara al mercado europeo? ¿Es que "trascender", esa aspiración tremebunda y desilusionante, resulta posible solo a través de un pulpo editorial? La complejidad no es poco compleja. Pero ante la bien pensada maquinaria que no se niega a relegar a la verdadera literatura si se huele que no habrá magnos dividendos, bien poco ha podido hasta ahora la diplomacia.

(1) A diferencia de la feria de La Habana, la de Frankfurt reserva sus primeras jornadas a los profesionales. Los tres últimos días de la última edición, celebrada a principios de octubre, se abrieron al público.
(2) La práctica, en los predios de los consorcios editoriales, de otorgar los premios de mayor porte de acuerdo con la conveniencia de quien los convoca ha sido suficientemente comentada. Ello no desdice de los buenos libros que atinan con alguno.

La Jiribilla, 15 – 11 – 08

La Quinta Pata

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