domingo, 10 de junio de 2012

Soy un soldado de América Latina

General Omar Torrijos

Entrenado en contrainsurgencia en la Escuela de las Américas de Fort Gullick, el general panameño Omar Torrijos fue, paradójicamente, un crítico acérrimo de la doctrina de seguridad nacional. Gran parte de su pensamiento está condensado en el escrito que presentamos y que Torrijos redactó durante la VI Cumbre de Países No Alineados que se celebró en La Habana en setiembre de 1979. El texto estaba destinado a rebatir una propuesta que se hallaba en discusión en dicho foro, pero no llegó a leerse. El escrito de este líder político de profundo arraigo en su patria fue rescatado por sus asesores, dos meses después de acaecida su trágica muerte en 1981.

Pretender definir globalmente a las fuerzas armadas de América Latina como un grupo de incapaces, represivos e impermeables a los cambios sociales que vive el calendario de la historia de las grandes transformaciones, es tan irresponsable como el definir a los movimientos de liberación de América Latina como grupos cuyo objetivo es convertir en ruinas a la sociedad, para levantar, sobre las piedras de esas ruinas, una sociedad totalitaria.

Mientras determinados sectores de una y otra parte, encuadren su pensamiento y sus definiciones desde estos dos polos, quien realmente seguirá perdiendo siempre es el pueblo, tanto el civil como el uniformado, que constituye la base de las fuerzas armadas.

Irresponsablemente, determinados altos mandos de América Latina definen la sana rebeldía de un pueblo como grupos de bandoleros y asaltantes. Y digo irresponsablemente, porque dado el alto puesto que estos hombres ocupan no deberían, tan deportivamente, calificar de bandoleros a quienes se ven obligados a propiciar el cambio violento por habérseles cerrado todas las instancias pacíficas de participación en la vida política y social de su país.
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Por otra parte, pero con la misma irresponsabilidad infantil, determinados políticos de América Latina, algunos grupos estudiantiles, y de campesinos y obreros organizados, engloban a las fuerzas armadas en su totalidad dentro de una sola definición. No quieren tomar en cuenta que estas están constituidas por una cadena de mandos que va desde el humilde soldado hasta el general más entorchado de rango. Y estoy diciendo rango. No estoy diciendo jerarquía. Son bien diferentes. El rango se adquiere por decreto. La jerarquía se gana con actos ejemplares.

Soy un soldado de América Latina que desde los 17 años de edad convive la vida cotidiana de un cuartel. Esto me da el derecho, y el conocimiento, para tocar un tema delicado, complejo y sensible, dentro de este escenario de la Sexta Cumbre de Países No Alineados.

Se ha mencionado aquí la conveniencia de eliminar dos instituciones ante las cuales los militares sentimos un gran respeto: el CONDECA y el TIAR. Es indudable que los líderes que han propuesto esto son hombres que han vivido la experiencia de que, a través de estos organismos, las fuerzas armadas de América Latina, han podido, en un momento dado, colectivizar su represión, a fin de acabar con los movimientos de rebeldía.

Creo sinceramente que cuando se habla así, estamos sintiendo, pero no pensando. Cuando se habla así estamos actuando bajo patrones de pensamiento que en el momento actual no obedecen al calendario del desenvolvimiento social que están viviendo las fuerzas armadas de América Latina. Yo no creo que ninguna institución tenga nada de malo. Ni de bueno. Las instituciones son tan buenas, o tan malas, como los hombres que las componen.

Erradicar estas instituciones, estos mecanismos colectivos de participación de las fuerzas armadas en la época en la que despierta en ellas la tendencia al apoyo de los cambios sociales, es privarlas de la capacidad de actuar colectivamente contra las fuerzas regresivas, contra las oligarquías explotadoras y contra todos esos grupos políticos que se han adueñado de un país apoyándose en las fuerzas armadas para enseñorear su imperio antisocial y someter a los pueblos, bajo el pretexto de que no sean sometidos por el comunismo.

Desde 1959, año en el que, por vez más notable en nuestro siglo, una guerrilla triunfa sobre una fuerza regular, como fue el caso de Cuba, en pleno macartismo, las escuelas militares comenzaron a analizar un problema que no tenían previsto anteriormente. ¿Qué había pasado en Cuba? ¿Y por qué?

Se nos permitió entonces a los oficiales de rango superior estudiar a Mao Tsé Tung, estudiar las 150 preguntas a un guerrillero, del general Bayo; estudiar la trayectoria de aquellos líderes que con muy pocas armas habían logrado rendir a un ejército regular; estudiar las circunstancias que propician el que, en una correlación de fuerzas desigual, pueda salir triunfante quien menos armas tiene.

Independientemente de la intención que se le quiso dar a estos estudios, lo importante fue que abrieron un tema antes vedado en los centros militares. Y todo estudio despierta una serie de curiosidades simbolizadas por una cadena de porqués: ¿Por qué? ¿Y por qué? ¿Y por qué…?

En esos porqués fuimos separando claramente las causas reales de las causas aparentes que antes teníamos confundidas: los síntomas superficiales de las averías orgánicas internas; la fiebre epidérmica de las manifestaciones y los disturbios callejeros del cáncer profundo de las estructuras.



Causa real es el terror social; causa aparente es el terrorismo. Causa aparente son las teorías exóticas, causa real es el caldo de miseria donde se cocinan estas teorías llamadas exóticas. Causa real es la falta de escuelas, la falta de acueductos, la falta de un programa de desarrollo nacional. Causa real es la negación de los derechos que tiene el hombre como individuo y como miembro de un grupo. Causa real es el vejamen, el irrespeto a la dignidad del hombre, la supremacía de un sector social sobre otro. , la tendencia, afortunadamente ya disminuida, de convertir en casta a las fuerzas armadas. Causa real es el desbalance en el porcentaje del presupuesto entre educación, carreteras, transporte…, por una parte, y por la otra, el desmedido gasto en equipo bélico, que hace de algunos ejércitos más bien costosos que castrenses.

Ese fue el caso, hasta hace bien poco, de Nicaragua, que ni siquiera como ejemplo es bueno, porque sus fuerzas armadas eran más bien una guardia personal en la cual los mayorales de esa gran hacienda – único país inscripto en el registro de la propiedad – ostentaban el rango de general.

Poco a poco, de por qué en por qué, y de causa a efecto, unos más rápidamente que otros, fuimos llegando al convencimiento de que cuando un pueblo se decide a conseguir su liberación como remedio a sus males, no hay componente de fuerza que la pueda impedir. La liberación solo la determina el costo social que el pueblo esté dispuesto a pagar por ella. Y en esto sí, Nicaragua es un buen ejemplo.

Comenzamos a sentir entonces las primeras inquietudes de que nada vale tener unas fuerzas armadas con una gran capacidad de juego, de movimiento táctico y de represión, políticamente no se maniobra hacia la satisfacción de las crecientes aspiraciones de los pueblos, precipitadas por lo que puede llamarse, la revolución del radio transistorizado. La aparición del radio transistorizado, gran popularizador de información, diversión y educación, es, en efecto, una referencia que tiene que ser tomada en cuenta el día en que se estudien los movimientos de insurrección social de los pueblos. A través de él se propagó, entre los estratos más humildes de nuestro pueblo, el conocimiento de que también ellos tenían derecho a ser usuarios de los frutos de la civilización. Oían las noticias de que otros pueblos protestaban y lograban la satisfacción de sus necesidades por la fuerza y lo contundente de sus reclamos. El pueblo se informó de que tenía derecho a encabronarse.

Por nuestra parte, ciertos oficiales comenzamos a darnos cuenta de que si se nos hiciera una radiografía, nuestra razón de ser aparecería como la garantía del orden y la paz. Pero, nos preguntamos, ¿qué clase de orden y qué clase de paz? ¿Las del pueblo o las de nuestros dirigentes?

Llegamos así a tomar conciencia de que no formábamos parte de un ejército nacional, sino de unas fuerzas armadas de ocupación que obedecían a los intereses de una clase gobernante completamente impermeable a todo tipo de cambio.

Debíamos ser los garantes de la constitución. Pero, ¿qué grado de participación tuvo nuestro pueblo en la redacción de esa constitución? ¿Qué grado de participación tuvo nuestro pueblo en la votación de esas leyes? Todas estas preguntas daban vueltas y vueltas en la mente de la baja oficialidad.

Vivíamos entonces la época en la que el macartismo estaba en pleno apogeo, tiñendo de rojo a todo aquel que quería romper el statu quo. Este macartismo, que entre nosotros era una teoría exótica importada del extranjero, creó una ola de represión y de pánico en la que cada miembro de las fuerzas armadas se constituía en vigilante de los demás. Ese fue el pensamiento filosófico de muchos de los que nos dirigían.

Pero el día en que se haga un balance en la historia de las luchas sociales, yo creo que se le hará una estatua al señor McCarthy, en reconocimiento a su labor con los cambios sociales. Porque cuando es tanta la represión, la respuesta es mucha. Porque cuando es tanta la represión, la respuesta es mucha. Porque cuando se acusa o se tiñe de rojo, o de cualquier otro color, a quienes propician la erradicación de la injusticia y el advenimiento de una sociedad más justa y más distributiva, uno entonces llega a la conclusión de que ese color es sano, de que ese color es bueno, porque son buenas y sanas las aspiraciones y las intenciones de los hombres a quienes se les ha teñido con él.

Ahí comenzaron los primeros síntomas de divorcio entre la oligarquía y las fuerzas armadas. Ahí fue cuando muchos en América Latina nos dimos cuenta de que si no divorciábamos a las fuerzas armadas de la oligarquía y sus intereses, el pueblo, como un mar enfurecido, iba a barrer tanto a los dirigentes de los intereses mezquinos como a las propias fuerzas armadas. Ahí comenzaron a surgir las primeras ideas sociales en nuestros ejércitos. Ahí fue cuando llegamos al convencimiento de que la oligarquía estaba dispuesta a pelear hasta el último soldado y el último estudiante, hasta la última gota de sangre del pueblo.

Cuando un soldado se enfrenta con un estudiante, un campesino o un obrero, quien de todas maneras sale perdiendo siempre, es la patria. Porque todos ellos son hijos humildes de un pueblo sufrido a quienes han precipitado a enfrentarse para mantener el statu quo que ha explotado a sus padres y a su patria.

Es increíble…, es increíble el grado de perfeccionamiento que tiene la organización de los regímenes oligárquicos y antidemocráticos: adoctrinan al pueblo y lo organizan en armas para que defiendan un sistema que los explota a ellos mismos. Hay mucho talento diabólico en esa capacidad de poder organizar al pueblo para que reprima las aspiraciones de sus padres, de sus vecinos y de su propia clase social.

Es pues un error grave eliminar ahora al TIAR y al CONDECA…, ahora, en el momento en que se está conformando en un número plural de ejércitos de América Latina su divorcio de los intereses mezquinos. Estos dos organismos están en capacidad de actuar en beneficio del matrimonio de las fuerzas armadas con los intereses del pueblo.

Los peores momentos han pasado ya. Ya nunca podrán volver a repetirse esas intervenciones como la de Santo Domingo y la de Bahía de Cochinos. Porque muchos de los que dirigimos fuerzas armadas en nuestra América estamos perfectamente conscientes de que no podemos arriesgar la suerte de tantos hombres en beneficio de los mezquinos intereses de unos pocos.

Muchos…, y son muchos más de los que ustedes piensan…, soldaditos, sargentos, tenientes…, hombres que viven en la misma miseria en la que vive el pueblo, se están dando rápidamente cuenta de que la dirección de fuego y de ataque de sus fusiles debe ser apuntada hacia los que esclavizan y no hacia los que liberan. Porque si la única razón que tienen los que esclavizan es la violencia y la fuerza, la violencia y la fuerza son el único argumento que puede refutarlos.

Estas palabras tienen como contexto, como telón de fondo, la problemática de mi país. Porque la única seguridad de que el tránsito por su Canal sea expedito e indiscriminado, es la paz social de la región.

Que nadie se equivoque, que nadie caiga en el error, grave y peligroso, de pensar que las bases militares ubicadas en las riberas del Canal son capaces de protegerlo y de garantizar el libre tránsito por él. Solo la paz social de la región puede hacer esto.

Los casus belli de América Latina constituyen puntos de fricción permanentes que pueden fácilmente convertirse en problemas álgidos, si no son resueltos políticamente. Tenemos tiempo. Podemos contar con el futuro y el optimismo. Todavía tenemos tiempo, pero no tanto como para postergar, ni un día más, la atención inmediata a la solución de esos casus belli que nos amenazan. A los militares nos interesa que las soluciones sean políticas. Nos daría vergüenza de que algún día se nos acuse de haber sido los causantes de un continente en llamas.

Crisis 56, diciembre de 1987, págs. 10 – 13

La Quinta Pata

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