domingo, 19 de septiembre de 2010

Arrebato represivo en Francia: urgencias sociales, obsesión securitaria

Laurent Bonelli
(Traducción: Florencia Giménez Zapiola)
“Restringir las libertades no nos ha conducido por caminos más seguros”, afirmaba en mayo pasado Nicholas Clegg, el vice-primer ministro liberal-demócrata británico. Se trate de los romaníes o de los suburbios, los dirigentes franceses están persuadidos de lo contrario, aunque la opción represiva contiene los gérmenes de su propio fracaso.

Déjà vu
Es la triste sensación que deja la secuencia iniciada en julio pasado en Grenoble y Saint-Aignan (departamentos franceses de Isère y de Loira y Cher, respectivamente). Unos jóvenes murieron al intentar escapar de las fuerzas del orden y de la violencia generalizada que estalló en el lugar donde vivían. El gobierno anunció su firmeza en la lucha contra la delincuencia y la puesta en marcha de un nuevo plan de acción. Los sondeos confirmaron la pertinencia del plan pero algunos representantes de la oposición, intelectuales y asociaciones de defensa de las libertades fundamentales protestaron contra la exageración de las medidas proyectadas.

Los lugares y los actores han cambiado pero desde hace aproximadamente treinta años la trama sigue siendo asombrosamente parecida. ¿No se hizo nada entonces? El ministro del Interior, Brice Hortefeux, explica: “La lucha por la seguridad derriba todos los clivajes tradicionales. Hay quienes conocen las realidades y actúan (y quienes las niegan para no cambiar nada). Nosotros tenemos el coraje de las palabras, la obstinación de la acción y la obligación de los resultados” (1). Rara vez el voluntarismo se expresa con tanta fuerza como sobre este tema. Veamos si no: entre 2002 y 2010 se votaron no menos de trece leyes específicas; más de cuarenta modificaron el código procesal penal y más de treinta, el código penal. Y hoy el gobierno francés y algunos miembros de la Unión para el Movimiento Popular (UMP) proponen castigar penalmente a los padres de los menores delincuentes reincidentes, despojar de la nacionalidad a algunos criminales, desmantelar trescientos campamentos ilegales de romaníes antes del mes de octubre e incluso sancionar a las municipalidades que “no cumplan con su obligación de velar por la seguridad”.
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¿Por qué esta obsesión securitaria? Algunos esgrimen que el resurgimiento del debate sobre la seguridad probablemente apunta a hacer olvidar los efectos sociales de la crisis económica, las múltiples repercusiones del “affaire Woerth” o el impopular proyecto de reforma de los jubilados. La explicación sigue siendo insuficiente. Desde fines de los años 1990 en Francia –pero también en Gran Bretaña o en Bélgica– la “inseguridad” adquirió el estatus de categoría política con todas las de la ley, con el mismo título que “la economía” o “lo social”, en el seno de las cuales se encontraba inmersa desde hacía mucho tiempo. Incluso se independizó y se impuso como una de las maneras predominantes de hablar de la realidad cotidiana de los ambientes populares. Así Sarkozy explicaba, en un discurso del 18 de marzo de 2009, que “la inseguridad es la primera de las desigualdades, la peor de las injusticias: golpea con toda su fuerza a los más débiles, los más precarios, los que no tienen los medios para instalarse en los barrios lindos”. En boca de un presidente que se distinguió desde su asunción por la implementación de un escudo fiscal que protege a los ricos del tormento de la redistribución por el impuesto, esas palabras resultan significativas.

Pero la idea ahora forma parte del sentido político común, incluso dentro de la izquierda. En el Partido Socialista (PS) la delincuencia, que fue percibida durante mucho tiempo como una consecuencia de las desigualdades sociales, es ahora aprehendida como uno de sus principales fundamentos. “Los ambientes populares no discuten que haya causas profundas para la delincuencia: el hábitat precario, las condiciones de vida precarias, la falta de trabajo y la discriminación. (…) Pero saben que la acción sobre estas causas lleva tiempo y que ellos no pueden esperar” (2), explica el ex primer ministro francés Lionel Jospin.

Desigualdad social y delincuencia
Esta disyunción entre la “inseguridad” y las cuestiones sociales y económicas es crucial para comprender el debate actual. En efecto, desde el momento en que el trabajo sobre los orígenes de la delincuencia se remite a un futuro indefinido, solo resta hacer de la responsabilidad individual del delincuente (incluso de la de sus padres) el principal eje de intervención pública. Una filosofía liberal como esa, que percibe la sociedad como una yuxtaposición de actores racionales, libres e iguales que actúan en función de un cálculo costo/beneficio, impregna tanto las declaraciones de Eric Ciotti –secretario Nacional de la UMP encargado de la seguridad–, cuando declara que “la mejor de las prevenciones es en principio el temor de la sanción” (3), como las de Julien Dray –diputado socialista de Essonne– quien el 16 de julio de 2002 explicaba en la tribuna de la Asamblea Nacional: “No se elige el lugar de nacimiento, pero se elige su vida, y se elige volverse delincuente”. Ahora bien, aislar al individuo de esta manera impide entender el sistema de relaciones dentro del cual sus actos, incluyendo los descarriados, adquieren sentido.

Hortefeux se comprometió “a hacerle la guerra al tráfico y a las bandas de delincuentes”. Ahora bien, ¿sobre qué reposan la economía ilegal y las agrupaciones de “tribus urbanas”? La primera prospera sobre un fondo de pobreza y de vulnerabilidad social. El bizness cambia de forma según los barrios y la coyuntura; mezcla trabajo en negro, intercambios gratuitos de bienes contra servicios, reventa de droga, robo, recepción de mercaderías. Esta economía informal, utilizada por los miembros de la sociedad “legal” (quienes se procuran allí sustancias ilícitas o productos de consumo) (4), ofrece, por supuesto, recursos a los jóvenes a quienes emplea. Pero también representa una manera de escapar a la desafiliación y a la indignidad características de una precariedad propia de las masas que golpea a las fracciones más excluidas de las clases populares.

Sucede lo mismo con las “bandas” que, aunque con frecuencia son volátiles, constituyen para algunos “jóvenes a perpetuidad” (sin posibilidades de acceder a un empleo estable, a la autonomía respecto de sus padres, y a formar una familia) una alternativa creíble frente al rechazo que soportan en los ámbitos profesionales y escolares, así como una posibilidad de ganar respeto (5).

Esta doble dimensión económica y simbólica explica el fastidio que domina entre los policías cuando se los interroga sobre la posibilidad de terminar con esos fenómenos. A las tradicionales quejas contra los jueces que sueltan a los delincuentes tan pronto como son arrestados, se agregan además expresiones como “pozo sin fondo” o “trabajo de Sísifo”. Sin embargo, a la institución judicial –cuyas sanciones, según muchos magistrados, son más severas y más precoces que en el pasado– le cuesta disuadir a los individuos que le son confiados de la delincuencia menor.

Militarización de las intervenciones policiales
Los hechos son testarudos y los ensordecedores discursos sobre la responsabilidad individual ya no pueden ocultar la influencia de las formas contemporáneas de organización de los ambientes populares, resultado de treinta años de crisis social y económica.

Sin embargo, no se trata de un simple fracaso de la opción policial y judicial que permitiría un retorno al statu quo ante. Cada movimiento de uno de los actores interviene sobre el comportamiento de los otros e influye sobre sus próximos movimientos. Por más que Sarkozy, proclame en un discurso del 18 de marzo de 2009: “Algunos atribuyen la violencia a la intervención de la policía en las ciudades. Pero, en fin, ¡es el mundo al revés!”, las estrategias policiales empleadas participan del problema que pretenden combatir.

A pesar de estar conminados a actuar contra los desórdenes sociales y la delincuencia juvenil que atraen la atención política, la mayoría de los altos responsables policiales se han puesto de acuerdo: solo una policía que mantenga una presencia visible y continua sobre el terreno está en condiciones de jugar un papel útil. Una policía capaz de identificar a los alborotadores potenciales y que puede recurrir a toda una gama de acciones (de la amenaza a la represión, pasando por diferentes tipos de amonestaciones y de reprimendas) por ser considerada legítima para hacerlo. Es el espíritu del community policing, tal como se puede observar en Chicago, Gran Bretaña u Holanda, y que fue adaptada en Francia con la reforma de la policía de proximidad (1998-2003) y después, más tímidamente, a partir de 2008, con las unidades territoriales de barrio (UTEQ, por la sigla en francés de Unité Territoriale de Quartier), rebautizadas recientemente como brigadas especializadas de terreno (BST, por la sigla en francés de Brigades Spécialisées de Terrain).

Pero aquí también se asiste a un retorno de la restricción económica. La organización de la policía no se hace independientemente de la orientación general del gobierno. Y, en un contexto de reducción drástica del crédito público y del número de funcionarios, es difícil promover un modo de acción ávido de personal. Así, la reforma de 1998 fue abandonada sobre todo por una cuestión de medios y las BST, por su parte, corren el riesgo de terminar en lo mismo. Incluso si contara con efectivos constantes –que no es el caso, ya que 8.000 puestos debieron ser suprimidos del presupuesto entre 2009 y 2014– no se ve cómo podrían sustraerse efectivos de las comisarías para afectarlos a las patrullas pedestres.

El eje se desplazó entonces hacia las unidades de intervención, como las brigadas anticriminalidad (BAC), que tienen un radio de acción más amplio: dos equipos de BAC en auto alcanzan para cubrir las veinte manzanas de una circunscripción de policía, mientras que, teóricamente, hacen falta tres patrullas a pie por manzana. Es decir, en un momento dado, seis hombres contra sesenta… Estas unidades, que son muy eficaces para dispersar una riña o constatar un delito flagrante encuentran, sin embargo, grandes dificultades para regular las pequeñas indisciplinas juveniles. En efecto, a menudo deben efectuar una represión sin delito previo, un control sin infracción; la repetición de estos hechos aumenta la desconfianza de los grupos a los que se dirigen. Desconfianza que se manifiesta especialmente a través del aumento de los desmanes, incluso de rebeliones, que se han prácticamente duplicado en diez años (6). A las aglomeraciones sistemáticas en el momento de los controles (para “meter presión”), incluso al hecho de “apedrear” autos patrulleros, responden con inútiles y repetidas verificaciones de identidad, intimidaciones, humillaciones, incluso golpes.

Ante la falta de efectivos policiales, la dureza de estas relaciones no parece poder encontrar salida más que en la apuesta tecnológica. Ese es el objeto de la dotación de esas unidades con flash-balls, luego con tasers (7), cuyo empleo radicaliza todavía más las tensiones. Se ingresa aquí en una dinámica de escalada, en la cual la “militarización” de la intervención policial eleva el umbral de violencia, como quedó de manifiesto en 2007 con las revueltas de Villiers-le-Bel o, en menor medida, las de Grenoble.

Cuando la violencia genera violencia
En esas condiciones, los discursos securitarios llevan el germen de su propio fracaso, puesto que pretenden hacer desaparecer comportamientos sobre los cuales solo tienen una influencia secundaria. La única salida es la apuesta verbal y legislativa, pero esta se expone a la crítica de una oposición que puede comparar sin ninguna dificultad lo proclamado con los resultados. Es así que algunos dirigentes del PS –entre ellos la Primera Secretaria Martine Aubry–, ahora juzgan necesario volver sobre el tema de la defensa de las libertades públicas (en el debate sobre la detención preventiva, por ejemplo) y toman distancia respecto de figuras más “securitarias” del partido como Manuel Valls (8).

Sin embargo, por necesarios que sean, el reequilibrio entre policía “de proximidad” y de intervención, así como el freno a la celeridad penal, no bastarán para resolver las tensiones y los conflictos reales que atraviesan los ambientes populares, ni tampoco para disciplinar sus fracciones más descontroladas.

Los mecanismos disciplinarios de la sociedad industrial sólo pudieron funcionar porque estaban estrechamente insertos en la vida cotidiana de los individuos, en el trabajo, el barrio, la escuela, la vivienda, la iglesia, el partido o el sindicato. Eran el resultado de una multitud de vínculos, creencias, obligaciones, y su legitimidad dependía estrechamente de las contrapartidas que les procuraba a aquellos sobre los cuales se ejercía (9). Ahora bien, en la actualidad muchos jóvenes escapan a la contención del trabajo, y no se ven las contrapartidas aportadas por las penas mínimas, el despliegue de patrullas de policía –aunque fueran “de proximidad”– o las leyes antibandas.

Por el contrario, estas medidas aparecen como un endurecimiento disciplinario con un único sentido, sin compensación. Percibidas como vejatorias o discriminatorias, tienen todas las chances de ser rechazadas, como atestiguan las explosiones esporádicas de violencia general que se propagan a veces en la actualidad (de Vaulx-en-Velin a Clichy-sous-Bois, de Mantes-la-Jolie a Grenoble) o, más cotidianamente, la aspereza de las relaciones con las instituciones y los servicios públicos.

Aunque el gran bandolerismo es sin dudas un asunto de policía y de justicia, es quizás tiempo de terminar con la separación artificial instaurada entre la delincuencia menor y la cuestión social, de volver a vincularlas. Y de recordar que la única forma de gobernar a través de la inseguridad que funcionó de modo duradero fue la invención del purgatorio por los curas católicos del siglo XII (10). La introducción de un espacio de negociación entre el infierno y el paraíso contribuyó, en efecto, a asentar el poder temporal de la Iglesia en Occidente. Pero el riesgo de ser desmentido por los hechos era poco posible respecto a lo que hoy puede suceder en materia de lucha contra la delincuencia.

1 Le Monde, París, 23-8-10.
2 Lionel Jospin, Le monde comme je le vois, Gallimard, París, 2005, p. 249.
3 Le Figaro, París, 10-8-10.
4 Alessandro Dal Lago y Emilio Quadrelli, La città e le ombre. Crimini, criminali, cittadini, Feltrinelli, Milán, 2003.
5 Gérard Mauger, Les bandes, le milieu et la bohème populaire. Etudes de sociologie de la déviance des jeunes des clases populaires (1795-2005), Belin, París, 2006.
6 Pasaron de 32.938 en 1998 a 57.903 en 2008. Véase Aspects de la criminalité et de la délinquance constatée en France, La Documentation française, París.
7 Arma que tira balas de goma al principio e inflige después una descarga eléctrica de 50.000 voltios por segundo.
8 Véase especialmente el texto de Jean-Jacques Urvoas, diputado del Finistère y Secretario Nacional del PS encargado de la seguridad, De la sécurité de l’Etat à la protection des citoyens, Fondation Jean-Jaurès, París, 2010.
9 La France a peur. Une histoire sociale de l’“insécurité”, La Découverte, París, 2010 (nueva edición revisada y aumentada).
10 Jacques Le Goff, La naissance du Purgatoire, Gallimard, París, 1991.



Le Monde Diplomatique, 15 – 09 – 10

La Quinta Pata

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