
Miguel Bonasso
Desde que Jim Jeffries desafió sin éxito al campeón negro Jack Johnson, se acuñó en la jerga boxística mundial aquello de “la esperanza blanca”, que luego se extendería a cualquier actividad humana como símbolo de lo deseado pero improbable.
Si la esperanza blanca parecía poco probable en el campeonato de todos los pesos, la esperanza negra era directamente inconcebible en el ring de la política estadounidense. Sin embargo ha ocurrido, está ocurriendo. Tal vez por esa acertada definición de Bismarck, el Canciller de Hierro, que supo conciliar los intereses de su clase junker con los de una burguesía en ascenso: “Todo político llega tan alto como la ola que tiene por debajo”. Y no cabe duda de que Barack Obama tiene un tsunami bajo la tabla.
Hasta el momento cabe decir que ha sabido surfear con enorme destreza sobre la ola de cincuenta metros hasta alcanzar la presidencia, pero una cosa es conquistar el poder y otra muy distinta lo que se hace después con él. Allí, incluso los líderes mejor dotados hacen lo que pueden y no siempre lo que quieren. “En política –sentenciaba Perón– si uno consigue el 50 por ciento de sus objetivos, se puede dar por muy satisfecho”.
Al relatar su reciente encuentro con Cristina Fernández de Kirchner, Fidel Castro lo sintetizó muy bien: “Expresé que no albergaba personalmente la menor duda de la honestidad con que Obama, undécimo presidente desde el primero de enero de 1959, expresaba sus ideas, pero que a pesar de sus nobles intenciones quedan muchos interrogantes para responder. A modo de ejemplo me preguntaba: cómo podría un sistema despilfarrador y consumista por excelencia preservar el medio ambiente”.
Una reflexión atinada y justa, que excluye el escepticismo esquemático, apostando a la buena fe de quien aparece como emergente de un gran cambio pero no deja de considerar la inevitable tensión entre el individuo y el sistema. En un país donde presidentes como Abraham Lincoln o John Fitzgerald Kennedy fueron asesinados por desafiar el racismo, la intolerancia o ese poder detrás del trono que Ike Eisenhower denominaba “el complejo militar-industrial”.
¿Podrá iniciar Obama las grandes reformas que Estados Unidos (y, en consecuencia, el mundo entero) necesita para lograr la paz y un desarrollo sustentable que no acabe en este siglo con los recursos naturales?
Leer todo el artículo¿Es, como sostienen algunos analistas, el dirigente realista que pondrá fin al sueño hegemónico de la dinastía Bush para reconocer de una vez por todas la multilateralidad internacional? ¿Será lúcido como aquellos estadistas británicos que conformaron el Commonwealth cuando era evidente que el Imperio iniciaba su declinación después de la Segunda Guerra? ¿O se conformará con algunos cambios gatopardescos que eludan la cuestión de fondo?
Las primeras medidas (positivas), su discurso inaugural auspiciando una nueva suerte de modelo rooseveltiano y un regreso a los valores fundantes del país multiétnico que ahora comanda van en la dirección correcta. Pero es el título, falta la nota.
Hace unos veinte años, cuando la Unión Soviética naufragaba como consecuencia de ese “socialismo real” que no era real socialismo, en una larga sobremesa mexicana, en casa del inolvidable Fernando Benítez, escuché con cierta sorpresa una profecía de Gabriel García Márquez: “Estamos viendo la Perestroika soviética, algún día asistiremos a la Perestroika norteamericana”.
No parece que esa circunstancia radical haya llegado, pero es evidente –según las propias palabras de Obama– que la crisis económica, social y de credibilidad hacia adentro y hacia fuera merece “ambiciosos planes” que restablezcan el idealismo y el voluntarismo de los padres fundadores, aquella “reducida banda de patriotas (que) se juntaba ante las menguantes fogatas en las orillas de un río helado”.
“Hoy les digo que los desafíos a los que nos enfrentamos son reales. Son graves y son muchos. No los enfrentaremos fácilmente o en un corto período”.
Nadie sabe aún cuántas brazas más abajo se encuentra el lecho marino de la crisis. Nadie puede asegurar que el neokeynesianismo que propone Obama, con un mercado inevitablemente regulado por el sector público, contará con los recursos para recrear un necesario Estado de bienestar. Estados Unidos disfrutó en los cuarenta de un neokeynesianismo de guerra eficaz, pero la receta dejó de rendir frutos con el belicismo atroz de W. Las invasiones de Afganistán e Irak, unidas a la especulación desenfrenada del modelo neoliberal, influyeron de manera decisiva en la actual crisis económica.
Hacia adentro, desde la campaña hasta el discurso inaugural, Obama se ha preocupado por restablecer la política, solicitando y obteniendo hasta el fervor el apoyo de los ciudadanos de a pie, de los descendientes de aquellos “hombres y mujeres (que) lucharon y se sacrificaron y trabajaron hasta tener llagas en las manos para que pudiéramos tener una vida mejor”.
Hacia el exterior convoca a dialogar al mundo musulmán y admite “que no nos podemos permitir más la indiferencia ante el sufrimiento fuera de nuestras fronteras, ni podemos consumir los recursos del mundo sin tomar en cuenta las consecuencias. Porque el mundo ha cambiado y nosotros tenemos que cambiar con él”.
Efectivamente, no hay mundo futuro posible cuando un solo país devora el 25 por ciento de la energía global y contribuye en igual o mayor medida a ese efecto invernadero, que amenaza cambiar la faz de la Tierra cuando los casquetes polares se derritan y los océanos sumerjan a naciones enteras.
El keynesianismo de Franklin Delano Roosevelt funcionó sobre la base de gigantescas obras públicas y la industria automotriz dinamizando al conjunto de la economía. Hoy la fórmula es obsoleta: la General Motors, cuyo beneficio –según un ministro de Eisenhower– era el de Estados Unidos, está en terapia intensiva, compartiendo la sala con otras corporaciones industriales y financieras.
Estas son algunas de las dificultades objetivas con las que deberá enfrentarse Obama. Además están las subjetivas. Las de los depredadores que le dejaron esta herencia y tuvieron que retirarse abucheados por los ciudadanos de a pie. Los codiciosos que no se esfumaron y han demostrado a lo largo de las décadas que saben cómo acotar el poder ajeno o retomar el propio.
Éstos son los interrogantes a los que seguramente se refería Fidel, que vio desfilar durante su liderazgo a diez presidentes de los Estados Unidos y sólo rescató plenamente a uno, bienintencionado como Obama, que se llama Jimmy Carter.
En cualquier caso, ojalá que la esperanza negra se confirme en los hechos y avancemos hacia un mundo más racional y humano.
Crítica digital, 25 – 01 – 09
La Quinta Pata
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