Marcos Roitman Rosenmann
Las noticias que llegan de Chile no son alentadoras. Nada parece tener sentido en medio de una política de violencia gubernamental cuya máxima consiste en seguir desplazando la frontera del pueblo mapuche hacia regiones más australes e inhóspitas, donde sobrevivir es un milagro. Se trata de robar y negarles los legítimos derechos sobre sus territorios. Pero esto no es nuevo. Durante el mandato de Jorge Alessandri, en los años 60 del siglo XX, un terrateniente perteneciente a la vieja escuela permitió a sus pares seguir con la usurpación de los territorios mapuches. Igualmente, bajo su gobierno, se consumó el exterminio de los indígenas patagones. Desaparecieron sin que se derramase una lágrima. Salvo en documentales, nadie recuerda su existencia. Algo similar ocurre con los indígenas onas en el extremo austral. Su población disminuye constantemente. Pero esto sigue y suma. En el periodo dictatorial, al tiempo que se tortura, asesina y desarticulan las organizaciones indígenas, se enajenan las tierras comunales, distribuyéndose entre los hacendados pinochetistas. En los años 90, cuando muchos saludaban el fin de la dictadura y auguraban tiempos mejores, el pueblo mapuche seguiría acosado y perseguido. Se criminalizan sus reivindicaciones y se da rienda suelta a una de las más feroces represiones ejercidas por gobiernos electos democráticamente. Su impulsor será el entonces ministro de agricultura de Patricio Alywin, Juan Agustín Figueroa, gran latifundista y con intereses económicos en los territorios mapuches, donde tiene sus propiedades. Fue el inductor de aplicar las leyes antiterroristas que han llevado a la cárcel a más de 50 lonkos y justificado la tortura a manos de las fuerzas de orden público. Esta política siguió bajo el gobierno de Eduardo Frei hijo, con la construcción de la presa hidroeléctrica Ralco. Su puesta en funcionamiento acabaría por destruir el patrimonio cultural de los pehuenches, dejando bajo sus aguas una parte fundamental de su arquitectura, cementerios y centros de culto. El etnocidio se consuma. Fueron presionados, violentados y obligados a trasladarse a las regiones altas de la cordillera de los Andes con temperaturas inferiores a cinco grados bajo cero en invierno. No sólo les quitaron sus pertenencias y territorios, han roto su ecosistema y profundizado su pobreza. Endesa, la empresa propietaria, se lava las manos amparándose en las leyes vigentes que avalaron el proyecto.
Sin embargo, antes de llevarlo a cabo, los estrategas chilenos estudiaron posibles conflictos emergentes. En un viaje de Estado, se presentaron en México acompañados por el embajador de Chile. Se reunieron con las autoridades de Gobernación para empaparse de la estrategia contrainsurgente desplegada en Chiapas contra el EZLN. Había que estar prevenidos y tomar ejemplo. Las autoridades chilenas siguieron las instrucciones al pie de la letra. No se cortaron un pelo, militarizaron la región buscando desarticular las comunidades y encarcelar a sus líderes naturales. De paso crearon organizaciones bastardas con las cuales negociaron la venta y el desalojo de los territorios pehuenches. Un diseño sin fisuras. Tras la inauguración de la presa, los nuevos asentamientos no tienen luz eléctrica y su costo es prohibitivo. La presa Ralco no iba a producir electricidad para la población, se trataba de beneficiar a las industrias contaminantes de la minería y la celulosa de papel. El daño al medioambiente de la región es irreversible.
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