Miguel Sintas
Las respuestas, generalmente mezquinas y oportunistas, que se intentan brindar a la problemática de la violencia juvenil desde algunos sectores poco o nada comprometidos con la ayuda que necesitan esos grupos de extrema vulnerabilidad, parecen enmarcarse en un contexto mucho más semejante a la venganza que a la justicia.
Hace milenios las tribus primitivas organizaban su “administración de justicia” en la venganza privada. Cualquier respuesta contra quienes osaban oponerse a los tabúes o a las prohibiciones era el condigno castigo del supuesto ofendido, hasta que la “ley del Talión” y su orden de “ojo por ojo, diente por diente” vino a equiparar un poco las cosas.
Fue el primer límite al desborde colectivo.
Le siguió el Código del rey Hammurabi que gobernó Babilonia dos mil años antes de nuestra era y el Código de Manú, del siglo XII antes de Cristo, que ya comienza a analizar lo “subjetivo” del delito, distinguiendo los culposos y dolosos y teniendo en cuenta los motivos que impulsaron al acusado a cometer el hecho.
Aparecían la justicia, la equidad.
Por aquello de que la historia se repite, como tragedia o como farsa, hoy la opción parece ser la misma.
A miles de años nuevamente estamos ante la opción de seguir el razonamiento de las víctimas que reclaman – desde el dolor y con sentimientos atendibles – al máximo castigo para un raterito y si es posible la pena de muerte; o escuchar a aquellos juristas de renombre internacional que aseguran que de nada sirve la baja de edad de imputabilidad o el aumento de las penas.
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