sábado, 22 de noviembre de 2008

A vos, ¿quién te cuenta la historia?

La historia vende

Hernán Brienza

El libro más vendido de la historia es la Biblia. Obra religiosa para algunos, libro de ficción para otros, no hay dudas de que la Biblia tiene mucho de un libro de historia. Es que la historia vende. Si no, que lo digan las editoriales argentinas. Cada año, sólo considerando las casas editoras más importantes, se publican entre 100 y 150 libros de historia argentina. Eso sin contar las novelas históricas. Por año, los O´Donnell, Lanata, Pigna, Balmaceda y compañía venden en librerías arriba de cien mil ejemplares. Junto a la literatura infantil, es el sector más próspero del mercado editorial argentino.

Pero no hay una sola forma de contar la historia. Desde los albores de la nación hasta hoy, convivieron distintas maneras de relatar el pasado. Y hoy, las distintas corrientes historiográficas hacen que el lector no profesional se pierda en el océano de libros que ocupan las mesas de las librerías.

Se hace necesario, entonces, una guía para saber quién es quién entre los que narran la historia nacional. También para saber de quiénes son herederos y hacia dónde dirigen su mira a la hora de escribir un libro. Se necesita algo así como una “historia de los historiadores”.

Elitistas, populares, revisionistas, divulgadores, anecdotistas, académicos: todos hijos y nietos de las primeras corrientes de la historia que representaron Bartolomé Mitre y Vicente Fidel López. No suelen pelearse entre ellos pero defienden posiciones muy distintas. Basta con leer sus libros para descubrirlo.

Entre publicaciones académicas, revistas como la eterna Todo es historia y los artículos que aparecen en revistas masivas, la historia nacional está tan presente como la política. Se cumple así la profecía lanzada por Juan Bautista Alberdi: “Entre el pasado y el presente hay una filiación tan estrecha que juzgar el pasado no es otra cosa que ocuparse del presente. Si así no fuere, la historia no tendría interés ni objeto. Falsificad el sentido de la historia y pervertís por el hecho toda la política. La falsa historia es origen de la falsa política”. La frase pertenece a ese interesante y zumbón ensayo titulado Grandes y pequeños hombres del Plata. Y sirve para pensar los usos que se han dado a lo largo de estos dos siglos a la historia argentina: un extenso combate intelectual entre distintas generaciones y escuelas para apropiarse de un pasado. Porque en el imaginario social y político quien se adueña de la memoria colectiva tiene la posibilidad de delinear un futuro compartido. La pregunta entonces, tras el auge de ventas de libros sobre el tema, es: ¿quién cuenta hoy la historia nacional y de qué manera lo hace?
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El debate capital de la historiografía argentina se produjo en 1881, cuando Vicente Fidel López, al publicar su Historia de la revolución argentina, criticó la obra de Bartolomé Mitre, lo que motivó una polémica notable, condensada en tres volúmenes, uno publicado por López bajo el título de Debate histórico, y dos por el general Mitre con el título Comprobaciones históricas y Nuevas comprobaciones históricas, en 1881 y 1882. En realidad se trata de la gran polémica sobre la historiografía vernácula, en la que se enfrentan las dos grandes escuelas estilísticas del siglo XIX, representadas por López y Mitre. La primera considera a la historia como un arte, donde lo sustantivo es la reconstrucción viva de los hechos, haciendo hablar y actuar a los personajes, interpretando las ideas y las pasiones de la época, en lo que se considera un acto de resurrección o evocación histórica. López recoge las versiones de la tradición oral en una narración llena de interés y color, que atrapa al lector. Como contrapartida, desdeña el método, no muestra demasiado afán en clasificar los documentos, no le interesa la verificación de los hechos sino la escenificación del drama.

La escuela mitrista, en cambio, considera que la historia debe ser elevada al nivel de una ciencia y basa su mirada en la investigación de los hechos para poder contrastarlos, a través del examen crítico de los documentos. De esa manera, intenta recuperar el método experimental de las ciencias naturales. Mitre define con claridad esa noción en su libro Comprobaciones históricas: “La historia no puede escribirse sin documentos que le den la razón de ser, porque los documentos de cualquier manera que sean, constituyen, más que su protoplasma, su sustancia misma. El documento es a la historia lo que la horma al zapato que fabrica el zapatero”.

La discusión de los llamados “padres de la historia” abrió la producción historiográfica en dos: de un lado los defensores de la metodología como reparo de la subjetividad y aquellos que apostaban a la reconstrucción y acercamiento del pasado al gran público. Con brocha gorda, uno podría decir que el mitrismo parió la “historia profesional” y que López alumbró a los divulgadores.

La escuela liberal tuvo sus herederos en lo que se conoció como la historia profesional, cuyos representantes prominentes fueron Emilio Ravignani y Ricardo Levene, José Luis Romero y la Academia Nacional de la Historia. Esta rama alcanzó su apogeo en las primeras décadas del siglo XX, y sus continuadores se reúnen en torno a la Academia y los institutos sanmartinianos o belgranianos. Su producción intelectual está ligada a los sectores más conservadores de la sociedad, como el Ejército y la Iglesia, y sus referentes más conocidos en el mundo editorial son Miguel Ángel De Marco e Isidoro Ruiz Moreno, entre otros. Se trata generalmente de una historia épica, de próceres y malditos, cuyo armazón principal –basado en la máxima sarmientina de Civilización o barbarie– toma partido por la organización liberal.

Esta escuela fue fuertemente cuestionada por la irrupción del nacionalismo y tomó fuerza la corriente conocida como revisionismo histórico. Escritores como Adolfo Saldías (Historia de la Confederación Argentina) y Rómulo Carbia iniciaron el camino que luego retomarían Carlos Ibarguren con su monumental biografía sobre Juan Manuel de Rosas, Ernesto Palacio, los hermanos Julio y Rodolfo Irazusta, estos últimos vinculados con un proyecto claramente conservador, elitista y de derecha.

En un primer momento el revisionismo se concentró en reivindicar la figura de Rosas como eje central de un proyecto nacional diferente al de la organización liberal liderada por Mitre, Sarmiento y Avellaneda. Pero con el paso del tiempo comenzó a entroncarse con las tradiciones populares de mediados de siglo XX como el yrigoyenismo –Gálvez y Raúl Scalabrini Ortiz– y el peronismo –Palacio, José María Rosa, Arturo Jauretche, entre otros–.

Una de las combustiones más interesantes del revisionismo se produjo tras el encuentro con el marxismo, ya entrados los 60. El revisionismo de izquierda –llevado adelante entre otros por Rodolfo Ortega Peña (Facundo y la Montonera, Felipe Varela), Jorge Abelardo Ramos (trotskista, autor de Revolución y contrarrevolución en la Argentina), Rodolfo Puiggrós (comunista, autor de Historia crítica de los partidos políticos) Milcíades Peña, y más cercanos en el tiempo Fermín Chávez y Norberto Galasso, entre otros– retoma algunos de los principales postulados del revisionismo tradicional, específicamente la centralidad de la contradicción nación-imperio, y le agrega también la contradicción de clases dentro de las fronteras, hendiendo la sociedad entre los sectores populares, encargados de llevar adelante la liberación social y nacional –tal el lenguaje de la época– y las clases dominantes ligadas con los intereses del capital trasnacionalizado.

La instauración de la democracia vino acompañada por la profesionalización del debate histórico. Durante los primeros quince años dominó el panorama intelectual la escuela de la historia social –heredera del estructuralismo francés y el marxismo británico–, de la mano de Luis Alberto Romero y Tulio Halperín Donghi. Fue la edad de oro para esta corriente que ocupó y sigue ocupando universidades y centros de investigación. Pero dentro del mismo espacio académico, el paradigma de la historia social comenzó a resquebrajarse hacia fines de los 90 con la irrupción de la “historia cultural” –política, de las ideas, de la vida privada, de las minorías.

El centro más importante de producción intelectual es el Instituto de la Universidad Buenos Aires Emilio Ravignani, dirigido por José Carlos Chiaramonte. Se trata de un espacio pluralista que contiene a académicos como Hilda Sabato, Fernando Devoto, Jorge Gelman –quien dirige la colección de divulgación Nudos– y que fue creciendo al ritmo de la profesionalización del oficio, de la adecuación metodológica a los estándares de los grandes centros de investigación. El otro punto de producción actual es la Universidad Nacional de San Martín, donde encabeza el centro de investigación Luis Alberto Romero. Otro referente de esta corriente es Horacio Tarcus, más centrado en la investigación de los sectores ligados a la producción de pensamiento y acción marxista en el siglo XX argentino.

El fenómeno de la globalización generó un repliegue hacia la reflexión y la introspección histórica, proceso que fue agudizado por la crisis económica política y social de 2001. Con el fin del siglo pasado, una nueva corriente historiográfica –la divulgación o el neorrevisionismo–, cultivada en años anteriores por Félix Luna, entre otros, logró ocupar el espacio social que la historia profesional, encapsulada en su asepsia metodológica, había dejado vacante en la sociedad. Jorge Lanata, con sus dos tomos de Argentinos, Pacho O’Donnell, con El grito sagrado y Felipe Pigna, con Mitos de la historia argentina, son los más exitosos representantes de esta tradición que ofrece miradas diferentes y ocultas de la historia y acerca el conocimiento del pasado a un público masivo.

La pelea, aunque cambien los actores y protagonistas, es la misma. Rigurosidad versus interpretación, cientificismo versus ensayística, elitismo versus popularidad. Mientras la historia profesional tiene el monopolio de la metodología, la divulgación, el de la popularidad. Y en el centro, un trofeo: el derecho a contar la historia, a repensar el pasado y, como dice Alberdi, a decretar cuál es la historia falsa y dictaminar, de esa manera, cuál es la buena política.

Crítica digital, 22 – 11 – 08

La Quinta Pata

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