lunes, 1 de diciembre de 2008

“Telma” (fragmento de El silenciero cautivo)

El silenciero cautivo

Ángel Bustelo

Los días transcurrían iguales, monótonos, en función del jueves. El jueves era el día d visita para los pabellones Nueve y Diez, de un penal abarrotado con población que sumaba dos mil almas. Era el día anhelado, como para el pibe la tarde del domingo, en que irá al Italpark, en Buenos Aires, o a la matiné del oeste en la aldea del Oeste.

En el recreo mañanero, no se habla de otra cosa: se pregunta uno al otro si tendrá visita, si vendrá la madre, la mujer o el hermano, porque se conocen todos desde la visita anterior, o por confidencias de la celda o el patio.

El acontecimiento ocurre a las dos de la tarde, cuando el rancho de las once ha llegado a la planta de los pies. Cada cual en su cubículo espera el llamado, la voz del empleado pronunciando el apellido, el preso asoma la mano por el ventanuco y espera el crujido de la pesada puerta, la corrida del cerrojo, el abrir de la celda. Una columna se va formando hasta que se complete el número suficiente para partir. “Alineando”, “Caminado”.

Antes de dejar el pabellón, una primera requisa superficial: por delante, por detrás y los costados. Luego, un tramo largo atravesando pabellones, hasta arribar a un espacio vecino del locutorio. Allí están todos, en posición de firme, silencio absoluto, a disposición de los registradores, elemento de la “mano dura”. De a cuatro o cinco se los va llamando. “Desnudarse”. A actuar con diligencia, so pena de que se cancele la visita. Sacarse zapatos y medias, quitarse el uniforme, la camisa, hasta quedar como se vino al mundo. Se lo repasa por todos los costados, hasta los intersticios íntimos – por si esconde algo. Hay que moer la aveza y refregarse los cabellos, por idéntica razón. Entonces, queda habilitado para pasar al locutorio. Es una sala grande, rodeada de guardias en traje de fajina, o empleados de guardapolvo o traje de civil – para disimular. Moscardones puro ojos y orejas, al salto de alguna infracción a la moral; los esposos que se besan, novios que se devoran, la anciana que los mira con odio maternal. Los visitantes, desde lejos, hacen señas que van entrando; es que el tiempo huye vertiginosamente y hay tanto de qué hablar.
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Así, un día, apareció Telma. De ahí en más, no faltó un solo jueves en la visita de Suetonio Da Bene, salvo aquella vez que Suetonio permaneció diez días en las tinieblas del calabozo de castigo, al que los presos llamaban piadosamente “el chancho”. Telma, pintora de renombre, lo admiraba y le traía noticias sobre las gestiones que realizaban los amigos escritores, encabezados por Ernesto Sábato, prohombre de los derechos del hombre, en aras de su libertad.

Como aquella entrevista publicitada, en que Sábato y el ilustre ciego fueron invitados a almorzar con el dictador supremo, para conversar sobre los “escritores y el proceso”. Mucho después, en un reportaje, el autor de “Fulgor de Buenos Aires” y de “Historia universal de la infamia”, contó que su impresión del tiranuelo sudamericano, por la forma de manifestarse, parecía un caballero. Un caballero que con ellos no contrajo compromiso alguno, solo el de interesarse por el caso. Dijo que no sabía que había un escritor que estuviera preso a la orden suya, como titular del PEN, y que se alegraba de que estuviese vivo.

Suetonio escuchaba a Telma, sin abrigar esperanzas. Desde adentro, él sabía lo que era el régimen uniformado, su indiferencia, su inhumanidad. Sabía que la Junta y los tres todopoderosos estaban también presos de sus muertos, de los perseguidos y de los semimuertos, y de ese sistema infernal que habían creado, como en la convocatoria que hizo el aprendiz de brujo.

La Quinta Pata

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