A Daniel Santoro suelo encontrarlo cada tanto en el Florida Garden y sus alrededores. Puede parecer contradictorio que un artista que pertenece por ideología a Ciudad Evita ocupe algunas tardes una mesa de este bar tradicional, concentrado, dibujando en uno de sus cuadernos de niño justicialista sin llevarle el apunte al ruido ambiente, que no es poco, mientras alrededor pulula una fauna de ejecutivos, tenderos, chantas de la política, buscavidas y otros ejemplares de una clase media venida a menos que quiere ser venida a más. ¿Qué hace este pintor que tiene más que ver con Ciudad Evita, puede uno preguntarse, en este barrio, Plaza San Martín, donde los tilingos agitaron banderitas cuando la Fusiladora derribó al General? Quizás una respuesta pueda ser la cercanía del Kavanagh y se encuentre graficada en una de las piezas de esta muestra: “Un descamisado convertido en centauro huye hacia la oscuridad de la Pampa llevándose a una blanca cautiva, mientras en el horizonte arden algunas iglesias en torno al edificio Kavanagh. Su veloz galope abre un espacio elíptico en el cuadro”. Santoro, no cabe duda, es un infiltrado en las cercanías del Kavanagh. Y sería capaz, como se verá, de incendiar este edificio imponente en una de sus pinturas de igual modo que el malón peronista quemó el Jockey Club después que los comandos civiles contreras mataron con una bomba a manifestantes de una concentración en la Plaza de Mayo. Pero cabe también otra interpretación, una deriva asociativa que transforma este rapto de una sabina en metáfora de los ’70: un signo de moda, la fascinación de la muchachada Jotapé por las chicas bien, un paradigma que bien podría ejemplificar la pasión de un Galimberti por una Bullrich.
Nuestros encuentros son siempre casuales. Y los dos estamos convencidos de que hay, además de una simpatía recíproca, un orden en este azar, conversamos unos minutos largos, dejamos que reverberen unas ocurrencias sobre arte y política y hasta la próxima. Una de las últimas veces, creo que el año pasado, cambiamos unas ocurrencias sobre el Che Guevara como díscolo muchacho de la izquierda al que Evita habría hecho chas-chas. La Evita ortodoxa de rodete versus la Evita montonera pelo al viento. El Che habría hecho rabiar a la Evita del rodete. La semana pasada me lo cruzo a Santoro en la esquina de Maipú y Córdoba, la esquina de Estímulo de Bellas Artes. Santoro me muestra el catálogo de su exposición de estos días: Civilización y barbarie - El gabinete justicialista. Se entusiasma Santoro con el catálogo recién salido de imprenta. Abriéndolo, me recuerda nuestro último encuentro y me pide que vea lo que hizo con aquella ocurrencia de Evita y el Che. El resultado supera la ocurrencia y deviene una auténtica verdad justicialista: el derechismo. La imagen es de un humor escalofriante: La piedad. Eva Perón devora las entrañas del Che Guevara. El texto dice: “El peronismo y la izquierda en un ritual de comunión, una recirculación de energía visceral que nos remite a los viejos rituales de canibalismo, habituales en muchas culturas originarias de América”. Evita sentada en las escalinatas de la Fundación está nimbada por una aureola que la santifica. Sobre sus rodillas tiene el cadáver del Che, boca abajo, y de una abertura sangrienta en su espalda le arranca las tripas y las come con fruición chupándose los dedos. Las tripas parecen formar un rosario. Detrás de la facultad, crepuscular, alcanza a verse imponente el edificio de la CGT. Por si no queda claro: Santoro no proviene de la militancia de izquierda del movimiento. Nada en su obra va por el lado reivindicador de la Jotapé y el montonerismo. Pero, a la vez, hay que destacarlo, su lectura de la historia es realista: el peronismo sindical es el que reivindicaba la ortodoxia, el ala derecha del justicialismo que el viejo caudillo impulsaba en su gobierno de los ’70 para neutralizar a cadenazos a la izquierda descarriada. Y sí, habría que admitirlo de una buena vez, la juventud de la izquierda peronista se equivocó. El Viejo fue Vizcacha, fue oportunista y minga con las citas de Mao, traicionó las expectativas socialistas de los imberbes. En este punto, la obra de Santoro proviene de la gráfica litúrgica del justicialismo de los ’50 y, desde esa iconografía, narra. Lo que narra no es una concientización sino una mitología adoptada como santoral. La Evita disciplinadora y milagrera es hoy una estética aplicable al Gauchito Gil, un registro que anda entre el camp y el kitsch. De esta imaginería extrae Santoro su repertorio de imágenes desgarradas y conmovedoras. Porque desde la ortodoxia pinta lo que la izquierda del movimiento nunca se anima a admitir del todo: “El Viejo nos cagó”.
Seguimos en la esquina. Hay un viento que sube desde el Bajo, un anuncio de tormenta. Ahora hablamos de literatura. Le comento a Santoro que estoy leyendo el Borges de Bioy. Y que, a pesar de una prosa ingeniosa y bromista, me cuesta digerir una parte amarga: el tramo gorila del ’55. Bioy anota una observación aguda de esos días: “La ciudad está sola”, escribe. Y esta soledad es, arriesgo, la soledad que se respira, desde una perspectiva antagónica, en la obra de Santoro. Esta soledad es el duelo por la muerte de “la felicidad del pueblo y la grandeza de la Nación”. Santoro sonríe, no comprende cómo le tengo paciencia a este tocazo. Como respondiendo a mi lectura del Borges de Bioy, disparando contra Sur, me señala otra imagen del catálogo: La conversación se llama. Un descamisado gigante, con una rodilla en tierra, sosteniéndose la cabeza, pensativo, mientras tiene en un brazo el edificio de la CGT, medita en una noche de luna llena. Santoro indica al respecto: “En su palacete racionalista, Victoria Ocampo conversa animadamente con Rabindranath Tagore. Ignoran que afuera, en la oscuridad de la noche, el descamisado gigante medita sobre su destino”. Un detalle a tener en cuenta: en su camisa blanca, el descamisado gigante lleva siempre una cinta negra de luto. A alguien que pertenece al movimiento que más víctimas tuvo en los últimos sesenta años de historia no hace falta preguntarle qué significa ese luto. Puede ser tanto un fusilado del ’55 como uno de los chicos que aparecen en los recordatorios de desaparecidos que publica este diario [Nota del E: Página 12].
En Campamento de la Juventud Peronista, “el descamisado gigante pasa indiferente ante un campamento de la Juventud Peronista, construido con frágiles carpas de aspecto institucional, que se ven aún más frágiles frente a la contundente tectónica del paisaje. El descamisado continúa su marcha sin reparar en la presencia de estos pequeños revolucionarios”. Su peronismo, queda claro, no es el de Walsh y Briante. Su peronismo, si se le pregunta, dirá que es el de Perón. Un argumento bien ortodoxo el suyo. Sin embargo, la pieza que se apiada de los “pequeños revolucionarios” se la dedica “al compañero pintor Alfredo Bettanin”, que fuera además el ilustrador de las tapas de la revista Análisis en los ’60 y los ’70. Conviene detenerse en la obra de Bettanin porque hay una clave acá. Quien pueda acceder a la obra del olvidado Bettanin podrá notar, desde su Historia argentina, una pintura enorme que pasa revista a nuestro pasado subrayando una continuidad en San Martín, Rosas y Perón. Bettanin, hay que recordarlo, murió enfermo de desgarramiento por sus tres hijos montoneros asesinados en la última dictadura. Desde Bettanin, aunque suene contradictorio, Santoro enfoca sus temas.
A Santoro, ya es una obviedad marcarlo, lo enciende provocar. Pero su peronismo es un peronismo adoptado por el refinadísimo circuito de las galerías de arte. El suyo, se diría, puede parecer un peronismo chic. Pero esta apreciación implica una crítica facilonga, como criticarle a Cristina sus carteras. Un pobre no puede criticar esas carteras. Sólo un rico, que sabe de marcas. La misma clase de crítica que se le hacía a una Evita enjoyada. Digan lo que digan con su peronismo, Santoro se las ingenia para que la provocación funcione al tensar la contradicción civilización/barbarie. Malones, cautivas, puñales, martirologios y también idealizaciones justicialistas, una colonia de vacaciones en Mina Clavero, una suite californiana inspirada en unos chalecitos justicialistas. Lucha de clases, por supuesto. El catálogo abre con una cita del pensador nacionalista Rodolfo Kush: “América está en los temas que son más odiados: pueblo, masas, analfabetismo, indio, negro. En ellos yace la otra parte de nuestro continente, la del mero estar que puede redimirnos”. Es decir, la contradicción se plasma, en lo racial, entre un pensamiento rubio y uno criollo, morochazo, cabecita. Y el pintor, desde siempre, ha tomado partido por los humildes.
Santoro declara: “El gabinete justicialista es un abordaje visual de los paradigmas de barbarie y civilización que conviven en la identidad del peronismo. Es un intento ‘científico’ de interpretar la compleja estructura de esta invención política que en algún sentido nos constituye a todos”. A considerar: el peronismo, que para Santoro es “invención”. Término que ensamblado con “gabinete” no remite tanto a la conformación de un dispositivo gubernamental como a laboratorio y experimento: los doctores Frankenstein y Caligari creando el sujeto justicialista, el descamisado gigante. Una especie de Increíble Hulk nacional y popular. En esta dirección, sugiero, debe leerse la poética de Santoro, el descamisado como gigante a la vez inocente, brutal y víctima. Ver El descamisado gigante expulsado de la ciudad. Al igual que King Kong, el descamisado se encarama a un edificio, apartando a manotazos el ataque de escuadrillas de aviones. Es cierto: los aviones remiten al bombardeo del ’55, pero el descamisado gigante representa otra cuestión: “Estos cuadros muestran una triste paradoja; en el conocido film King Kong, se observa a un gigantesco gorila expulsado de la ciudad por humanos. En esta imagen, en cambio, vemos a un gigantesco humano expulsado de la ciudad por gorilas”.
Ahora, una intuición: en cada uno de estos encuentros con Santoro, un efecto a la vez revelador y humorístico que lo vincula con Leónidas Lamborghini: “La parodia, nuestra tragedia”, dijo una vez el poeta. “El peronismo es como un jersey”, me dice esta tarde Santoro. “Lo estirás, lo estirás y puede deformarse, pero no se rompe. El peronismo está hecho para resistir.” Tal vez esta explicación se cifre en que Santoro piensa el peronismo más como movimiento que como un partido, esa herramienta para conquistar un lugar en la democracia burguesa. Lo de movimiento no es afuera sino puro adentro: incluye un pueblo como totalidad, con sus clases y sus desclasados, esa masa inclasificable que, en su normativa, puede producir –y no es chiste– dos normas fierreras complementarias: Norma Arrostito y Norma Kennedy. ¿Por qué no hablar entonces de una “normativa” peronista? Y entonces cobra sentido la Evita que se morfa los chinchulines del Che: ¿no es la normativa de la derecha, tal vez más auténticamente peronista que la otra, la entrista, la guerrillera? En un tiempo donde los grandes relatos parecían estar agonizando, Santoro viene y dice “acá hay uno que siempre estuvo: el peronismo”. Y da para todo: es fuente nutricia de su obra, pero también, por más intentos de apropiación culta que se le arrimen, apunta a cuestionar a los espíritus bienpensantes. Porque hay algo de patoterismo cegetista en estas ocurrencias, cruzar un gesto que puede provenir del rescate ingenuo de las iconografías populares, una estética de estampita, pero que en tamaño bestia se constituye en otra cosa: testimonio dramático de los crímenes de la civilización en los salones tilingos de la plástica nacional. A muchos les cuesta admitirlo: el peronismo es menos presentable que la izquierda. Perón supo decir: “Sólo la organización vence al tiempo”. Con sus restos ahora atomizados, esquirlas y añicos, en un desparramo de internas, Santoro se propone también una “organización”: la de un repertorio que, desde el ’45 hasta la fecha, perdura inagotable como todo mito. Y, como todo mito, tiene un anclaje fuerte en la realidad. Visto desde el arte, el mito deja de serlo y se hace más real que todo interesado historicismo revisionista.
Daniel Santoro: Civilización y barbarie - El gabinete justicialista, Galería Palatina, Arroyo 821. Del 5 al 25 de noviembre.
Radar, Página 12, 09 – 11 – 08
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