martes, 17 de febrero de 2009

Muerte lenta de Susan Sontag

Susan Sontag

Antonio Muñoz Molina

El autor de El viento de la Luna recuerda a la escritora y periodista norteamericana y su relación con el final de su propia vida. Cuando supo de su enfermedad, dijo: “Por primera vez, no me siento especial”.

En los escaparates de las librerías de Nueva York hay una bella edición recién aparecida de los diarios de Susan Sontag, con una foto en la portada de una mujer joven de los años cincuenta, o primeros sesenta, morena, con un cierto parecido a Natalie Wood, con un cigarrillo en la mano, sostenido con esa afectada naturalidad con la que en esa época se dejaban retratar fumando los intelectuales. En otro libro donde ella también está en la portada, Susan Sontag es ya la mujer célebre y madura con la melena poderosa cruzada por un mechón de pelo blanco: es la edición de bolsillo de Swimming in a Sea of Death, el testimonio de la agonía y la muerte de Sontag escrito por su hijo, David Rieff, que tiene casi la sequedad de un informe clínico, la tensión insoportable de ese llanto que atenaza la garganta y estallará como un quejido. La simultaneidad de los dos libros, de las dos fotos, traza el arco completo de una biografía. En los diarios Susan Sontag empieza siendo, a los catorce y quince años, una adolescente de una pedantería aterradora, pero también muy cómica, ansiosa por leerlo todo, por ver todas las películas y escuchar todas las obras maestras de la música clásica, melodramáticamente en rebeldía contra el tedio de la vida doméstica y de la provincia americana. Nada es lo bastante elevado para ella: encuentra fallos imperdonables a La montaña mágica y la escritura de Faulkner en Luz de agosto le parece vulgar; leyendo a Gide encuentra por fin un alma gemela: “Gide y yo hemos alcanzado una comunión intelectual tan perfecta...”.

En el diario, como cualquier adolescente, Sontag inventa un personaje de sí misma: lo que asombra es el tesón con que dedicó su vida entera a construir ese personaje, alimentándolo con una bulimia intelectual que le duró siempre, y que tal vez siempre excluyó el ácido corrosivo de la ironía hacia uno mismo, que es uno de los rasgos a los que la adolescencia es impermeable. Muchos años después, cuando ya estaba muriéndose de una muerte lenta y dolorosa que se negaba a aceptar, le confesó a su hijo algo que suena más propio de un adolescente que de una mujer de setenta: “Esta vez, por primera vez en mi vida, no me siento especial”.

A los quince años llenaba su diario con listas de libros, de películas, de óperas y sinfonías que le era imperativo descubrir: después de su muerte, su hijo encontró entre sus cosas recortes de reseñas de restaurantes a los que quería ir y de novedades literarias que ya no había podido leer. Comparaba la voracidad lectora con la sexual, y la entrada del diario en la que cuenta una aventura erótica primeriza con otra mujer consiste sobre todo en la lista de obras musicales –Scriabin, Bartók, Shostakóvich– que escuchaban mientras hacían el amor. El éxtasis no puede ser más elevado: Sex with music. So intellectual!
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En 1975 padeció un cáncer por primera vez. Le dijeron que las probabilidades de supervivencia eran escasas, pero se sometió a la operación más radical de las que le proponían los médicos. Su hijo recuerda los detalles con la precisión de un informe. En esa intervención a la paciente le quitaban “no sólo el pezón y la aureola y la mama entera, sino también los músculos del pecho y los nódulos linfáticos de las axilas, que en el caso de mi madre se habían revelado como cancerosos”. Se sometió a quimioterapias terribles y escribió después sobre la enfermedad con una clarividencia helada. Uno cree pertenecer al reino de los sanos, pero un día le toca descubrir que al nacer le dieron doble nacionalidad y que ahora pertenece también al reino vasto y hasta entonces casi invisible para él de los enfermos, y desde ese día ni uno mismo ni el mundo vuelven a ser los que eran. En los años noventa, cuando se había retirado a una casa de campo en Italia queriendo resolver en la soledad una novela difícil, empezó a orinar sangre. Regresaría el miedo intacto, en el fondo nunca mitigado, la advertencia de que seguía conservando su nacionalidad sombría en el reino de los enfermos, pero le importaba mucho no parar de escribir y no fue al médico ni dijo nada a nadie. Terminó la novela, le hicieron pruebas, le encontraron otro cáncer, un sarcoma uterino.

Lo superó también pero después supo que a un precio muy alto: la quimioterapia que le dieron entonces favoreció el crecimiento de otro cáncer que se reveló unos años más tarde, una forma especialmente cruel de leucemia, que no da a quien la sufre un plazo de supervivencia de más de nueve meses. El relato de David Rieff empieza el 28 de marzo de 2004, en el aeropuerto de Heathrow, en esa desolación de un trasbordo entre dos viajes muy largos. Tiempo de nadie en la tierra de nadie de una sala de espera. Había volado hasta Londres desde Oriente Próximo y esperaba la salida de un vuelo hacia Nueva York. Llamó a su madre para avisarle que volvía y ella le dijo que se había hecho uno de sus análisis habituales y que los resultados no eran buenos. A partir de ahí el libro es una pesadilla iluminada por una claridad como la que no se apaga nunca en los corredores de las clínicas, atravesada por una obsesión como la del enfermo que haga lo que haga está pensando siempre en su enfermedad, sospechado su avance en el cuerpo, su invasión todavía imperceptible. Es la obsesión de Susan Sontag por no morir y la del hijo preguntándose si hizo bien o no en secundar la ceguera insensata de su madre, la venenosa esperanza que la impulsaba a no resignarse y a someterse a tentativas de curación que tan sólo servían para agravar su martirio, a una operación de trasplante de médula que no tenía la menor probabilidad de éxito en una mujer de setenta años que llevaba casi la mitad de su vida minada de un modo u otro por la enfermedad.

“Mi madre se había visto siempre a sí misma como alguien cuya hambre de verdad era absoluta. Después del diagnóstico el hambre persistió, pero su desesperación no era por la verdad sino por la vida.” Susan Sontag no aceptaba para sí el destino común, la fatalidad de desaparecer. Ella, tan especial, ¿iba a morir? Tenía tanto que escribir todavía, tanto que hacer, la esperaban tantos viajes y tantos libros y óperas y restaurantes. Pudo haberse deslizado hacia la muerte con cuidados paliativos y prefirió el tormento de los quirófanos y la quimioterapia. Sólo muy cerca del final pareció rendirse, cuenta David Rieff. Preguntó por él y le pidió que se acercara. “Quiero decirte...”, murmuró apenas a través de los labios llagados. Pero no dijo nada y ya no volvió a hablar. Siguió viva unos días, pero ya estaba lejos, recuerda su hijo. Se había retirado a un lugar muy dentro de sí misma. Uno quisiera saber si antes de extinguirse Susan Sontag volvió a vislumbrar el sueño intacto de la vida futura que había inventado en sus primeros diarios.

Crítica digital, 17 – 02 – 09

La Quinta Pata

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