miércoles, 22 de julio de 2009

Pontiac: caudillo piel roja

Pontiac

Mary Ruiz de Zárate

Nada hay más trágico en la historia de los Estados Unidos que los violentos conflictos entre los pieles rojas y los colonizadores blancos.

Desde el principio hasta el fin de aquella lucha larga y sangrienta donde, por una parte, combatían los que defendían su libertad y sus tierras y los otros por la avidez de riquezas y el afán de lucro y despojo, comenzando por la matanza de Jamestown en 1607, por los ingleses, hasta el estrangulamiento final de las naciones indias por el general Custer, en el lejano Oeste, debe encontrarse la causa fundamental en la política imperialista de Gran Bretaña primero, y de los nacientes Estados Unidos después.

Inicialmente, desde el tiempo de los primeros establecimientos comerciales de los colones ingleses, las potencias europeas como Francia y España, trataron de utilizar e intensificar las rivalidades y antagonismos tribales para que sirviesen a sus intereses.

En el decursar de su lucha defensiva contra una organización social más avanzada que la de ellos, los indios pieles rojas, fueron corrompidos y sus sencillas virtudes escarnecidas, pues ingleses, franceses y españoles, y posteriormente comerciantes puritanos norteamericanos, todos por igual, al comenzar a traficar con los indios, introdujeron a su debido tiempo los vicios, empleando el whisky como un medio de despojo.

Mujeres seminolas, apaches, pies negros, cherokees y los de todas las tribus, fueron víctimas de la lujuria de los aventureros blancos y comenzaron y comenzaron a declararse entre los indios enfermedades desconocidas a sus tribus primitivas.

Las tribus indias no tenían el concepto de los conflictos de clase y por consiguiente no podían comprender la institución de la propiedad privada en sus formas más avanzadas.

A sus ojos, la tierra era como el aire y el sol, un don libre de la naturaleza para todos, que podía ser distribuido, de vez en cuando, pero nunca convertirse en propiedad permanente.
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Frecuentemente antes de firmar un tratado, los colonizadores blancos inducían a los indios a participar en orgías en las cuales corría generosamente el alcohol. Los jefes pieles rojas, que sobrios entendían muy poco de pactos y tratados, en condiciones de absoluta intoxicación alcohólica, cedían sus tierras y vendían las valiosas pieles de los animales que cazaban, a cambio de abalorios. Naturalmente y, con vista a sus consecuencias, después los indios no reconocían como válidos tales ominosos tratados.

Por otra parte los blancos no comprendían la posición de los jefes indios. Considerándolos como pequeños monarcas, creían que un solo hombre podía disponer de las ricas tierras propiedad de toda la tribu. No era ese el caso, pues en el sistema social de los pieles rojas, el jefe dependía de un Consejo de Guerreros que rehusaba considerarse obligado por una decisión tomada inconsultamente. Ante esto, los hombres blancos actuaban como si los infelices indios hubiesen violado flagrantemente un pacto de caballeros; realmente no había caballeros por parte alguna.

Dueños los ingleses, en virtud del tratado de París, de casi toda la América del Norte, los indios, que siempre los habían mirado con recelo, llegaron a odiarlos mortalmente por la injusticia y la brutalidad con que los trataban.

Acumulando estos odios, Pontiac, joven guerrero jefe de los indios otawas reunió en 1763 a su tribu, a los delawares, shawnees, miamis, chipewas y otros, con el objeto de exterminar a los ingleses y expulsarlos de toda la región del Oeste.

Concertada la alianza, inesperada y simultáneamente, atacaron a nueve guarniciones británicas. Mataron a más de cien traficantes e hicieron huir a 20.000 colonos hacia el oeste de Virginia.

Luego de esto, en Machinawk, tomaron el poderoso fuerte y pusieron sitio a Pittsburg, que se salvó de caer en manos indias por el socorro que le prestó una numerosa fuerza del ejército, avisada a tiempo.

En mayo de 1763, Pontiac, ponía sitio a Detroit, importante y floreciente población compuesta en su mayor parte de familias francesas, que se dedicaban al cultivo de la tierra y al tráfico con los indios vecinos.

Al asedio de Detroit, concurrieron las más importantes tribus indias y llegaron a establecer un cerco tan férreo que la población comenzó a padecer necesidades. Convencidos los ingleses de la imposibilidad de romper el cinturón piel roja que apretaba la ciudad por las fuerzas de las armas, comenzaron a utilizar el soborno y la intriga hasta conseguir que se produjeran deserciones en el gran ejército de Pontiac. Así, una tras otra, las tribus fueron abandonando la lucha hasta quedar abandonado Pontiac. Esta situación determinó el levantamiento del sitio, ante la imposibilidad de continuar el asedio.

Los indios otawas se retiraron al oeste, junto a los delawares. Seguidamente los ingleses encargaron al general Bradstreet que, con 1.100 soldados, persiguiese a Pontiac hasta exterminarlo o reducirlo a la obediencia mediante la firma de un tratado de paz.

Astutamente, Bradstreet sedujo a los principales jefes de las 22 tribus del Niágara y logró concertar un tratado en 1765. Los delawares y los shawnees no firmaron y se replegaron al norte, llevando a su frente a su valiente caudillo.

En Illinois, Pontiac convocó a los jefes de tribus a una junta, a fin de levantarlos nuevamente. En esa reunión un indio traidor, vendido a los ingleses, lo mató. Así terminó la guerra del gran jefe piel roja, que mantuvo en jaque a los ingleses durante tres años.

Hoy, irónicamente, el mundo entero conoce de la calidad de una marca de automóviles que lleva el nombre del famoso guerrero otawa. Y cuando raudos pasan los autos, producto de la avanzada industria del poderoso país, con su característica insignia plateada del perfil agudo de un indio con una pluma roja en la frente, muchos desconocen que fue precisamente un Pontiac, el mayor enemigo de los creadores de la nación sin nombre, de los llamados Estados Unidos.

Juventud Rebelde, 27 – 01 – 70

La Quinta Pata

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