Alfredo Saavedra
Juan Pablo II está en espera de una santificación que no merecerá después de la revelación reciente de que igual que su sucesor, el actual Papa Benedicto XVI, encubrió abusos sexuales en niños, perpetrados por destacados miembros de la curia que de diferentes formas recibieron protección del Vaticano, tras sus fechorías en contra de menores que en su momento la autoridad de la Iglesia creyó sellar en los secretos del ministerio eclesiástico.
Cierto que Juan Pablo II, venerado por las multitudes de la grey católica y elevado a la categoría de héroe por el liderazgo político de Occidente tras la caída del bloque socialista, soslayó una participación directa en ese encubrimiento, pero su conocimiento del criminal cometido no lo absuelve de responsabilidad. Parafraseando la máxima popular de que hechor y consentidor pecan por igual, queda esa mácula en el pontífice polaco en espera de canonización.
Desde luego que quien está ahora en el ojo del huracán de la crítica es el actual pontífice Benedicto XVI, a quien se le atribuye responsabilidad en la alcahuetería en los desmanes de la curia en su totalidad ya que durante el papado de Juan Pablo II tuvo la prefectura de la Congregación por la Doctrina de la Fe que suponía, entre otros deberes, la guardianía de la ética profesional de la curia. Se reporta que en 1980 cuando Benedicto era el cardenal Joseph Ratzinger y arzobispo de Munich, le fue reportado el caso del cura Peter Hullermann, quien habría abusado sexualmente a niños de su jurisdicción parroquial y a quien el arzobispo en lugar de retirarlo del sacerdocio recomendó tratamiento psicológico para que al poco tiempo regresara a su posición curial. Pero como Hullermann reincidiera en su desviación pedofílica molestando a muchachos acólitos, recibió su merecido al ser enviado a la cárcel.
Durante el ejercicio papal de Juan Pablo II, fue notorio el caso del sacerdote Lawrence C Murphy, de Wisconsin, quien habría asaltado sexualmente a unos 200 chicos de una escuela de sordos. Se estima que el caso trascendió a conocimiento del Papa, pero no se tomaron medidas en contra del padre Murphy, quien tras pedirle clemencia al cardenal Ratzinger, ya entonces a cargo de la investigación de esos hechos, le fue permitido continuar como cura y aunque restringido un su ejercicio sacerdotal, al morir fue sepultado con sus ropas talares.
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