domingo, 5 de abril de 2009

El último adiós a los grandes líderes

Felipe Pigna

La multitudinaria despedida brindada a Raúl Alfonsín en su entierro tiene pocos precedentes. Solo Yrigoyen, Perón, Evita e Illia concitaron esa emoción y congoja l momento de su muerte.

¿Qué puede haber en común entre quienes lloran a Alfonsín y los que lloraron a Yrigoyen, a Evita, a Perón y a Illia? Mucho más de lo que los amantes de la división de los argentinos estarían dispuestos a admitir. La similitud de las imágenes centradas en aquel Salón Azul del Parlamento invita a un recorrido sobre el protagonista indiscutido de estos días de duelo: el pueblo argentino movido por su dolor, por sus ganas de homenajear, ajeno a las correcciones o incorrecciones de la política. Son los que no van para la foto o para la tele, ni para soltar frases trilladas que nadie escucha. Son los que con su presente silencioso les enseñan a sus hijos cómo se agradece el valor de la memoria.

El primer gran duelo popular del siglo XX fue sin duda el que concitó la muerte de Hipólito Yrigoyen. Tras su derrocamiento en septiembre de 1930 los golpistas civiles y militares lo habían confinado en la Isla Martín García. Tras permanecer más de un año preso en la isla, sufriendo todo tipo de incomodidades y desconsideraciones, pudo regresar a Buenos Aires a fines de 1932. Pero en 1933 estalló la revolución radical de Paso de los Libres y el gobierno de Justo lo envió nuevamente detenido a la isla. Estos traslados no le hacen nada bien a aquel hombre de 80 años y su médico le diagnostica un cáncer en la laringe. El 3 de julio de 1933 por la tarde entró en agonía y pocas horas después falleció. Su familia rechazó el mentiroso duelo oficial decretado por el gobierno de Justo que lo había condenado a aquella muerte diferida.

Al día siguiente una multitudinaria manifestación que cubre decenas y decenas de cuadras lleva a pulso el ataúd que contiene los restos del viejo líder hasta el cementerio de la Recoleta, donde fue depositado en el panteón de los Caídos de la Revolución del 90. Se hacía justicia con el caudillo y aquella multitudinaria despedida tenía un sano sabor a desagravio, de pedido tardío de disculpas por no haber estado allí tres años antes para defenderlo de los "salvadores de la patria" que estaban sumiendo al país en la década infame.
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Para mediados de 1952, en todo el país se multiplicaban los altares, las capillitas para rezar por la salud de Evita. Un ambiente de desolación y tristeza comenzaba a invadir los barrios populares mientras manos anónimas pintaban sobre una pared "Viva el cáncer". Eran manos que venían de otros barrios, donde le deseaban larga vida al cáncer y corta vida a su odiada enemiga. Y el cáncer vivió y Evita empezó a morirse aquella fría mañana del 26 de julio de 1952, cuando le dijo a su mucama Hilda Cabrera de Ferrari. "Me voy, la flaca se va, Evita se va a descansar". A las cinco de la tarde entró en coma y a las veinte y veinticinco, Evita se fue de este mundo. A las 21.36, una voz destinada a pasar a la historia, la del locutor oficial Jorge Furnot, le confirmaba al mundo la noticia a través de la cadena nacional: "Cumple la Subsecretaría de Informaciones de la Nación el penosísimo deber de informar al pueblo de la República que a las 20.25 horas ha fallecido la señora Eva Perón, Jefa Espiritual de la Nación". El país quedó paralizado. El gobierno decretó duelo nacional por diez días. La CGT dispuso un paro general por 72 horas. Aquel sábado 26 de julio, la ciudad se vistió de negro. Los faroles fueron encrespados y enlutados, las calles quedaron casi desiertas y recién comenzaron a llenarse cuando se decidió el lugar donde se la velaría y hacia allí, hacia la "Secretaría", fueron enfilando las multitudes.

Las colas para acceder a la capilla ardiente se contaban por kilómetros y estaban pobladas por hombres, mujeres y niños, abuelos y abuelas. Lloraban como sólo se llora ante la muerte de un familiar muy cercano. No había consuelo. Las zonas aledañas al velatorio se fueron inundando de coronas y humildes ramitos y las flores comenzaron a escasear hasta acabarse. No había más flores en la Argentina y hubo que traerlas de Uruguay y de Chile. Frente al ataúd de Evita se sucedían los desmayos, la gente caía entre sollozos y era atendida por las enfermeras de la Fundación y la Cruz Roja. Aquellos miles ignoraban que el cuerpo de Evita no descansaría en paz por muchos años.

El 1° de julio de 1974 amaneció nublado; no era un día peronista. Los partes médicos alertaban sobre el inminente final para la vida del hombre que había manejado la política argentina a su antojo desde 1945. Para mucha gente era el hombre que transformó la Argentina de país agrario en industrial, de sociedad injusta en paraíso de la justicia social. Para otros menos pero no pocos, era un dictador autoritario y demagogo que terminó con la disciplina social y les dio poder a los "cabecitas negras". Lo cierto era que la política nacional llevaba su sello y como bien decía él mismo, en la Argentina todos eran peronistas, los había peronistas y antiperonistas, pero todos tenían ese componente.

A las 13.15 de ese primer día de julio Isabel, custodiada por el superministro López Rega, dio la infausta noticia: "con gran dolor debo transmitir al pueblo de la Nación Argentina el fallecimiento de este verdadero apóstol de la paz y la no violencia". La palabra del pueblo argentino, la maravillosa música, enmudeció para Perón aquel 1° de julio de 1974.

La Argentina fue un país de colas. Los ricos las hacían para comprar dólares, los pobres para comprar fideos y para darle el último saludo a su líder. Había algo distinto al entierro de Evita. No era tan evidente la división entre las dos Argentinas, la que brindaba con champagne porque se había muerto "esa mujer" y la que lloraba a su abanderada. La sensación era distinta porque el peronismo había ampliado su base electoral por izquierda, pero también por derecha. No eran pocos los conservadores que habían confiado a Perón la misión de pacificador de la Argentina, de última carta para frenar al "comunismo". Así que no tenían mucho para festejar y sin sumarse al dolor popular no exhibían ni pública ni privadamente su satisfacción reparadora de viejos rencores.

Las calles se llenaron de flores y caras preocupadas. Otra vez las lágrimas que cubrieron los rostros de todos y quedaron para siempre en la memoria en la foto de aquel soldado morocho, un "cabecita" dirían los gorilas, llorando desconsolado. La frase más escuchada era "qué va a ser de nosotros". Nadie se engañaba sobre los días que vendrían.

El año 1983 arrancó triste para los argentinos amantes de la democracia: el 18 de enero moría el doctor Arturo Illia. Su velatorio fue una cita obligada para los luchadores contra la dictadura que arrojaron a la calle las hipócritas coronas enviadas por la asesina Junta Militar gobernante. Miles de personas, radicales, peronistas, socialistas, ciudadanos, dijeron presente aquella tarde cuando el cortejo pasó frente al Congreso de la Nación que pronto dejaría de ser el edificio ocioso clausurado por el autoritarismo golpista. Allí se confundían los que se habían equivocado feo allá por el 66 avalando la hipótesis golpista de la "tortuga" y los que siempre habían confiado en aquel hombre decente y eficiente que tan molesto les resultaba a los dueños del poder.

Los duelos unen y sobre ellos no vale la pena filosofar demasiado sino contemplar respetuosamente y aprender de esas multitudes, nuestra gente recordada a la hora de las encuestas y los votos y olvidada a la hora de las soluciones cotidianas y estructurales. Subestimados, ninguneados, allí estuvieron, allí están con su silencio y su presencia, mucho más concientes, memoriosos y dolidos, de lo que los "habitualmente bien informados" puedan llegar a comprender jamás.

Clarín, 05 – 03 – 09

La Quinta Pata

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