viernes, 13 de noviembre de 2009

El neuropsiquiátrico sobre la calle Norte

Delfina Acosta

Estaba yo hablándole con toda la vehemencia de mi razón; sin embargo era inútil que tratara de persuadirle, que intentara convencerle de que juntara sus fuerzas.
La lluvia caía con el juicio perdido y de un momento a otro podía arrastrarla, como arrastra a su salvador quien, llevado por la corriente de los jacintos de agua y de los remolinos, se está por ahogar.
No me hacía caso.
Y las aguas venían por ella.
Ya se habían desprendido algunas ramas del gomero; el espectáculo que presentaba el firmamento, con los rayos precipitándose como los caballos que se desbarrancan guiados por jinetes suicidas que profesan otra fe, me llevaban a pensar en lo peor.
Hablé en lenguas.

Un relámpago con su estela de ozono iluminó varias veces el rostro cruzado por el espanto de la desconocida mujer a quien intentaba socorrer.
Sin embargo, no hubo caso; sus manos se desprendieron débilmente de las mías y la corriente la llevó...
A partir de ese día profeticé. Profeticé a menudo.

Y cuando profetizaba mi nuera me decía que no me hiciera. Apenas me ocurrían las profecías, que me venían fáciles, ella, hija de su madre, se metía en la cocina a prepararme té de tilo caliente que yo solía escupir.
Después de profetizar la llegada de los estorninos sobre nuestras cabezas, dicen que enfermé.

Mi esposo se negaba a firmar la orden para que me metieran en el neuropsiquiátrico, sin embargo, tanto insistieron, tanto fundamentaron, tanto se plantaron en la idea de la internación mi hijo y mi nuera, que David se zafó de la situación con la siguiente frase: “Hagan los que les parezca”. Y se fue a tomar sombra debajo de los cítricos, que era su manera de largar un profundo suspiro y pensar en otro tema.

Y yo aquí estoy.
Francisco, el más nuevo de los internos, junta en un frasco de mayonesa hormigas rojas y negras.
Tiene la mirada caliente, y se cuenta a sí mismo historias de cuando la mar estaba en zozobra y las naves de bandera irlandesa pasaban dejando un flamear de gaviotas chilenas, y él se hallaba dentro de un caracol, o sea, sin poder salir de sí mismo; tan maniatado estaba por las fuerzas de las fieras marinas que le impedían hacer lo que su voluntad le mandaba, que en su derecho enloquecía de impotencia.
El asilo está en calma.
Yo tomo el pedido de la gente que quiere ir al mar, a las costas marinas de Punta del Este, a los acantilados del Atlántico; les prometo que en cuanto me alivie estaré en las playas salitrosas, y les traeré los envases de los caracoles y las caracolas de las que se cuenta que tienen el perpetuo rugido de las olas en su interior.
Aurora me pide una fotografía del atardecer sobre las olas, cuando los flamencos están ya lejos y las aves cazadoras de peces empiezan a levantar vuelo.
En el fondo guarda la esperanza de que la lleve conmigo.
Matías no confía en que yo me vaya a curar porque los perros me tienen bronca, y esa es mala señal.
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No hablamos sino de irnos de este sitio las veces que estamos en mayoría, en el patio, y se queda sola la enfermera, Ángela, cumpliendo su horario de guardia en la oficina azul. Ángela borda para aplacar sus nervios erizados, y cuanto más nerviosa está, más rápidas y más hermosas le salen las bufandas, las mantillas y las servilletas de las manos. Qué cosa, digo...

Los internos queremos irnos.
Pero las paredes son altas. Tienen el cuerpo de tres escaleras de albañil.
Pasa fresco y rápido el día aquí; las enfermeras nos dan la razón en todo, menos los médicos, y en especial el Dr. Álvarez, que quiere, a punta de lapicera, que le diga toda la verdad, y la verdad es lo que le vengo diciendo cientos de veces, de modo que no hay manera de entendernos. Y así, no entendiéndonos, es como se va desgastando la relación, y para quebrarle el ánimo me quedo muda cuando me pregunta cómo estoy, o qué comí; claro que si insiste un poco, un poquito más, le doy conversación sobre mi amigo Pedro.
Pedro tiene una piedra lunar en el pequeño ropero de su habitación; por una confianza que no le conviene (todo hombre tiene su precio) me cuenta que venderá por mil dólares la piedra aquella, una vez que se encuentre libre; está convencido de que no se la voy a robar pues vengo de una familia de bien y tengo miedo de sus puños.


Pedro dice que trabajó en un Observatorio; creo que no aprendió las revelaciones sagradas de los gases, el ozono, el nitrógeno y las rocas y los satélites y los asteroides. Como toda la gente que no sabe casi nada, que se cultiva solo de suerte, es de querer explicar todo y de hablar mucho. Y por esos enredos y nervios que tiene la conversación, soy yo quien termina explicándole que la luna es un satélite del planeta Tierra, y le cito a Galileo, y él se queda observándome, enroscado, con sus ojos de langosta.
Pero María, que me suele hablar de una tía de apellido Álvarez, que es condesa, miente, pues en un momento dado te dice una cosa azul y después te cambia el color de la cosa, mezclando todos los colores, de modo que no se sabe si habla en celeste, en rosado o en beige.
Yo le suelo decir: “A ver, cuéntame de cuando fuiste bailarina de gran reconocimiento público y levantaste tu pollera para agasajar al presidente de la República en el teatro municipal”. Y ella, por un cigarrillo me cuenta la historia, y la historia le va creciendo, creciendo, inflada por la mentira, y tanto le va creciendo, que a veces le cuesta trabajo saber en dónde quedó cuando me venía contando lo que me contaba; un sudor espeso le corre por la frente entonces, y con los ojos muy abiertos me cuenta una historia diferente, pues se pierde en su propio relato, aunque yo finjo cara de suspenso hasta que acabe de fumar.
Y luego se calla, y me observa, y yo le digo que me cuente de cuando se fue a rescatar los cerdos de la granja del cura párroco que cayeron en el abismo. Y ella se pierde, se confunde, pero le animo ofreciéndole otro cigarrillo, y entonces le viene un ah..., un claro pues..., un suspiro de recordación a los labios, y me dice que les iba hablando con la autoridad del Nazareno a los marranos, los cuales, trepando por el peñasco subieron, los treinta y tres que eran, y se metieron en la granja para engordar, pues Dios manda que sus criaturas más amadas engorden. Yo le sigo pasando cigarrillos para que me cuente a ritmo de bocanadas de humo historias por mí inventadas. Pero una vez que ya no puede más se va, sin pedirme permiso, por los pasillos, tosiendo.
Y riendo.
Picarona es la María.

Antonio a veces se cree tapia y por lo tanto, inofensivo. Suele quedarse allí, al lado de un pescado gigante que pierde agua amarillenta por la gran boca de yeso; no hay manera de que se mueva, porque no está en su juicio salir de sus costras húmedas, de aquellas hojas salvajes que dan vueltas por su columna vertebral, mientras le caminan las hormigas culonas y una lagartija de color verde y amarillo trepa por su cuello.
Él no me escucha. Y yo no hablo. Pero si hablo no sabe que digo lo mismo que dije ayer, y anteayer, es decir hace mucho tiempo. ¿Y qué le digo? Pues que este es un lugar donde las conversaciones son traídas y llevadas por el viento, que hay que hablar con mucho cuidado y precaución porque he aquí que el soplo de los árboles, el soplo que de por sí es chismoso y tiende a deformar, a difamar, cambia las buenas y juiciosas palabras por frases engañosas, por conspiraciones y por planes de asesinato.

Ocurre que los internos nos encontramos peleando, a veces, y surge dando gritos, entonces, alguien que me condena por haber conspirado contra su persona, y yo me encuentro en la necesidad de decirle, de jurarle que no dije ni jota, para salvar mi vida.
Sin embargo, en honor a la verdad, hay que decir que la gente de este asilo no pasa de los enojos.
En el fondo nos queremos. Y cuando alguien se va, llevado por sus parientes, le deseamos la mejor de las suertes allá, afuera, que es donde realmente la Tierra da vueltas sobre su eje. También le pedimos que nos envíe misivas.
Mas esas cartas nunca llegan.
Una sola vez, un interno, que nos caía en gracia porque era tartamudo, nos escribió una carta a cada uno de los que quedamos adentro cuando él partió. Decía, contaba grandes calamidades y bellezas del mundo, como que la gente se había convertido a la religión cósmica. Y bueno, una noticia así, redonda, que no se sabe por qué lado tomarla, pero que instala en la voluntad de los desafortunados un ánimo de pasar a ser parte de una orden misteriosa, para convertirnos - por fin - en objeto de curiosidad y envidia, entusiasmó a algunos internos, que también deseaban formar parte del movimiento cósmico.

Miguel, el bizco, hombre de fumar cigarrillos de los fuertes, y Juan y Pedro, que usaban corpiños puntiagudos debajo de sus camisas, y se pintaban los labios con coloretes liláceos sin que a nadie importara un bledo, se metieron a andar desnudos por los pabellones del asilo al caer el atardecer. Tan extraña y gravemente les cayó la religión contra natura.

Hay una luz siempre prendida en la dirección. El nuevo director nunca duerme, dicen. Nos conoce a todos. Eso también dicen.

El doctor Velazco Quintanilla es delgado, casi liso, visto de costado, usa anteojos oscuros, y anda generalmente relajado por los pasillos; a fin de año irá a Europa y vendrá una mujer en su reemplazo.
Lo noté preocupado la última vez que conversamos.
Me miró fijamente, pero le iban pasando de largo por los ojos las historias que le contaba; le hablé de los bichos, o como sea que se llamen. Y le dije así: “Esos microbios con luz propia que suelo guardar en mi cajón, algún día, antes de abandonar este sitio, se los dejaré a Magdalena, pues ella nunca ha tenido marido, ni hijo, ni sobrino, ni hormiga que le pertenezcan”.
Distraídamente me escuchaba. En verdad no me escuchaba cuando le advertía que ya eran muchos los microbios en mi gaveta, y que yo igual les daba de beber de mi sangre para que se alimentaran, sin importarme que mañana pudieran ser más y la debilidad me dejara muerta o dormida sobre el camastro.
- No corre riesgo de morir - me dijo sin decirme, pues su voz como venida desde afuera.

Los microbios se me pegaron por culpa de algún interno. Tienen alas pequeñas y frágiles, pero no son mariposas. A menudo me causan impresión a pesar de conocerlos tanto ya. Mi imposibilidad de describirlos me suele poner en aprieto ante el Director, que me pregunta por ellos, por la forma de sus antenas y de sus ojos, y anota cosas en una hoja.
Pero el caso es que un día me harté.

Y entendí que debía apartarlos - definitivamente - de mi existencia.
Eché llaves al cajón después de haberlo fumigado. Pero noche tras noche vienen, con sus luces de luciérnagas hasta mí. Estos microbios no se eliminan lanzándoles un perro. El mundo sería fácil si nos sacáramos de encima a las plagas con los ladridos.
A veces llamo a gritos a la enfermera.
Y ella viene y me dice que los bichos ya se están yendo por donde vinieron, y me pasa una píldora azulina.

Hago amistad, en los últimos tiempos, con Adelaida. Ella es sana, como me dice bajo juramento, pero los parientes no se lo creen, o prefieren no creerla, como ocurre la mayoría de las veces con los internos.
Cuando aparecen las visitas, los días lunes y miércoles, las mellizas Juana y Amparo, que están locas de atar, se quedan sentadas en la sala de espera, y huelen a lavanda, que es como oler a salud, o higiene, y ponen su intención de obedecer a cualquier orden de su madre, y así, para mostrar que no está en ellas la rebelión propia de quienes han perdido la cabeza, aceptan los consejos de su preceptora que les dice que no salten el desayuno, ni el almuerzo, ni la merienda, ni nada. La madre les dice que están de pasada nomás en este sitio, que es una institución donde se enseña buenos modales a las chicas de la alta sociedad. Y ellas, alentadas, comen aseadamente los alfajores y los bizcochuelos.
Se quedan mirando nomás el techo, y sus ropas limpias hechas con tela de tafetán las mantienen estáticas, pues no, ni modo que se larguen a jugar con la tierra haciendo figuras de relojes con el lodo, y ni modo que repitan la hazaña de ir, como cuando eran niñas, a buscar un tordecillo para volver con las prendas de vestir llenas de abrojos a la medianoche.
Yo estoy curada, pero en mi casa están enfermos.
Empecemos por el tío Matías.
¿A qué venía a la biblioteca ? Se sentaba sobre el sillón de mimbre, aspiraba el olor de humedad de la sala como un perro, mantenía inclinada su cabeza durante una hora, y salía después de leer el libro de las muchas revisiones a gritar que el fin del mundo estaba cerca.
Mi tía Angélica solía largar un suspiro cuando eso ocurría.
Había que encerrarlo.
Pero a la tarde, cuando las gallinas venían al corral, y cloqueaban, él se largaba a charlar como hombre sano, y sano y lúcido para las matemáticas, le pasaba a la tía los billetes de más de tres ceros, y ella iba contenta al mercado, mientras el tío Matías me largaba recomendaciones sobre mis propósitos para que me fuera bien en la vida.
Y lo que se llama irme bien en la vida, no me iba mal, hasta que él, precisamente él, que tenía delirios de profeta, y que calumniaba contra los sacerdotes católicos, me dijo que debía dejar mis nervios en reposo, y me dio la receta de un baño frío en una tinaja de tilo fermentado.
Mucha fermentación y ningún resultado.
Pero ya no quiero recordar aquel capítulo de mi existencia pues el disgusto me viene, y no tengo un pucho a mano.
En esta casa de enfermos no todos están enfermos.
Hay quienes dicen que se van a fugar.
Pero no es fácil fugarse porque el mismo cielo estrellado de la noche es como una alambrada eléctrica que frena la osadía de los dispuestos a fugarse. Las descargas de luz de las estrellas y de los luceros caen sobre sus formas que parecen grandes pájaros nocturnos, y al rato se escucha la voz del cuidador en el megáfono pidiendo refuerzo pues las aves están por salir del corral.
Y al instante caen sobre ellos los enfermeros, pero suele haber algún interno que tiene suerte, y que levanta el vuelo, el raudo vuelo de un gran pájaro nocturno, y va a parar del otro lado del muro, que es donde comienza la dimensión de la libertad, pero también están los acarreadores de botellas y latas y desperdicios que dan la voz de alerta al verlos, y atraen la atención de los borrachines del bar de la cuadra. Ellos, bebidos como están, no pueden sentirse más felices sujetando a un prófugo, y así, arrastrándolos de los brazos y de las piernas, borrachos como una cuba, traen al infeliz de regreso al hospicio.
De estas cosas me entero al día siguiente.
Estoy cansada.

Muy cansada....
Yo también me quiero fugar.

La Quinta Pata, 13 – 11 – 09

La Quinta Pata

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