sábado, 19 de septiembre de 2009

Carlos María Domínguez: “todo narrador está cegado por su propio relato”

Virginia Beccaría

Después del éxito de La casa de papel (cien mil ejemplares vendidos en todo el mundo), el escritor radicado en Montevideo pasó por Buenos Aires y habló de su nueva novela.

Lejos de las orillas que lo inspiran, Carlos María Domínguez está, solo por dos días, en lo alto de una torre desde la que se ve toda la ciudad. Aunque se haya ido, no puede negar que lo cautiva. Domínguez (1955) nació en Buenos Aires, se crió en Olivos, orillas de las que la dictadura lo alejó. Volvió al río en 1989, cuando se radicó en Montevideo, donde vive actualmente. Es autor de las novelas Pozo de Vargas (1985), Bicicletas negras (1991), La mujer hablada (1995, premio Bartolomé Hidalgo), Tres muescas en mi carabina (2002, premio Juan Carlos Onetti). También escribió biografías (El bastardo. La vida de Roberto de las Carreras y su madre Clara, 1997), cuentos (Mares baldíos 2005), libros de investigación (Delitos de amores crueles, 2001), obras de teatro (La incapaz y Polski), entre otros libros.

Como periodista, su actividad no es menos prolífica. Fue secretario de Redacción y director de la revista Crisis, jefe de Redacción de Brecha, encargado de las páginas literarias de Búsqueda, y actualmente colabora en Brecha y El País Cultural.

En Uruguay, su obra comenzó a tener difusión creciente con La mujer hablada, una novela que transcurre en los años 40 en Berlín, Buenos Aires y Montevideo y narra la historia de un nazi que quiere armar una colonia pastoril alemana en Uruguay. Su novela La casa de papel obtuvo los premios de la Fundación Lolita Rubial y de los Jóvenes Lectores de Viena, Austria, y en 2007 fue finalista del Athenas Price for Literature, en Grecia; vendió más de 100.000 ejemplares y fue traducida a dieciocho idiomas.

Acaba de publicarse su nueva novela en la Argentina y Uruguay, en los próximos días saldrá en España, Alemania, Italia, Holanda, Grecia y Rumania. La costa ciega (Mondadori) “es como una máquina de ilusiones –dice Domínguez– en la que están involucrados los dos personajes que se encuentran en la ruta, los ingleses en Nueva Palmira, la mujer que escucha la historia, el narrador y el lector. De alguna manera el título responde a la percepción de esa gente que entra en relación, pero no logra verse.”

–La novela aborda la dictadura del 76 desde laterales poco convencionales.
–Es difícil incorporar la dictadura y sus secuelas a la ficción, porque el horror siempre termina capturando la identidad de la novela o cualquier forma posible de la belleza. No es el tema del libro, pero es la encargada de generar una vastedad de confusiones y malentendidos. Sin duda fue una experiencia histórica que marcó a mi generación. No nos pasó nada más intenso, más fuerte, más decisivo que la dictadura. Pero el hecho es que nosotros seguimos viviendo, como los personajes de esta novela. Siguieron pasando cosas. Hay generaciones e interlocutores muy válidos que no conocieron esa experiencia, y si la perciben lo hacen desde una sensibilidad completamente distinta, como puede ser el caso de mi personaje Camboya.

–Ahí se ve la huella de la dictadura en una generación muy posterior y bastante desmitificada. Ella no quiere cargar con el fantasma de su tía desaparecida.
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–Quiere encontrar un espacio individual, personal. Y sin embargo se va identificando en el transcurso del relato con esa tía. Pero no desde la bandera política, sino desde el equívoco, cuando su vida se ha convertido en un lío tremendo. Me interesó la posibilidad de confrontar a este veterano, que sí participaría como un hombre de mi generación, que vivió una experiencia terrible durante la dictadura, con esta otra percepción. Se da un doble juego en el que se entienden y no se entienden. La novela tiene un mecanismo como de reloj, donde pocas cosas son gratuitas, todo se ensambla, uno conoce los secretos del otro pero nunca se lo dice. El lector ocupa un lugar privilegiado, el lugar de Dios, porque el narrador es omnisciente. Todos los secretos que se les caen a los otros de los bolsillos los recoge y los pone en evidencia. Sin embargo ese narrador ya no puede narrar como lo podía hacer Tolstoi o la novela decimonónica. Hay algo de la realidad que se le escapa, que es lo que está pasando a su alrededor. Está ciego, como Homero. Todo narrador está ciego. Cegado por su propio relato, por su propia imaginación.

–El modo que elige para contar la historia, casi de boca en boca, tiene que ver con cierta dinámica de los pueblos.
–Hay una serie de puentes por donde yo llego al lector, de diálogos incluso, que van tejiendo ese orden dramático. La novela hubiera sido un melodrama si ellos se hubieran reconocido. Lo que la salva es que esa frontera yo nunca la piso, el narrador no la pisa. Pero se construye en el diálogo con la mujer que escucha el relato. Que muchas veces se interrumpe, molestan, discuten acerca de la historia.

–Donde hay cosas que uno no termina de saber.
–Si Ema no lo hubiera interrumpido en ese momento, él le hubiera contado otras cosas. La interrupción es lo que lo hace derivar hacia otro lado, y después intentar retomar… y en esa interlocución es como si ella la escribiera con él. Eso le da como una intimidad a la historia. Y la hizo atractiva para mí, poder narrar en tres tiempos simultáneos: lo que pasa en el parador, en esa playa de Valizas en invierno, y en el pasado, en Buenos Aires y en Nueva Palmira. Es como estar haciendo malabares con tres bolas en el aire. Y mantener la atención ahí, sin que se desdibuje la trama.

–Usted hablaba de la participación del lector. En la novela el objeto libro tiene también un rol importante, y desde ya en La casa de papel.
–Uno se enamora, por lector, del objeto, del soporte libro. En La casa de papel juegan un rol fundamental. En este libro, el personaje de Rosie va tratando como amigos a los distintos personajes de la literatura. Los libros son amigos inseparables, míos. Esa estructura de papel cosido y pegado me parece realmente fuerte. Incluso, al extremo de operar como ladrillos en La casa de papel. Claro, lo destruyen el agua y el fuego, pero sobreviven miles de años.

–Los personajes van y vienen de la ciudad y del pueblo, como ya sucedía en otras novelas suyas.
–Sí, yo en general he estado transitando por los márgenes de las ciudades. Las costas de Colonia o de Rocha son zonas que vuelven, por hache o por be, a mi literatura. En las orillas está el centro de la historia que todavía no contamos. No hay por qué atarse al asfalto para dar cuenta de la vida. Tal vez, en los pueblos chicos como Palmira, Carmelo, que aparecieron en las otras novelas, con esa posibilidad de hibridación de los personajes y la forma de vida, todo esto se significa de otro modo. Quizá sea un punto de referencia que yo dejé de vivir en Buenos Aires y me fui a vivir a una aldea en Montevideo.

– ¿Cómo sabe que la obra va bien encaminada?
–Cuando un escritor se aburre, aburre al lector. Si yo me puedo divertir después de tres años de trabajar y trabajar, y de haberla reescrito, no sé, más de veinte veces, digo que entonces está bien. Se ve que puede funcionar. Cuando empiezo a escribir algo y veo que me estoy aburriendo, paro. Y digo no, por acá no es. A veces, la crítica o el lector presumen que todo está dado de antemano cuando ven una obra realizada. Pero en la experiencia, nunca es así. En general el interés coincide con un desafío, un trabajo donde hay recursos que resolver.

Crítica Digital, 19 – 09 – 09

La Quinta Pata

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