lunes, 2 de junio de 2008

Cualquiera es un señor

Alberto Atienza

“Menem podría ir preso por...” uno de los títulos de diarios de la Argentina, y reproducidos en otros puntos del orbe, tanto o más reiteradamente que los devaneos y declaraciones altisonantes de la rubia Clinton o de su rival el morocho (y no del Abasto) Obama. Acumula Carlos Saúl acusaciones y papelones por toneladas. Y no marcha preso.
Su carota depresiva de destructor de ferrocarriles que alguna vez fueron orgullo del país sigue apareciendo con toda la carga de vejez que ni el oro de Fort Knox podría atenuar. Lo persigue una sombra: la agonía de pueblos que vivían por y para los trenes. El, impertérrito, sale a cada rato en los diarios. Goza de más prensa gratuita que el inefable Boca Juniors y sus proezas y caídas. Es un plomo reiterado. Una mezcla de minerales. Plomo y piedra. Esencia del gris metal y cara de roca.

Cada tanto hace declaraciones, como si nada hubiera pasado, como si nada hubiera hecho. Lo mismo que si ferroviarios a quienes les destruyó el mundo no se hubieran suicidado, fundidos de plata y embargados por la pena. Posa para las cámaras como si en la causa del atentado de la AMIA no estuviera pegado, más que eso, atornillado.
No se le movió ni un pelo cuando su última esposa, la chilena fulera pero producida, lo ornamentó con un play boy, fotografiados los dos ligeros de ropas. El latin lover y la trasandina, casi en bolas en las revistas del corazón (¿corazón?).
Y él seguía siendo el esposo. Creía que seguía. Como ahora que continúa sustentando ideas mesiánicas, promesas de retorno como las que formulaba Perón desde el exilio. Con la diferencia de que el mufón, versión actualizada del “Fúlmine” de la antigua revista “Rico Tipo”, no sólo prodigó mala suerte a su paso, sino que materializó negatividad. Pruebas al canto. En ancas de las banderas peronistas destruyó uno de los logros de Perón, como eran los ferrocarriles argentinos.
Leer todo el artículo - CerrarInauguró, en contra del precepto justicialista de soberanía, una cadena de privatizaciones de empresas públicas que pasaron a manos de extranjeros. Bancos provinciales entregados a aventureros de su propio e indefinible signo que los vaciaron. Y la muerte de trenes, tan queridos, como El Cuyano, en el que nadie dormía porque en su vagón-bar se producía el encuentro de amigos que no se veían desde hacía décadas. Y el Trasandino, que cruzaba la cordillera por recónditos desfiladeros brindando al pasaje la inmensidad cósmica de Los Andes.
En reemplazo del placer, de la practicidad de nuestros ferrocarriles, dejó líneas porteñas y bonaerenses a las que hay subsidiar, vía Estado Argentino, a más costo de lo que erogaban los entrañables trenes de un antaño reciente.
Nos legó una herencia de chicos desnutridos, secuela de sus gobiernos entreguistas y fotos de esos pequeños, que dieron la vuelta al mundo, sacadas en el país de las vacas, del dulce de leche, una nación que una vez consideró a los niños como los únicos privilegiados. Él hambreó a los pequeños. Aletargó a muchos pueblos. Potenció a la delincuencia común y a la otra, de raigambre política.

Y generó, incluyendo a su valetudinaria humanidad, una casta de nuevos ricos, algunos insertos en la política nacional actual, herederos de su angurria, ideólogos de proyectos delirantes, condenados al fracaso pero que en su gestión enriquecerán más, sin dudas, a sus impulsores. Tal vez, los seudopodios que dejó activados sean sus simples testaferros, como el delirante play boy vernáculo a cargo de Transportes, impulsor del Tren Bala, un sibarita exquisito, habitante de caros pisos, que se desplaza en lujosísimos coches y que gana un sueldo de planta que no le alcanzaría ni para dos días de gastos de la vida que lleva.
Y el hijito del mufeta, como él, enamorado del magnesio, vástago que sacó de la manga no hace mucho, llamado Carlos Nair Menem. El delfín del nonagenario siempre parlante, siempre queriendo volver al sillón de Rivadavia, se puso un tortazo, solo, por choto, con su Porsche Boxer de muchos miles de dólares de costo. ¿Con qué plata el Nair compró un auto digno de un banquero suizo, de los descendientes del barón Rothschild o de Bill Gates? ¿Haciendo de tonto sincero encerrado en Gran Hermano? ¿O papá le mandó unos billetes?

Lo que más incomoda de este país, nuestro país, es la impunidad. Cualquiera es un señor. Cualquiera es un ladrón. No debería ser así. Vivimos en una Argentina en estado de descomposición, donde los responsables de iniquidades están sueltos y hasta con fueros parlamentarios algunos. Y encima, sostienen discursos que los medios periodísticos, reproducen como si fuera algo valioso. Deberían ser sancionados con silencio de prensa, con la indiferencia y el olvido ya que están acorazados para las leyes penales que no los alcanzan.
En un lugar como éste es muy difícil criar hijos. Decirles que el ejemplo es el trabajo. No, te contestan, el ejemplo es choreo en el más alto nivel, adonde hay que llegar sí o sí aunque arranqués como concejal de las Casas Colectivas, del Tapón Moyano o del club Dock Sud. Tenés que meterte en política en alguno de los partidos mayoritarios. Luego, el cargo público. De ahí, a cambiar de auto y lograr el primer millón, de pesos o dólares, según la ocasión. Ahí no más te caen las minas, petisas, empulpadas, movedizas o flacas, altas, lánguidas, pero también empulpadas.

Y la guita que te viene, te llueve, por entregar un terreno fiscal a cambio de una prefabricada al acumulador de poder y dinero en turno. Pesos, dólares, euros que garúan por tantas otras trapisondas que la gente no se entera, salvo por alguna desprolijidad que estalla en escándalos que pronto todos olvidamos, excepto las víctimas: niñez y juventud en estado de abandono, futuro pasto de presidio, a quienes no les llegó ni un céntimo de lo que en barrios privados, lujosos despachos, sobra.
Suebra, dirían los viejos, para los autores de los pasamanos, manoteos, publicidades y para sus hijos o entenados. Ropas caras, vehículos de último modelo embellecen a sus secretarias. Consortes, sobrinas, amigas de la hija, son nombradas con sueldos superiores a los de un micrero, en el erario, en roles de ñoquis o, simplemente, dedicadas a obstaculizar con su poder a quienes trabajan.

A los políticos (asquea decir nuestros) nunca les falta dinero ni trabajo. Pierden en una elección y aparecen todos juntos en el último bastión partidario enquistado en el gobierno. O en algún puesto nacional. Revientan a las plantas de personal generando la no renovación de contratos. Producen, casi como siempre, prosperidad para ellos y necesidades para los demás. Los contratos, relaciones laborales en negro que permiten la prescindencia automática de los empleados. El mayor prestador de esa forma galeónica de trabajo es el Estado nacional, las provincias y sus comunas.
¿Cuándo llegará la sinceridad? ¿En qué momento se investigará la procedencia de las fortunas de los políticos y de sus ayudantes, algunos casi simples toalleros o portadores de vasenillas de los jerarcas, pero enriquecidos en la gestión de gobierno? ¿Llegará el día en que dejen de atosigarnos con sus discursos falaces? ¿Seguirán exhibiéndose con sus caros vehículos? ¿Hasta dónde continuaremos financiando los lujos de sus novias petisas o longuilíneas?
Dios lo sabrá, salvo que pertenezca y nosotros sin saberlo, a alguna de las agrupaciones partidarias que generan a la gran corte versallesca, perfumada patota que intenta desde hace años fundir a la Argentina y no lo consigue, por pura suerte.

La Quinta Pata

La Quinta Pata

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