Ramón Ábalo
Cada individuo alojado en el interior de cualquier cárcel – como las de Mendoza – es como una especie de bomba de tiempo por su conflictividad. No estamos descubriendo el agujero del tacho, pero sumados, es de imaginarse el potencial de esa conflictividad, por lo que no es raro que cada tanto estallen situaciones de máxima confrontación, como son los motines.
Algunos conflictos, incluso insólitos episodios como la fuga de presos peligrosos, y otros similares, ocurrida hace un par de semanas atrás, ponen al descubierto una trama cuasi mafiosa, lo que no es, tampoco, una novedad en estos ámbitos. Esto se nota aún en los sistemas carcelarios más avanzados, como se supone son los del primer mundo. Lo vemos en las películas y lo leemos en las novelas de mafiosos, espías de las cities (bancos, bolsas, despachos institucionales).
Esa conflictividad y esa mafia, al parecer, son recurrentes a la misma esencia de la materia que trata, lo que surge de cualquier análisis a fondo que se haga de los conflictos, cualesquiera fueren su nivel, principalmente, de violencia. Es que alguna sociología académica afirma que el conflicto es permanente entre el ser y el mundo que lo rodea, por lo que esta visión se emparenta, si nos volvemos a la cárcel, a que los males de ese ser son incorregibles. Y el mundo también, y para muestra un botón: en Estados Unidos muchas de las cárceles son privatizadas. Y si son privatizadas es porque para algunos sectores – el mundo – es un excelente negocio, Por lo tanto – el negocio – es hacer de la delincuencia la materia prima de la industria carcelaria.
En la Argentina no es así el sistema. Es más rudimentario, pero igualmente es un buen negocio para la mafia – carceleros, justicia, política, funcionarios – con el tráfico de drogas, influencias, celulares, armas y otras yerbas. Y con un agregado que potencia aún más esa peligrosa materia: los presos de lesa humanidad, que en los últimos años, son encumbrados habitantes de las cárceles argentinas.
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