domingo, 12 de febrero de 2012

La fuerza es el poder de las bestias

Ramón Ábalo

Qué grado de culpabilidad, qué grado de perversidad, qué grado de impunidad, qué grado de legitimidad con el pretexto de autodefensa tiene el ferretero de Las Heras, que el viernes de la semana pasada mató a dos delincuentes que entraron a su negocio para robarle, según expresas declaraciones y la única versión del dramático suceso.

Acallados los espasmos de los primeros momentos, con un vecindario exaltado y que se regodeaba por la acción del ferretero, con un alto grado de histerismo que llegó a la irracionalidad más cruel: aplaudir, en clave de aprobación, sobre el cadáver de uno de los que intentaron robarle. Es una postal lúgubre que se reitera en un clima delictivo que impacta en el sentir colectivo de la sociedad, pero que además exige de la reflexión más aguda y desprejuiciada para no caer en males que, paradojalmente, pueden llevar a límites peligrosos.

No faltaron los gritos de venganza y desquite, aquellos de que "hay que matarlos a todos", "entran por una puerta y salen por la otra", "la justicia ni sirve" y "la policía nunca aparece". Peligroso, porque, es el caso del ferretero, matar en defensa propia no está expresamente permitido en ningún código, menos cuando es, en un estado de derecho como el de esta Argentina, la fuerza es un ejercicio exclusivo y excluyente de ese estado. Claro, si se comprueba que no se estuvo al borde de la muerte por la amenaza del otro.
En este caso, de víctimas y victimario, las miradas ahondan en los detalles y los antecedentes de los actores del drama.

En todos los medios se destacó que Hugo Correa, el nombre del ferretero, es muy hábil en el manejo de las armas, y él mismo asevera que tiene dos fuertes dogos argentinos para la defensa de su vida y patrimonio, "pero que ese día y en ese momento no estaba en el lugar". Otra de sus aseveraciones es que uno de los asaltantes le apuntó a su esposa "por lo que no iba a permitir que la matara", y entonces actuó como lo hizo: disparó tan acertadamente que de dos disparos mató a los dos asaltantes, uno en el interior del negocio y al otro en la calle.

Y al momento de mirar bajo el agua las miradas se detienen inquisitivamente en esos detalles: además de manejar hábilmente las armas, esa virtud la adquirió – y adquiere – en sus entrenamientos en el Tiro Federal. Allí, como se puede comprobar, la habilidad consiste en que el tiro debe hacer blanco en una figura humana de la mitad del torzo para arriba: pecho, corazón y cabeza. En esa figura el resto del cuerpo, es decir del pecho para abajo nada, ni piernas ni brazos. Y es en esa superficie del blanco – esta vez en vivo – que acertó el ferretero en el cuerpo de las dos víctimas. Y se puede advertir otro detalle: que el asaltante que fue baleado en la calle lo fue con un tiro en la espalda. Era lógico, estaba en retirada. Y entonces, fue tal la furia, el estremecimiento anímico del ferretero que solo apeló a su cualidad máxima con el arma: acertar a un blanco móvil sin atinar – el ferretero – que su acción, así, ya no era un sólido reflejo de defensa su vida. Todo hace suponer que el delincuente caído en la vereda fugaba, por lo que el disparo fue hecho cuando el blanco que ofrecía era la espalda. Es que Correa, ágil en sus reflejos para repeler un asalto a mano armada, ¿no la tuvo segundos después para asumir que el delincuente ya no era un peligro? O tal vez ya tenía incorporado en su conciente aquel episodio de aquel automovilista, en la Capital Federal, hace un par de años atrás, que sorprendió a un ladronzuelo que le robaba el pasacasetes y salió a las disparadas. El hombre se subió al auto, lo persiguió y cuando lo alcanzó, lo mató de varios disparos. El ladrón, claro, estaba desarmado. La semejanza es que ninguno de los dos corría peligro de muerte.
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Hay varios detalles más, como el orificio en la vidriera, la ausencia de los dogos, el no encuentro por la policía de pruebas de que uno de los ladrones estuviera armado (no se encuentra el cartucho del proyectil que no impactó en el blanco), pero ello no suma ni resta para la reflexión que nos acucia, y que es lo que no está en los códigos, sino en el sentido común de una sociedad: matar en defensa propia, con un desborde primitivo de aprobación, es mucho más peligroso que la ofensa que produce un delincuente, con o sin arma, porque el peligro real es que cunda como ejemplo a imitar: “como no tengo confianza en las leyes, ni en la policía, ni en el gobierno, tomo la ley por mi cuenta: para defender mi vida y la propiedad de mis bienes, no ‘me queda más remedio’ que disparar antes que el otro”. Para lo cual, obviamente, debo tener un arma – o varias – y la aptitud de dar en el blanco, es decir matar. Sería una especie de canibalismo colectivo, o el far-west o la ley de la jungla.
Para evitar la disociación de nuestro pueblo por la violencia, debe prevalecer en los individuos, ante el peligro de un clima delictivo que no decrece, que es el estado el que tiene el monopolio del uso de la fuerza. Ningún habitante de nuestro país está habilitado, ni moral ni jurídicamente a matar en "defensa de su vida". Cuando ocurre un hecho que tiene estos perfiles, como el de Las Heras, es la justicia la que debe determinar su legitimidad. Desde lo ético, recordemos aquello de que "la fuerza es el poder de las bestias". Lo dijo Perón, que conocía muy bien el paño de los que recurren a la fuerza para poner "orden, paz y santidad", que se traduce en aquello de la paz de los cementerios.

La Quinta Pata, 12 – 02 – 12

La Quinta Pata

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