Denia García Ronda
La Habana. Cuando Camilo Cienfuegos llegó a Columbia, al mando de su tropa, mi padre era uno de los pocos oficiales del antiguo Ejército que quedaban en el cuartel. Había sido ascendido a capitán unas pocas semanas antes y, no sé por qué razón, Camilo lo escogió para que fuera una especie de guía ante el complejo escenario, no solo urbanístico, sino sobre todo social que allí encontró, y que se complicaría aún más con la llegada del numeroso grupo de rebeldes. A los cientos de soldados que permanecían acuartelados, muchos de ellos sin jefes —lo que descontroló su disciplina—, se unían otros cientos de guerrilleros, nada acostumbrados a la vida de cuartel.
En los primeros días, Columbia era un caos. Los civiles, exaltados por el triunfo, entraban en turba para abrazar a los rebeldes. Estos andaban por todo el campamento con todos los atributos y las costumbres de la vida guerrillera. Dormían donde les entraba el sueño, comían cuando les entraba el hambre, se relacionaban románticamente con alguna de las mujeres que los acosaban, entusiasmadas por sus hazañas.

Camilo llamó a mi padre. La exuberante juventud del guerrillero hizo que desde el principio lo llamara “el viejo”, aunque solo pasaba unos pocos años de los 50. “Esto no puede seguir así —le dijo—; cójame a esos piojosos barbudos, mándemelos a bañar, a lavarse el pelo, y póngamelos a marchar”. También decidió poner postas en las distintas entradas del campamento, podar el césped del polígono cuya yerba, por el abandono de los últimos tiempos batistianos, casi llegaba a las rodillas de cualquier hombre. Distribuyó su tropa por las distintas unidades del cuartel, y responsabilizó a los jefes con su conducta. Además, determinó que los que todavía eran analfabetos, o tenían muy baja instrucción, tomaran inmediatamente clases.
Mi padre, por su parte, escogió a varios sargentos y cabos y los puso —bajo su vigilancia— a enseñar a marchar a los rebeldes. La mayoría se divertía con esta nueva tarea, sobre todo cuando alguno se equivocaba; pero en unos pocos días ya entendían las órdenes y fueron acostumbrándose a la nueva disciplina. Camilo se interesaba por ello. Casi diariamente hablaba con “el viejo” para saber cómo iba marchando todo.
Leer todo el artículoAunque en esos días entré al cuartel varias veces, nunca vi a Camilo; pero sí pude apreciar la camaradería que se estableció entre los vencedores guerrilleros y los vencidos soldados del Ejército batistiano. Muchos de los de ambos bandos eran muy jóvenes y actuaban como tales; algunos se conocían de antes, o eran familia. En una oportunidad pude oír cómo un rebelde le contaba a un guardia sus experiencias —había participado en la batalla de Yaguajay— y el otro lo escuchaba entusiasmado, como si estuviera oyendo un episodio de alguna aventura radial.

Vivir cerca de Columbia me permitió estar en las primeras filas de la multitud que se arremolinó para oír las palabras de Fidel, aquel 8 de enero de 1959. Fue cuando vi a Camilo por primera vez. Transpiraba carisma. Entonces entendí la simpatía que, desde el principio, sintió por él mi padre, quien, ni remotamente, tenía ideas revolucionarias. Él estaba feliz con la tarea que le había asignado el Comandante, y con la confianza que le había conferido. En uno de esos días me dijo: “Si todos los rebeldes fueran como Camilo, yo me haría revolucionario”. Me atreví a decirle: “Pero tú nada más conoces a Camilo”. “Es difícil que haya otro hombre como él”, me contestó.
Cuando el mando de la Revolución decidió eliminar el antiguo Ejército, Camilo llamó a mi padre y le propuso quedarse. “Gracias, Comandante —le dijo—, me ha gustado mucho trabajar para usted; pero este no es mi Ejército”. El abrazo de despedida que se dieron quedó para siempre en la memoria de “el viejo”.
Los últimos días de noviembre de 1959 fueron de angustia compartida en mi casa. Al conocerse la desaparición de Camilo, mi padre repetía constantemente: “Tiene que aparecer, tiene que aparecer”. Yo estaba en el trabajo cuando se corrió la voz de que lo habían encontrado. Lo que sucedió entonces en La Habana es algo indescriptible. Los automóviles, los camiones, los ómnibus, tocaban insistentemente sus bocinas, de los altos edificios se lanzaban miles de papeles, la gente se abrazaba en las calles, muchos lloraban, otros reían histéricamente. Mi madre se apareció en donde yo trabajaba —por supuesto, yo estaba también en la calle— y abrazándome me decía: “¡Apareció mija, apareció!”.
Todavía estaba conmigo cuando fue desmentida la noticia. La algarabía se convirtió, de improviso, en un silencio impresionante. No recuerdo uno mayor en una ciudad normalmente bulliciosa. Las personas se miraban sin hablar, como si no pudieran creer lo que estaba pasando. Nadie lloraba. Era como una catalepsia colectiva. Poco a poco, la multitud que espontáneamente había llenado las calles se fue marchando con pasos lentos, los carros pasaban sin hacer ruido, ni siquiera el viento movía los miles de papeles que se habían lanzado antes. Mi madre me tomó del brazo y solo dijo: “Vamos”.
Mi padre estuvo silencioso durante varios días. Ninguno de nosotros se atrevía a tratar de romper su mutismo. Lo primero que dijo fue: “¿Quién entiende al destino?”.
La Jiribilla, 30 – 05 – 09
La Quinta Pata
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