Carlos Lucero
Fuerte la palabreja. Se la llega a sentir como un mazazo en el cuerpo. Entre sus sinónimos podemos rescatar algunos de no menor contundencia como exclusión o expulsión, que perfeccionan sus atributos. Y si personificamos el término en los otros, hablamos de los desalojados, entonces nos hiere en profundidad ajena.
Su semántica refiere la acción de romper el alojamiento, des-alojar, quitar, desplazar a la fuerza a los se adjudican el derecho de aspirar un aire de conservación de sus cuerpos en un lugar. Y digo a la fuerza, porque no conozco desalojos conversados o negociados. Al parecer, los que deben ser desalojados, son perfectos objetos de aplicación de golpes. Se sostiene de manera abierta, inobjetable, que los métodos usados para desalojar se los tienen merecido. Y en su realización no cabe ningún tipo de convencimiento, no hay lugar para las palabras y el diálogo que habilite a la persuasión. Se desaloja a los inquilinos descarados que no pagan la renta, se expulsa de su lugar a los estudiantes rebeldes que protestan por alguna causa propia. Se expulsa a la fuerza a los resentidos e infelices que se atreven a reclamar un lugar en el mundo todavía ancho y que sin embargo, les permanece ajeno.
Provocar miedo
Desde hace un tiempo, y poniendo atención, se puede observar por los medios de información numerosos procedimientos en donde los hombres fuertes de la institución policial, exhiben el modo en que la potencia de sus brazos es aumentada por la dureza y la extensión de unos bastones que forman parte de su indumentaria. Los videos que abundan en la web son vitrina para mostrar parte de la violencia en que se vive en la actualidad. En el caso de los desalojados, la operación se encuentra a cargo de patrullas equipadas y organizadas para llevar adelante el punto de vista de los gobernantes sobre la parte más indefensa de los gobernados. Es evidente que estos destacamentos cuentan con formación y técnicas especiales para efectivizar sus ataques. Y siguiendo pautas dictadas por el doctor Guebbels, hasta la apariencia cuenta cuando se trata de asustar y ahuyentar a los desposeídos ilegalmente pretenciosos. Cascos, chalecos, máscaras, fusiles y prendas oscuras como sus pretensiones, son útiles elementos a la hora de repartir palos.
Los ejecutores
La represión y el castigo brillan cuando de desalojos se trata. Para evitar el neologismo, describamos a los ejecutan estos procedimientos impregnados de violencia permitida y protegida. Comienzan con un “propietario” indignado. Luego acuden los bien vestidos y entendidos en leyes quienes se afirman precisamente en aquellas que les sirven para ejecutarlos. Las conocen de memoria y están al corriente de los artilugios subyacentes en los códigos, para apresurarlos, para que concluyan de manera expedita y ganarles a los interesados en difundir sus efectos. Y de este modo, cobrar sabrosos estipendios. Y de este modo, la ley, el orden y la tranquilidad, vuelven a su condición restablecida.
Es imprescindible, en las llamadas ciudades “maravillosas” y democráticas, que nadie, en especial los turistas, pueda ser testigo de los desalojos. Conviene esconderlos (o como se usa decir ahora, se los invisibiliza) y es bueno tratar de impedir a toda costa que se difundan las fuertes imágenes de niños, madres y hombres que corren perseguidos por patrullas de oscuras vestimentas que reparten golpes buscando castigar de una vez por todas a estos desacatados que se creen con razones para quebrar las leyes de la propiedad muy privada.
No está demás reflexionar sobre los desalojos, y otras variantes, que no suelen ser tan espectaculares. Hay que desalojar, a los que fuman en sus automóviles, expulsar, quitar de las fuentes de trabajos a los que, teniendo condición de jubilados y capacidades frescas, pretenden ocupar lugares de trabajos y que de este modo alteran las disfrazadas estadísticas de desocupación que las autoridades les gusta exhibir. Hay que demostrar quienes son los que mandan.
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