lunes, 2 de junio de 2008

“Gerundios” (fragmento de El silenciero cautivo)

Ángel Bustelo

Estaba persuadido de que sus días acabarían en el encierro. Nunca más habría visto el aire ni las gentes. Envidiaba a los que salían. Se preguntaba cómo era posible que ese “caso”, que conocía por relato directo, se fuese en libertad, mientras él, sin culpa alguna, se quedaba adentro. La magia entraba en las suposiciones y surgía la queja. Alguien – o muchos – querían su desgracia, su ultimación en vida y entre muros. La infamia había urdido planes y los desplegaba a velamen abierto. Era plan que venía de lejos, tal vez de la misma infancia. Personas que le siguieron la vida y no le personaron sus ascensos, su nuevo “staff”, su ingreso al mundo del poder y de la fuerza. Era un intruso, y debía pagar la intrusión en un mundo que no era, no podía ser el suyo.

Cuando arreciaron los temporales de verano, y La Plata fue azotada – enero y febrero de 1977 – por relámpagos y truenos inauditos, Suetonio creyó morir y que cesaban de golpe sus tormentos. Oía el diluvio golpear furiosamente los tejados y el claror de los relámpagos irrumpiendo las sombras de la celda estallaban sobre el jergón humedecido. El silencio – única celebración en su tragedia – cénit encontrado bajo muros, era horadado por el ruido – su enemigo mortal – que entraba al recinto con estruendo de batallas y sables.

Se sintió desguarnecido, sin madre que le recibiera el llanto, y abrazose a la almohada, como al escudo el pecho combatiente. Quería desplazar de su tormento el ruido resonante de tormenta ¡Qué tardes y qué noches! Mientras La Plata anegaba sus bien trazadas diagonales, las celdas hacían agua; caía de los techos horadados, sin remota posibilidad de auxilio, sin cosa más que el jabón para tapar agujeros. La “modelo” había dejado en su estructura largas “cometas” que se transformaban en intensas rajaduras.
Leer todo el artículo - CerrarIncreíblemente supersticioso, “il buono” de Suetonio Da Bene recurría a explicaciones sorprendentes de nimios sucesos de la vida entre rejas. Veía sospechas donde no las había – al menos en apariencia. Examinaba los cambios de guardia con ribetes sensacionalistas o sacando conclusiones ilógicas. Iba catalogando cada uno de los guardias y les ponía motes inverosímiles: “cara de candado”, “el jote”, “purulento”, “carpincho”, “el chimango”. Y reía para adentro. Eran los llamados “empleados”: unos, con uniforme; otros de guardapolvo gris. Los oficiales eran casi todos jóvenes imberbes, la gorra semiladeada, chaquetilla de corset, pantalón de raya planchada, botas lustradas, camisa marrón, corbatín tirando a gris oscuro. Provenían de barrios aledaños: Berisso o Ensenada, semilumpen, que no trabajaron en astilleros o frigoríficos para hacer estudios en el SPF (Servicio Penitenciario Federal), donde los formaban prolijamente en la “noble tarea” de deshumanización de presos. El odio llameaba sus pupilas, nunca dirigidas de frente; miradas de soslayo, traicioneras y altivas. Odio al de abajo, al oprimido, el que está hecho para recibir patadas y puñetazos.

Servidores del gerundio, movilizaban a los presos – a quienes jamás miraban – con voces rotundas: “¡Caminando!”, “¡Adelantando”!, “¡Volviendo”! Y, si usaban sustantivos, estos sonaban bien tajantes: “mate cocido”, “cantina” (en donde desplumaban a los presos), “visita”, y, enseguida: “¡Alineando!”

Suetonio sufría los embates de tanta resaca que llegaba desde las orillas del río epónimo. Sufría más que todos los otros enrejados, porque no estaba aprovisionado para tales vicisitudes. Cayó – contra toda provisión – desde muy alto, de posiciones que saboreaban el gusto del poder, hasta muy abajo, en que la miseria humana deja de ser frase o entelequia, para convertirse en infortunio roído por la lepra.

Dice en una de las solapas de El silenciero cautivo, de Ángel Bustelo:
Leyendo este libro suyo, sabremos, de su pluma, (y por haberlo sufrido en propia carne) la ignominia de la cárcel de la dictadura – la de La Plata es un símbolo – y la magnitud de las heridas inferidas a un pueblo conmovedoramente pacífico como es el nuestro. Se sabrá cómo los hombres de prensa (Di Benedetto), y los de las ideas, pagaron tributo tremendo a la desorbitada acción de esas hordas, siempre las mismas (Uriburu, 1930); Rawson, Ramírez, Farrel, Perón, 1943; Aramburu – Rojas 1955; Onganía, 1966; Levingston, Lanusse, 1971 – 73; Videla, Viola, Bignone, 1976 – 83) este libro arde en arrebatada acusación, además de ser un lírico con toga de patriota. Bustelo no llegará a ser viejo. Porque ama la vida, ama a su patria y está en condiciones anímicas de volver a presidio, cien veces todavía, si ello fuera útil, para contar después el alto sacrificio y el valiente y bello oficio de ser acusador irrevocable de míseros verdugos de una época.

La Quinta Pata

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