Osvaldo Cascella
Ramón Vera, llevaba en la misma posición más de media hora, el quinto y por lo tanto el último alambre le había costado mucho más trabajo que los cuatro anteriores, que debió reemplazar por culpa del viejo toro, el que había perdido vista pero para nada su ímpetu macho y sin advertir el límite del territorio donde debía cumplir sus servicios, arremetió en pos de una vaquita que aún estaba tierna como para ser servida, cosa que al parecer del macho bravío no era tan cierta.
La cuestión es que el toro terminó enredado en los alambres y con las verijas muy averiadas. Ramón, primero lo tuvo que auxiliar en hacerlo zafar, además de procurarle unas curaciones a los efectos de desinfectarle las heridas, luego debió reparar el daño producido al alambrado.
Al abandonar la posición que lo obligaba la tarea, y ponerse erguido de pie, sintió el crujir de su osamenta que le recordaba que ya tenía pasado los cincuenta.
Por suerte había terminado y solo le faltaba encerrar los terneros de las lecheras. Lo único que le preocupaba era esa tormenta que durante toda la tarde había estado amagando, abriéndose y cerrándose como bailando con el viento que cada tanto refrescaba la llanura. En varias oportunidades de soslayo por debajo del ala del sombrero pudo ver en el horizonte unos relámpagos machazos que ampulosamente preanunciaban las fuerzas que representaban.
La tarea no planificada, provocada por la calentura taurina, le ocupó casi toda la tarde y tal vez por ser un trabajo manual, más aquietado que con la hacienda y que no requería mucha concentración, lo había llevado a meditar y tomar la determinación más importante de sus últimos treinta años. Ya lo había resuelto, ni la peor de las tormentas le impediría cumplir con su cometido.
En otras muchas oportunidades había llegado al mismo punto, pero siempre por una cosa o por otra había reculado en el instante decisivo. Quizás hoy el toro casi ciego le había dado una lección, y a pesar de haber tomado el hecho, por momentos con bronca, por otros lo hizo con cierta admiración hacia ese cornudo cuadrúpedo, con unas bolas enormes, las que no solo lucía como símbolo de su cojudez, también eran representativas de su espíritu y coraje.
Llevar los rollos de alambres y las herramientas de vuelta al galpón, le significaría mucho tiempo, por lo tanto las dejó dentro de una bolsa de arpillera y envueltas en una lona, al otro días las recogería.
Como queriendo acomodar los músculos caminó hasta su caballo, que se encontraba atado a un poste a unos quince metros de donde estaba trabajando, no iba a ser cuestión que por esas cosas de la mala leche se zafara un alambre del torniquete y lastimara a “Gardelito”, su muy bien parado alazán.
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Dos perros, al verlo en movimiento corrieron ladrando a su encuentro, dejando atrás el juego con las gallaretas y las liebres. Y mientras Ramón le acariciaba la cabeza al caballo, como pidiéndole que no caracolee, dado que los huesos no iban a dejarlo montar. El “Póngale” ya se había ubicado a la derecha del caballo, y el “No se baje” escoltaba el otro flanco del equino.
El hombre les agradeció el gesto, pero sin saber con certeza si esa rutina la hacían para limitarle el movimiento al caballo y facilitarle la monta o simplemente era el lugar elegido por ellos mismos para acompañarlo en las tareas o adonde fuera montado.
Observando que en ese momento se cerraban las nubes y el olor a tierra mojada alertaba la proximidad de la lluvia, taloneó a Gardelito y con un galope corto se dirigió hacia el montecito, lugar a donde también concurría la hacienda en busca de reparo. Ya entre las acacias con la diestra ayuda de los perros consiguió apartar las lecheras con sus terneros, arriándolos hasta el corral pegado al galpón chico que oficiaba de tambo.
Con un ardid tan viejo como los tiempos logró encerrar las crías, separándolas de sus madres y dejando a estas libres para que continúen con el pastoreo. A la mañana siguiente, llueve o truene estarían de vuelta para darles de mamar a sus hijos, aprovechando el auto encierre para el ordeñe de las ubres repletas de leche, que si hubiesen tenido los terneros a su lado las tendrían secas.
Ahora sí, cumplido el encierre, Gardelito quedó ensillado junto al bebedero, y Ramón con prontitud se dirigió a la casa, quitándose la camisa por el camino, ingresó al alero lateral que precedía a la puerta de la cocina y junto a la bomba de agua, bajo la atenta mirada de los perros echados, se sacó las botas, las medias, la faja que sujetaba la cintura, el pañuelo del cuello y por último apoyó el sombrero sobre las prendas. Con diestros bombazos llenó una palangana y comenzó a asearse, primeros los pies, luego los sobacos, brazos, cuello y cabeza, un poco del pecho y la espalda. Terminado con esto de un gancho descolgó una raída toalla y con especial velocidad y espasmódicos movimientos secó las partes mojadas, el apuro no solo se debía por la proximidad de la tormenta, ni por la ansiedad de su planificado encuentro, correspondía a intentar frotar el cuerpo para aliviar la incómoda sensación que producía la frialdad del agua extraída de bajo tierra.
Chancleteando unas viejas alpargatas, se encaminó hacia su cuarto en búsqueda de la ropa limpia. Cruzando la cocina en penumbras ingresó al cuarto, encendiendo una vela que se encontraba sobre la mesa de luz. Luego de abrir el ropero, eligió entre sus dos camisas de vestir, las llamadas domingueras. Luego de sacarse el pantalón de trabajo, buscó la bombacha negra pinzada la que ató a sus tobillos, por encima se puso un par de medias largas casi hasta la rodilla y de adentro de una caja guardada bajo la cama, extrajo un reluciente par de botas negras con caña alta acordeona, las que se colocó con bastante esfuerzo, una vez calzadas, con fuerza golpeó los tacos contra el piso y al mismo tiempo tiró de las orejas de la caña para terminar el ajuste al pie.
Buscó la camisa blanca seleccionada y el pañuelo de cuello de seda negra, el que anudó con prolijidad y esmero. De un cajón sacó la rastra con monedas de plata y el facón con mango y vaina de alpaca, ambos identificados con sus iniciales. Una vez colocados estos accesorios gauchos, busco la chaqueta corralera negra que hacía juego con la bombacha y el sombrero nuevo. Al que luego de pasarle el dorso de su mano por el ala, frente a un pequeño espejo colgado de la pared se lo acomodó en la cabeza, en ese instante un gran relámpago iluminó la habitación por cien velas como las que tenía encendida y justo ahí descubrió que no se había afeitado.
Con gesto de indignación, estaba encontrando la excusa justa para cancelar otra vez su compromiso. Al tiempo que cruzaba la habitación de ida y vuelta en signo de indecisión, la lluvia comenzó a sonar sobre las chapas de la casa, ya casi decidido a abandonar nuevamente el cometido, después de un fuerte trueno escuchó el bravo mugir del toro casi ciego.
Resuelto tomó una toalla limpia la que enroscó por sobre el pañuelo, buscó la vela y con el sombrero puesto abandonó la habitación ingresando a la cocina, de una gran pava vertió agua en un jarrito enlozado y saliendo al alero desde una repisita junto a la bomba tomó la brocha de afeitar, el jabón de tocador y una navaja de barbero. De memoria nomás enjabonó su rostro y con la navaja rasuró la barba. Mientras se limpiaba los restos de jabón con la toalla, regresó al cuarto y del cajón de la mesa de luz sacó un frasco de colonia, cuyo contenido refregó en sus manos, las que pasó sobre la cara y echó unas gotas sobre sus ropas.
Ahora si estaba listo, de atrás de la puerta de la cocina tomó una gran capa de lona, recuerdo del servicio militar en la caballería de Azul, que se utiliza para cubrir al jinete y gran parte del caballo, por lo tanto en extremo incómoda para colocársela de a pie y luego montar con semejante vuelo.
Con el atuendo colocado, cerró la puerta de la cocina con llave y con pasos largos, cuidando de no arrastrar la capa, se dirigió hacia su caballo, que ya se encontraba molesto por estar atado y ensillado bajo la lluvia.
Los perros desde abajo del alero seguían sus movimientos, y hasta que no lo vieron decidido a montar a Gardelito no se movieron, al verlo colocar el pie izquierdo en el estribo salieron corriendo a la intemperie y buscaron sus habituales posiciones junto al caballo.
Mientras acomodaba la capa para cubrir en lo más posible a Gardelito, con voz firme le ordenó a uno de los perros:
- “Póngale”, Usted me acompañó ayer, hoy le toca venir al “No se baje”, se queda a cuidar la casa. Vamos, camine a donde le dije.”
Sin más, el perro en una demostración de inteligencia superior, a la carrera regresó hacia la cobertura del alero. De seguro pensando que no era una tardecita muy propicia para andar de paseo.
Ramón, luego de observar el cumplimiento de su orden, taloneó suavemente al caballo y lentamente comenzó la marcha hacia el camino de entrada al campo. Con presteza y habilidad el acompañante se instaló bajo la panza del caballo y así caminó protegido.
Pasada la tranquera que divide el primer cuadro de pastoreo, con el área del casco del establecimiento, el hombre sacó de debajo de la capa una mano con un cigarrillo que llevó a la boca, luego saco el Carusita que el patrón le había regalado para su último cumpleaños y sin mayor problema logró encender el cigarrillo.
Haciendo caso omiso a la lluvia que por momentos castigaba con fuerza, con la exhalación de la primera bocanada de humo, comenzó a hablar para los presentes, o sea él, un caballo y un perro.
Ustedes bien saben, que hace como diez años, todos los santos días, salvo los domingos que está cerrado, vamos al boliche con la excusa de comprar los dos atados de cigarros Monterrey.
Seguro que ustedes piensan, “pero qué tipo pavo, si el Patrón todas las semanas le manda dos cartones, que los amontona arriba del ropero”.
Pero claro, ustedes no entienden, que van a entender si son muy vivos para algunas cosas, pero a la final no dejan de ser animales.
Buenos animales, sin ofender les digo, pero es así nomás, hay cosas que nunca van a entender de un cristiano.
Como ese toro loco, le agarró la calentura y a la mierda con el alambrado, casi se capa el muy animal.
Pero para el hombre no es así, sé de algunos que medio son así.
Pero a mí eso no me sale.
Cuando estoy necesitado, saben que vamos a La Colorada y ahí siempre alguna guaina por unos pesos nos hace un favorcito que nos deja aliviados un tiempito. ¿O no?
Pero esto es distinto, no es lo mismo, es muy difícil de explicar, tendría que haber sido cantor o recitador para poder decirlo con propiedad, y no soy otra cosa que un paisano.
Ojo eh, a no equivocarse, diestro para muchas cosas, pero para estas, reconozco, soy un queso. Sí señor, un queso de rallar, de ese, del duro, del más duro.
Por unos minutos, guardó silencio y fumó hasta consumir el cigarrillo, luego de arrojarlo, volvió a explayarse.
- Y si, fue para el 56, ustedes no se acuerdan, pero yo sí.
Es más, les digo que fue para el verano del 56, apenas empezado el año.
Seguro que fue en esa época, claro, si los Rizzo cerraron el almacén muy antes de la Navidad, es así, además me acuerdo que el incendio del galpón fue en víspera de la semana santa.
Vos Gardelito te debés acordar bien, creo que fue la única vez que te hice correr tanto.
Bueno, además de las cuadreras cuando los dos éramos jóvenes, cuántos pesos hicimos en esos tiempos, ¿No es cierto?
Vos también ligabas, acordate cuando te compré el cabezal trenzado con botones de plata, y después los bastos con estribos también con apliques de plata. Que tiempos, ¿eh?
Hacíamos roncha en las fiestas, ¿Te acordás Gardelito?
Ramón Vera volvió a guardar silencio y la sonrisa provocada por los buenos recuerdos, se borró cuando otra historia le vino a la memoria:
- Nos duró hasta la rodada. Qué porrazo feo nos pegamos.
Ah, fijate vos, ahí sí faltamos, en esa oportunidad estuvimos una semana sin salir del campo.
Como para salir, yo en el catre con dos costillas fisuradas, y vos hermano, te salvaste cagando, te querían sacrificar.
Don Ávila te salvó, ¡como sabía de caballos ese viejo!, Dios lo tenga en la gloria.
Te ponía un ungüento que solo él sabía que tenía y arriba una venda en la mano y en la pata derecha.
Tres veces por día y en una semana te sacó adelante.
Lo parió con el viejo, siempre amagaba que me iba a dar la receta del menjunje después se hacia el oso. Esa era su única arma, pobre,
¿Para qué otra cosa lo podían llamar? Si de siempre estuvo cachuzo.
Eso sí, hasta los veterinarios lo consultaban cuando se les ponía difícil y se llevó el secreto a la tumba, nomás.
Habiendo arribado a la tranquera principal, volvió a sacar la mano para quitar el perno y levantar el gancho. Sin desmontar logró abrir, salir y volver a cerrar. El único que debió exponerse al aguacero fue el perro que tuvo que abandonar su posición debajo del caballo para no sufrir una pisadura.
Al regresar la mano bajo la cobertura, buscó otro cigarro, el que encendió antes de salir al camino, desde ahí le faltaba una legua para llegar a destino.
Retomado el ritmo del paso, el “No se baje”, midió el salto y después de unos amagues, avisando con un ladrido cortito, volvió a meterse bajo la panza del “Gardelito”, aunque advertido este realizó unos movimientos extraños con sus patas, como para facilitarle el ingreso. Estos provocaron una cierta molestias al jinete, quien les rezongó un poco, solo como para marcar su presencia.
Llegando a la curva de la esquina, advirtió que ya el piso estaba hecho un barrial, con suaves movimientos de rienda desvió al caballo del camino, llevándolo pegado al alambrado. El pequeño ascenso hacia la tierra firme, obligó al perro volver a la intemperie, haciendo saber su protesta ladrando.
Vera, molesto le dijo: - Mire usted, si no le gusta mojarse, vuélvase para las casas y déjese de joder, que nadie le dio vela en este entierro.
“No se baje” sin darse por aludido, avisó a “Gardelito” volviendo a su reparo. Normalizado el paso. Ramón volvió a hablar en voz alta:
Qué cosa la memoria, me acuerdo patente el día que llegaron, es más, sé que era un domingo porque volvíamos del lado de la estación, sí señor, habíamos estado jugando al truco y escuchando el partido…, pero..., será posible no me acuerdo qué equipos eran, de seguro Boca o River.
Capaz que Racing, porque estaban el Cacho Díaz, los hermanos Ferreti, el vasco Telechea, con el jugamos en pareja contra los hermanos. Bueno, pero eso no viene al cuento.
La cuestión es que de vuelta, pasamos obligados por lo de los Rizzo, que venía cerrado como hacía más de un mes, los radicales habían echado buenas y se fueron para el pueblo a abrir negocios allá.
La cosa fue que de un camioncito todo desvencijado estaban bajando unos pocos muebles, un hombre mayor y una mujer vestida con ropa de hombre, me acuerdo que tenía puesto un mameluco de mecánico y un pañuelo floreado en la cabeza, solo por eso me avivé que era una mujer, y además cuatro nenas, de más o menos doce a seis años, que llevaban para adentro las cosas chicas.
Entonces nos arrimamos y como corresponde a un criollo, ofrecimos ayudar.
El hombre, pobre, aceptó enseguida, pero la mujer me midió con dura mirada y preguntó quién ofrecía ayuda.
Ahí nomás eché pie en tierra, sacándome el sombrero me acerqué con la mano estirada y me presenté. “Mucho gusto señora, soy Ramón Vera, el encargado de la Estancia Las Rosas, la de acá enfrente, digamos que soy el vecino más cercano.”
Ella, sujetando y moviendo con fuerza la mano, respondió: “Mi nombre es Beatriz Sosa, pero todos me dicen Bety. Alquilé el negocio a los Rizzo y lo voy a volver a abrir, las chicas son mis hijas y el señor es un amigo que me ayudó con la mudanza. Se le agradece el gesto, con que nos ayude a bajar los muebles grandes ya estaría bien, así el amigo puede volver antes que se le haga noche, después con las chicas yo me arreglo para entrarlos.
Así fue como la conocí a la Bety, cinchándole los muebles, los más pesado fue un ropero de cuatro puertas con un espejo enorme y el elástico de la cama matrimonial con los respaldares de bronce. Miren, si me habré soñado en esa cama.”
Dándole un respiro a los recuerdos, pitó varias veces el pucho en silencio y arrojó con fuerza la colilla. Después volvió a la charla:
Mujer dura y trabajadora, me acuerdo que al otro día nomás blanqueó con cal toda la fachada, y con grandes letras azules pintó “Almacén General y Bar LA BETY”, lo mismo que está ahora y repasa religiosamente todos los años.
Yo la vi porque ese día haciéndome como que recorría el alambrado me fui a espiarla y de a pie nomás salté el alambre y me crucé hasta el boliche.
Los perros le avisaron de mi presencia y desde arriba de la escalera me saludó con lo justo, un buen día, nomás.
Yo, haciéndome el simpático le volví a ofrecer ayuda. Casi sin mirarme me dijo: “Usted ya tiene un trabajo pago y no es justo para su patrón, que con su plata haga otra cosa y yo no tengo plata para pagar este trabajo, por lo tanto lo hago yo.”
Siempre fue así de cortante, para aflojar le contesté que lo ofrecía como gauchada, sin esperar pago alguno. Y en seco ¿Qué me dijo? “El día que necesite una gauchada, esté seguro que al primero que se la voy a pedir va a ser a usted”
Medio me calentó, tanta soberbia y de bronca le dije:
“Disculpe que me meta pero Almacén General está mal, es Almacén de Ramos Generales”. ¿Saben que me contestó? Sin mirarme siquiera, desde arriba dijo: - Lo que pasa que a mí no me gustan los Generales, a mí me gusta un solo General, y así lo hago saber, el que entienda, bien y el que no, a esta altura no me importa”. Ahí nomás me despedí y calladito la boca pegué la vuelta a lo mío.
Pero esa conversación fue mi perdición, saberla así, sola, con tanto carácter y tan segura de sí misma. Me perforó la mollera y lo que me liquidó del todo fue cuando lo del incendio del depósito.
¿Se acuerdan qué calor hacia esa noche? Tanto era el calor que no se podía dormir adentro. Había sacado una silla afuera y estaba en calzoncillos tomando unos amargos, como siempre mirando para el boliche. Serían como las dos de la mañana, cuando empecé a ver los primeros destellos.
Me puse la bombacha y así en cuero y en patas, lo chiflé a usted Fardelito
¿Se acuerda, no? Lo monté en pelo y sin freno, de las crines nomás.
Nos mandamos esa galopeada a lo loco.
Pero llegamos justo, antes que agarraran fuego las latas de kerosén, y a meta balde pudimos dominar el fuego, los dos solos entrábamos al galpón y tirábamos agua, las dos chicas más grandes le daban a la bomba cargando los baldes y pobres las más chiquitas lloraban asustadas.
La Bety se había echado un balde de agua encima del camisón y me encajó uno a mí para resistir el calor y no incendiarnos. Cosa que repitió varias veces.
La cuestión que después de lidiar un rato largo con el fuego, cuando estuvimos seguros que no había más peligro, paramos con el agua y nos quedamos juntos de pie frente a la puerta del galpón mirando para adentro.
En un momento gire la cabeza para hablarle y ella sin decir nada, me abrazó fuerte y me dio un beso en la mejilla derecha.
Después de soltarme me dio las gracias a su manera, y en ese mismo instante pude ver su cuerpo desnudo debajo del camisón mojado, se traslucía todo, los pechos con dos pezones hermosos, la cintura, el vientre, las piernas y ustedes se imaginan que más.
Ver ese cuerpo perfecto sin ningún rastro de haber parido cuatro veces, esa imagen jamás me la pude sacar de la cabeza.
Enseguida nomás, llegaron los ferroviarios con el carro aguatero y el Jefe de la estación dándole a la campana.
Al oírlos, ella corrió a la casa y se cambió de ropas.
A lo que voy, lo importante de toda esta historia, es que yo fui el único que la vio desnuda, se puede decir, y que no le importó que la viera así.
Pero a mí sí me importó y mucho, desde ese día hacemos este peregrinaje diario, tan solo para verla aunque sea de lejos.
Ustedes saben que la compra de los cigarrillos es una excusa, nada más que una zonza excusa.
Que por ella, por miedo a no volver a verla no le acepté al patrón el puesto de capataz en la “San Blas”, que todavía me está esperando.
Creo que puedo contar con los dedos las veces que pudimos hablar a solas y cuando juntaba coraje para decirle lo que sentía por ella, siempre alguien llegaba o la llamaba alguna de las hijas.
Y sí, también reconozco que varias veces me acobardé, frente a ella no tuve manera de sacar todas las palabras que había practicado por horas, por días, por meses y a esta altura por años. ¡Qué cagón!
A pesar de la cortina de agua y el avance de la tarde noche, ya se divisaba la construcción blanqueada del boliche La Bety, mentalmente una vez más repasó lo que tenía pensado decirle, y mientras lo hacía oía el crujir de sus tripas, que no chillaban por hambre, sino por nervios.
El último trecho lo hizo en silencio, solo se escuchaba el chapotear de los vasos del caballo en los cada vez más profundos charcos y el retumbar de los truenos que no cedían en su fuerza.
Ya dejando el camino e ingresando al amplio terreno que precedía al boliche, se sorprendió al escuchar el ladrido de los perros de la casa y que estos le salieran al cruce con ánimo de frenarlo.
Mala señal, pensó, si estos están sueltos significa que el negocio está cerrado.
No haciendo caso a su presunción continuó avanzando, debiendo gritarle al “No se baje” que se mantuviera quieto, dado que ya quería entreverarse en pelea con los guardianes locales.
A escasos metros de la casa sintió que se le venía el mundo abajo, la puerta principal del boliche estaba cerrada. Con la respiración cortada, detuvo el paso del caballo y ya dispuesto a pegar la vuelta, escuchó desde adentro de la casa la voz de Bety, quien socarronamente le gritaba:
- “Esta lloviendo y cayó piedra, quien otro podría ser que el Ramón Vera”.
Se quedó tieso, mientras sentía que la cara le iba a explotar de vergüenza, ahí permanecía bajo la lluvia sin atinar qué hacer, era una imagen espectral con esa inmensa capa que cubría jinete y cabalgadura, iluminada esporádicamente por los relámpagos.
El alboroto provocado por los perros cesó cuando escucharon la voz de la patrona, quien por la puerta de ingreso al comercio, con una sola hoja abierta y asomando apenas la cabeza, ordenaba:
- “Vamos perros, caminen adentro. Dejen en paz a ese pobre fantasma”.
La comitiva de visita continuaba estática y solo se puso en movimiento, luego que la dueña de casa gritara:
- “Déle Ramón, ¿o quiere morir ahogado? Muévase, lleve el caballo al palenque del cobertizo y venga para adentro”.
Ramón respiró profundamente y con un suave taloneo condujo al Gardelito donde le había indicado Bety. Al reparo, desmontó y sobre el mismo palenque donde ató el caballo colocó la capa lo más extendida posible para que se escurriera.
Luego se acomodó el sombrero y repasó velozmente el estado de la vestimenta, arregló la caída de la bombacha sobre el borde de la caña de las botas, tironeó un poco las mangas de la corralera y lo mismo de atrás y de adelante de la prenda. Sujetó con firmeza la rastra y acondicionó el facón en la parte posterior de la cintura.
Ahora sí estaba listo, una nueva inhalación profunda, le dio el empuje final, para realizar una corta carrera hasta la puerta de ingreso. Al transponerla se sorprendió por la penumbra en que se encontraba el salón, solo una lámpara de kerosén se encontraba encendida sobre el largo mostrador.
Mientras sacudía sus botas, tratando de limpiar de barro las suelas sobre unos trapos de piso, escuchó la voz de Bety, la que en tono de preocupación le preguntaba:
- “¿Qué pasó Ramón? ¿Va a un velorio? ¿Quién falleció?”.
Vera debió forzar la vista para descubrir desde donde venía la voz, hasta que la encontró sentada sobre una mesa chica y recostada contra la pared en una posición natural, sin ningún dejo de sensualismo o provocación. Confundido solo atinó a decir:
- No sé por qué se le ocurre que hay un difunto.
- Por varias cosas, por haber salido con esta tormenta, por las pilchas que lleva puestas. Me llama la atención, con sencillez le contestó la mujer.
Ramón Vera avanzó hacia donde se encontraba Bety, y al acercarse pudo comprobar que no llevaba puesto el guardapolvo gris, que permanentemente usaba atendiendo el negocio, con el que escondía sus formas femeninas, las que él gracias al incendio pudo apreciar veladamente.
En la oportunidad vestía un simple vestido floreadito, abotonado al frente y sujeto a la cintura con una cinta de color, habiendo dejado sin abrochar los dos primeros y últimos botones, que por la posición le resaltaban las formas de los pechos y permitía observar las piernas un poco por arriba de las rodillas.
Esta apreciación, provocó en Ramón un suave sudor en la frente y palmas de las manos. Carraspeando decidió ir directamente al grano y en tono grave le dijo:
- Beatriz…, como usted sabe…, el domingo…
- Ramón ahí sobre la mesa a su lado tiene servida una ginebra, creo que con la mojadura le vendría bien, sin mala intención, interrumpió ella.
- Ahora no, en tal caso después de…, apurado respondió Ramón.
- Como guste, ahí la tiene y por cuenta de la casa, insistió Bety. Disculpe la interrupción, diga nomás lo escucho Vera, completó ella.
- Bueno…, le decía que como usted sabe, el domingo es la fiesta en la escuelita y yo quisiera…, este… Mejor dicho me gustaría mucho, más que gustarme… Sería un honor y un placer que…., Ramón interrumpió su parlamento y buscó el vaso con ginebra el que vació de un trago.
Ella lo venía escuchando con atención y con la cabeza marcaba cada interrupción dubitativa del orador, sin estar muy segura de lo que se traía Ramón, no dejaba de causarle simpatía como ese hombre moldeado en la dureza del trabajo rural, de probada valentía y coraje, con un corazón más grande que todo el pago, le costara tanto expresarse ante una mujer.
- Disculpe la mancada, pero tenía la garganta seca. Perdón ¿por dónde iba?, entre inocente y molesto preguntó Ramón.
- Que sería un honor y un placer que…, le apuntó ella con justeza y respeto.
- …que venga conmigo…, digo…, como mi compañera, como mi mujer, largó casi de corrido el hombre.
Beatriz, incorporándose bajó de la mesa y tomándolo de las manos lo condujo hasta la mesa donde estaba la botella y el vaso de ginebra, con un gesto lo invitó a sentarse y ella hizo lo mismo frente a él. Sin soltarle las manos, le habló con una voz tierna y dulce que Ramón jamás había escuchado, ni imaginado pudiera salir de la boca de esa mujer que parecía de fierro. Ella sin dejar de mirarlo a los ojos, le respondió.
- Me encantaría, Ramón, le juro que me encantaría, pero no puedo.
A Ramón Vera no le gustó escuchar la negativa, molesto soltó sus manos y con dolor preguntó:
- ¿Tan poca cosa soy, para usted? ¿es eso no?
- No Ramón, no se confunda, para nada usted es poca cosa, con tono suave trató de contenerlo.
- ¿Y entonces? ¿Acaso nunca se dio cuenta lo que me pasa con usted?, en tono severo, pero sin levantar la voz le reprochó Vera.
- Claro que me di cuenta Ramón, o se cree que soy ciega o idiota.
Después de un pequeño gesto de aceptación, agregó:
- Que nunca lo vi durante las noches haciendo guardia desde el alambrado cuando alguna de las chicas estaba enferma.
O cuando tuvieron que operar de apendicitis a Laurita y le pedí que me mirara cada tanto el boliche, usted se venía todas las noches y dormía en el cobertizo con el recado y una manta.
O la visita diaria a comprar los innecesarios dos atados de Monterrey, cuando su patrón venía al campo, pasaba por aquí para comprarle los cartones, sino se los había mandado antes por encomienda.
O la vez que se emborracharon los peones de la cuadrilla del “Polaco” poniéndose guarangos, cargosos, usted los enfrentó por defenderme a riesgo que lo mataran.
Yo sé muy bien que esas cosas, un hombre como usted, solo las hace por amor.
Con ternura Bety le descubrió lo que él consideraba sus actos secretos de amor.
Confundido, de pronto se sintió desnudo y desarmado ante la mujer de sus desvelos, se tomó unos segundos como para recomponerse y con dolor le preguntó:
- ¿Entonces, si sabe todo eso de mí, no pude dudar de la seriedad de mis intenciones? Dígame entonces ¿por qué me rechaza?
- No Ramón no es que lo rechazo, le dije que no se confunda, le dije que no puedo.
Tratando de no herirlo, ella intentaba encontrar las palabras justas, sin develar su propio secreto.
Él con la cabeza gacha, la movía en señal de negativa, sin entender que significaba el que no lo rechazaban pero, tampoco lo aceptaban.
- Ramón, escúcheme lo que voy a decirle y lo hago porque yo también lo quiero y confió ciegamente en usted, eso que le quede bien claro.
Con voz entrecortada y lagrimas en sus ojos ella concluyó su confesión agregando:
- Soy casada Ramón, soy casada, tengo marido.
Sorprendido el hombre se irguió de golpe contra el respaldo de la silla y casi con ira le dijo:
- ¿Qué clase de marido abandona la mujer y sus hijas en medio de la nada?
¿Qué clase marido deja que su mujer se deslome en un trabajo para hombres?.
Beatriz posó su mano sobre la boca del gaucho obligándolo a callar, entonces le dijo:
- Mi marido estuvo preso y ahora está exiliado en Panamá.
Ya estaba todo casi arreglado, pero parece que los milicos agarran de nuevo el gobierno y volvemos para atrás. Yo nunca me quise ir, para que mis hijas no pierdan su patria.
El haber venido acá fue una decisión mía, sabía que aquí en el medio de la nada, como dice usted, nadie me molestaría. Por eso siempre guardé el secreto y nunca dije, si era casada, viuda o divorciada.
Si antes, Ramón Vera estaba confundido, ahora estaba sorprendido en extremo, nunca se le hubiese ocurrido esta situación. Solo sentía que no podría ponerse de pie pues las piernas no le responderían.
Como pudo expuso el gran amor que tenía por esa mujer, ella le había confesado el suyo, pero no le quedaba nada, estaba vacío.
Ahora él era un auténtico fantasma, todo lo que había atesorado se le había esfumado como el humo de un cigarro.
Afirmándose en la mesa con esfuerzo se paró, con suma y desconocida ternura acarició la cabeza de Beatriz que apoyada sobre sus antebrazos lloraba sin consuelo.
Retrocediendo lentamente y sin dejar de mirarla, buscaba la puerta de salida, en cuanto ella levantó la vista para buscarlo. Ramón con timidez le preguntó:
- Si no es demasiada indiscreción, se puede saber qué hizo.
- Participó en la elaboración del Estatuto del Peón Rural y colaboró en su aplicación con el General, la Sociedad Rural nunca se lo va a perdonar, entre sollozos Beatriz le respondió.
- Mis respetos a ese criollo. Adiós Bety, se despidió tocando con firmeza el ala del sombrero.
La lluvia no disminuía y había aumentado la oscuridad, al trasponer la puerta del local, apenas dobló para dirigirse al cobertizo, se apoyó contra la pared y quitándose el sombrero levanto su cara al cielo, dejando que el agua se mezclara con sus lágrimas. Permaneció en esa posición hasta que se disipó el nudo en la garganta que lo estaba ahogando.
Sin importarle que la lluvia dañara su mejor vestuario, llegó al cobertizo, se colocó la capa, encendió un cigarrillo y montó al Gardelito.
Al paso lento llegaron hasta el camino y por costumbre el caballo intentó girar hacia la izquierda rumbo a la querencia.
Ramón Vera ejerció el poder de las riendas y le indicó el camino contrario, irían hacia la estación.
También entró en confusión el perro, que no tuvo tiempo de ubicarse debajo del equino, dado que del paso lento taloneó más fuerte para pasar al trote y a los metros le exigió galope, así avanzaron por el camino peligrosamente anegado. En pocos minutos consumieron la legua y media que separaba el Boliche de La Bety de la estación del tren.
Con el caballo extenuado se detuvo frente a la puerta de la casa del Jefe ferroviario y sin desmontar lo llamó a viva voz:
- Don Martínez, Don Martínez, necesito mandar un telegrama urgente.
Del interior de la casa, en ropa de dormir Martínez, entreabriendo la puerta, preguntó:
- ¿Qué pasa, tanto grito?, ¿quién quiere mandar un telegrama?
- Yo, Ramón Vera, el encargado de Las Rosas, Don Martínez, con tono autoritario respondió el montado,
- Ramón, ¿qué pasó?, venga bájese, tómese algo caliente, mire como está todo empapado, al reconocerlo, con afecto respondió el ferroviario.
- No gracias, estoy apurado. Mándele a mi patrón un telegrama que diga:
“Estoy listo para ir a San Blas lo antes posible. Firmado: Ramón Vera.”
- ¿Eso es todo?, preguntó intrigado Martínez.
- Sí, eso es todo. Buenas Noches y Gracias, respondió Ramón.
Haciendo girar el caballo lo taloneó suavemente y al paso lento iniciaron el camino de regreso hacia Las Rosas, seguro que nunca más lo haría una noche con lluvia.
Red Nacional y Popular, 19 – 08 – 09
El hombre les agradeció el gesto, pero sin saber con certeza si esa rutina la hacían para limitarle el movimiento al caballo y facilitarle la monta o simplemente era el lugar elegido por ellos mismos para acompañarlo en las tareas o adonde fuera montado.
Observando que en ese momento se cerraban las nubes y el olor a tierra mojada alertaba la proximidad de la lluvia, taloneó a Gardelito y con un galope corto se dirigió hacia el montecito, lugar a donde también concurría la hacienda en busca de reparo. Ya entre las acacias con la diestra ayuda de los perros consiguió apartar las lecheras con sus terneros, arriándolos hasta el corral pegado al galpón chico que oficiaba de tambo.
Con un ardid tan viejo como los tiempos logró encerrar las crías, separándolas de sus madres y dejando a estas libres para que continúen con el pastoreo. A la mañana siguiente, llueve o truene estarían de vuelta para darles de mamar a sus hijos, aprovechando el auto encierre para el ordeñe de las ubres repletas de leche, que si hubiesen tenido los terneros a su lado las tendrían secas.
Ahora sí, cumplido el encierre, Gardelito quedó ensillado junto al bebedero, y Ramón con prontitud se dirigió a la casa, quitándose la camisa por el camino, ingresó al alero lateral que precedía a la puerta de la cocina y junto a la bomba de agua, bajo la atenta mirada de los perros echados, se sacó las botas, las medias, la faja que sujetaba la cintura, el pañuelo del cuello y por último apoyó el sombrero sobre las prendas. Con diestros bombazos llenó una palangana y comenzó a asearse, primeros los pies, luego los sobacos, brazos, cuello y cabeza, un poco del pecho y la espalda. Terminado con esto de un gancho descolgó una raída toalla y con especial velocidad y espasmódicos movimientos secó las partes mojadas, el apuro no solo se debía por la proximidad de la tormenta, ni por la ansiedad de su planificado encuentro, correspondía a intentar frotar el cuerpo para aliviar la incómoda sensación que producía la frialdad del agua extraída de bajo tierra.
Chancleteando unas viejas alpargatas, se encaminó hacia su cuarto en búsqueda de la ropa limpia. Cruzando la cocina en penumbras ingresó al cuarto, encendiendo una vela que se encontraba sobre la mesa de luz. Luego de abrir el ropero, eligió entre sus dos camisas de vestir, las llamadas domingueras. Luego de sacarse el pantalón de trabajo, buscó la bombacha negra pinzada la que ató a sus tobillos, por encima se puso un par de medias largas casi hasta la rodilla y de adentro de una caja guardada bajo la cama, extrajo un reluciente par de botas negras con caña alta acordeona, las que se colocó con bastante esfuerzo, una vez calzadas, con fuerza golpeó los tacos contra el piso y al mismo tiempo tiró de las orejas de la caña para terminar el ajuste al pie.
Buscó la camisa blanca seleccionada y el pañuelo de cuello de seda negra, el que anudó con prolijidad y esmero. De un cajón sacó la rastra con monedas de plata y el facón con mango y vaina de alpaca, ambos identificados con sus iniciales. Una vez colocados estos accesorios gauchos, busco la chaqueta corralera negra que hacía juego con la bombacha y el sombrero nuevo. Al que luego de pasarle el dorso de su mano por el ala, frente a un pequeño espejo colgado de la pared se lo acomodó en la cabeza, en ese instante un gran relámpago iluminó la habitación por cien velas como las que tenía encendida y justo ahí descubrió que no se había afeitado.
Con gesto de indignación, estaba encontrando la excusa justa para cancelar otra vez su compromiso. Al tiempo que cruzaba la habitación de ida y vuelta en signo de indecisión, la lluvia comenzó a sonar sobre las chapas de la casa, ya casi decidido a abandonar nuevamente el cometido, después de un fuerte trueno escuchó el bravo mugir del toro casi ciego.
Resuelto tomó una toalla limpia la que enroscó por sobre el pañuelo, buscó la vela y con el sombrero puesto abandonó la habitación ingresando a la cocina, de una gran pava vertió agua en un jarrito enlozado y saliendo al alero desde una repisita junto a la bomba tomó la brocha de afeitar, el jabón de tocador y una navaja de barbero. De memoria nomás enjabonó su rostro y con la navaja rasuró la barba. Mientras se limpiaba los restos de jabón con la toalla, regresó al cuarto y del cajón de la mesa de luz sacó un frasco de colonia, cuyo contenido refregó en sus manos, las que pasó sobre la cara y echó unas gotas sobre sus ropas.
Ahora si estaba listo, de atrás de la puerta de la cocina tomó una gran capa de lona, recuerdo del servicio militar en la caballería de Azul, que se utiliza para cubrir al jinete y gran parte del caballo, por lo tanto en extremo incómoda para colocársela de a pie y luego montar con semejante vuelo.
Con el atuendo colocado, cerró la puerta de la cocina con llave y con pasos largos, cuidando de no arrastrar la capa, se dirigió hacia su caballo, que ya se encontraba molesto por estar atado y ensillado bajo la lluvia.
Los perros desde abajo del alero seguían sus movimientos, y hasta que no lo vieron decidido a montar a Gardelito no se movieron, al verlo colocar el pie izquierdo en el estribo salieron corriendo a la intemperie y buscaron sus habituales posiciones junto al caballo.
Mientras acomodaba la capa para cubrir en lo más posible a Gardelito, con voz firme le ordenó a uno de los perros:
- “Póngale”, Usted me acompañó ayer, hoy le toca venir al “No se baje”, se queda a cuidar la casa. Vamos, camine a donde le dije.”
Sin más, el perro en una demostración de inteligencia superior, a la carrera regresó hacia la cobertura del alero. De seguro pensando que no era una tardecita muy propicia para andar de paseo.
Ramón, luego de observar el cumplimiento de su orden, taloneó suavemente al caballo y lentamente comenzó la marcha hacia el camino de entrada al campo. Con presteza y habilidad el acompañante se instaló bajo la panza del caballo y así caminó protegido.
Pasada la tranquera que divide el primer cuadro de pastoreo, con el área del casco del establecimiento, el hombre sacó de debajo de la capa una mano con un cigarrillo que llevó a la boca, luego saco el Carusita que el patrón le había regalado para su último cumpleaños y sin mayor problema logró encender el cigarrillo.
Haciendo caso omiso a la lluvia que por momentos castigaba con fuerza, con la exhalación de la primera bocanada de humo, comenzó a hablar para los presentes, o sea él, un caballo y un perro.
Ustedes bien saben, que hace como diez años, todos los santos días, salvo los domingos que está cerrado, vamos al boliche con la excusa de comprar los dos atados de cigarros Monterrey.
Seguro que ustedes piensan, “pero qué tipo pavo, si el Patrón todas las semanas le manda dos cartones, que los amontona arriba del ropero”.
Pero claro, ustedes no entienden, que van a entender si son muy vivos para algunas cosas, pero a la final no dejan de ser animales.
Buenos animales, sin ofender les digo, pero es así nomás, hay cosas que nunca van a entender de un cristiano.
Como ese toro loco, le agarró la calentura y a la mierda con el alambrado, casi se capa el muy animal.
Pero para el hombre no es así, sé de algunos que medio son así.
Pero a mí eso no me sale.
Cuando estoy necesitado, saben que vamos a La Colorada y ahí siempre alguna guaina por unos pesos nos hace un favorcito que nos deja aliviados un tiempito. ¿O no?
Pero esto es distinto, no es lo mismo, es muy difícil de explicar, tendría que haber sido cantor o recitador para poder decirlo con propiedad, y no soy otra cosa que un paisano.
Ojo eh, a no equivocarse, diestro para muchas cosas, pero para estas, reconozco, soy un queso. Sí señor, un queso de rallar, de ese, del duro, del más duro.
Por unos minutos, guardó silencio y fumó hasta consumir el cigarrillo, luego de arrojarlo, volvió a explayarse.
- Y si, fue para el 56, ustedes no se acuerdan, pero yo sí.
Es más, les digo que fue para el verano del 56, apenas empezado el año.
Seguro que fue en esa época, claro, si los Rizzo cerraron el almacén muy antes de la Navidad, es así, además me acuerdo que el incendio del galpón fue en víspera de la semana santa.
Vos Gardelito te debés acordar bien, creo que fue la única vez que te hice correr tanto.
Bueno, además de las cuadreras cuando los dos éramos jóvenes, cuántos pesos hicimos en esos tiempos, ¿No es cierto?
Vos también ligabas, acordate cuando te compré el cabezal trenzado con botones de plata, y después los bastos con estribos también con apliques de plata. Que tiempos, ¿eh?
Hacíamos roncha en las fiestas, ¿Te acordás Gardelito?
Ramón Vera volvió a guardar silencio y la sonrisa provocada por los buenos recuerdos, se borró cuando otra historia le vino a la memoria:
- Nos duró hasta la rodada. Qué porrazo feo nos pegamos.
Ah, fijate vos, ahí sí faltamos, en esa oportunidad estuvimos una semana sin salir del campo.
Como para salir, yo en el catre con dos costillas fisuradas, y vos hermano, te salvaste cagando, te querían sacrificar.
Don Ávila te salvó, ¡como sabía de caballos ese viejo!, Dios lo tenga en la gloria.
Te ponía un ungüento que solo él sabía que tenía y arriba una venda en la mano y en la pata derecha.
Tres veces por día y en una semana te sacó adelante.
Lo parió con el viejo, siempre amagaba que me iba a dar la receta del menjunje después se hacia el oso. Esa era su única arma, pobre,
¿Para qué otra cosa lo podían llamar? Si de siempre estuvo cachuzo.
Eso sí, hasta los veterinarios lo consultaban cuando se les ponía difícil y se llevó el secreto a la tumba, nomás.
Habiendo arribado a la tranquera principal, volvió a sacar la mano para quitar el perno y levantar el gancho. Sin desmontar logró abrir, salir y volver a cerrar. El único que debió exponerse al aguacero fue el perro que tuvo que abandonar su posición debajo del caballo para no sufrir una pisadura.
Al regresar la mano bajo la cobertura, buscó otro cigarro, el que encendió antes de salir al camino, desde ahí le faltaba una legua para llegar a destino.
Retomado el ritmo del paso, el “No se baje”, midió el salto y después de unos amagues, avisando con un ladrido cortito, volvió a meterse bajo la panza del “Gardelito”, aunque advertido este realizó unos movimientos extraños con sus patas, como para facilitarle el ingreso. Estos provocaron una cierta molestias al jinete, quien les rezongó un poco, solo como para marcar su presencia.
Llegando a la curva de la esquina, advirtió que ya el piso estaba hecho un barrial, con suaves movimientos de rienda desvió al caballo del camino, llevándolo pegado al alambrado. El pequeño ascenso hacia la tierra firme, obligó al perro volver a la intemperie, haciendo saber su protesta ladrando.
Vera, molesto le dijo: - Mire usted, si no le gusta mojarse, vuélvase para las casas y déjese de joder, que nadie le dio vela en este entierro.
“No se baje” sin darse por aludido, avisó a “Gardelito” volviendo a su reparo. Normalizado el paso. Ramón volvió a hablar en voz alta:
Qué cosa la memoria, me acuerdo patente el día que llegaron, es más, sé que era un domingo porque volvíamos del lado de la estación, sí señor, habíamos estado jugando al truco y escuchando el partido…, pero..., será posible no me acuerdo qué equipos eran, de seguro Boca o River.
Capaz que Racing, porque estaban el Cacho Díaz, los hermanos Ferreti, el vasco Telechea, con el jugamos en pareja contra los hermanos. Bueno, pero eso no viene al cuento.
La cuestión es que de vuelta, pasamos obligados por lo de los Rizzo, que venía cerrado como hacía más de un mes, los radicales habían echado buenas y se fueron para el pueblo a abrir negocios allá.
La cosa fue que de un camioncito todo desvencijado estaban bajando unos pocos muebles, un hombre mayor y una mujer vestida con ropa de hombre, me acuerdo que tenía puesto un mameluco de mecánico y un pañuelo floreado en la cabeza, solo por eso me avivé que era una mujer, y además cuatro nenas, de más o menos doce a seis años, que llevaban para adentro las cosas chicas.
Entonces nos arrimamos y como corresponde a un criollo, ofrecimos ayudar.
El hombre, pobre, aceptó enseguida, pero la mujer me midió con dura mirada y preguntó quién ofrecía ayuda.
Ahí nomás eché pie en tierra, sacándome el sombrero me acerqué con la mano estirada y me presenté. “Mucho gusto señora, soy Ramón Vera, el encargado de la Estancia Las Rosas, la de acá enfrente, digamos que soy el vecino más cercano.”
Ella, sujetando y moviendo con fuerza la mano, respondió: “Mi nombre es Beatriz Sosa, pero todos me dicen Bety. Alquilé el negocio a los Rizzo y lo voy a volver a abrir, las chicas son mis hijas y el señor es un amigo que me ayudó con la mudanza. Se le agradece el gesto, con que nos ayude a bajar los muebles grandes ya estaría bien, así el amigo puede volver antes que se le haga noche, después con las chicas yo me arreglo para entrarlos.
Así fue como la conocí a la Bety, cinchándole los muebles, los más pesado fue un ropero de cuatro puertas con un espejo enorme y el elástico de la cama matrimonial con los respaldares de bronce. Miren, si me habré soñado en esa cama.”
Dándole un respiro a los recuerdos, pitó varias veces el pucho en silencio y arrojó con fuerza la colilla. Después volvió a la charla:
Mujer dura y trabajadora, me acuerdo que al otro día nomás blanqueó con cal toda la fachada, y con grandes letras azules pintó “Almacén General y Bar LA BETY”, lo mismo que está ahora y repasa religiosamente todos los años.
Yo la vi porque ese día haciéndome como que recorría el alambrado me fui a espiarla y de a pie nomás salté el alambre y me crucé hasta el boliche.
Los perros le avisaron de mi presencia y desde arriba de la escalera me saludó con lo justo, un buen día, nomás.
Yo, haciéndome el simpático le volví a ofrecer ayuda. Casi sin mirarme me dijo: “Usted ya tiene un trabajo pago y no es justo para su patrón, que con su plata haga otra cosa y yo no tengo plata para pagar este trabajo, por lo tanto lo hago yo.”
Siempre fue así de cortante, para aflojar le contesté que lo ofrecía como gauchada, sin esperar pago alguno. Y en seco ¿Qué me dijo? “El día que necesite una gauchada, esté seguro que al primero que se la voy a pedir va a ser a usted”
Medio me calentó, tanta soberbia y de bronca le dije:
“Disculpe que me meta pero Almacén General está mal, es Almacén de Ramos Generales”. ¿Saben que me contestó? Sin mirarme siquiera, desde arriba dijo: - Lo que pasa que a mí no me gustan los Generales, a mí me gusta un solo General, y así lo hago saber, el que entienda, bien y el que no, a esta altura no me importa”. Ahí nomás me despedí y calladito la boca pegué la vuelta a lo mío.
Pero esa conversación fue mi perdición, saberla así, sola, con tanto carácter y tan segura de sí misma. Me perforó la mollera y lo que me liquidó del todo fue cuando lo del incendio del depósito.
¿Se acuerdan qué calor hacia esa noche? Tanto era el calor que no se podía dormir adentro. Había sacado una silla afuera y estaba en calzoncillos tomando unos amargos, como siempre mirando para el boliche. Serían como las dos de la mañana, cuando empecé a ver los primeros destellos.
Me puse la bombacha y así en cuero y en patas, lo chiflé a usted Fardelito
¿Se acuerda, no? Lo monté en pelo y sin freno, de las crines nomás.
Nos mandamos esa galopeada a lo loco.
Pero llegamos justo, antes que agarraran fuego las latas de kerosén, y a meta balde pudimos dominar el fuego, los dos solos entrábamos al galpón y tirábamos agua, las dos chicas más grandes le daban a la bomba cargando los baldes y pobres las más chiquitas lloraban asustadas.
La Bety se había echado un balde de agua encima del camisón y me encajó uno a mí para resistir el calor y no incendiarnos. Cosa que repitió varias veces.
La cuestión que después de lidiar un rato largo con el fuego, cuando estuvimos seguros que no había más peligro, paramos con el agua y nos quedamos juntos de pie frente a la puerta del galpón mirando para adentro.
En un momento gire la cabeza para hablarle y ella sin decir nada, me abrazó fuerte y me dio un beso en la mejilla derecha.
Después de soltarme me dio las gracias a su manera, y en ese mismo instante pude ver su cuerpo desnudo debajo del camisón mojado, se traslucía todo, los pechos con dos pezones hermosos, la cintura, el vientre, las piernas y ustedes se imaginan que más.
Ver ese cuerpo perfecto sin ningún rastro de haber parido cuatro veces, esa imagen jamás me la pude sacar de la cabeza.
Enseguida nomás, llegaron los ferroviarios con el carro aguatero y el Jefe de la estación dándole a la campana.
Al oírlos, ella corrió a la casa y se cambió de ropas.
A lo que voy, lo importante de toda esta historia, es que yo fui el único que la vio desnuda, se puede decir, y que no le importó que la viera así.
Pero a mí sí me importó y mucho, desde ese día hacemos este peregrinaje diario, tan solo para verla aunque sea de lejos.
Ustedes saben que la compra de los cigarrillos es una excusa, nada más que una zonza excusa.
Que por ella, por miedo a no volver a verla no le acepté al patrón el puesto de capataz en la “San Blas”, que todavía me está esperando.
Creo que puedo contar con los dedos las veces que pudimos hablar a solas y cuando juntaba coraje para decirle lo que sentía por ella, siempre alguien llegaba o la llamaba alguna de las hijas.
Y sí, también reconozco que varias veces me acobardé, frente a ella no tuve manera de sacar todas las palabras que había practicado por horas, por días, por meses y a esta altura por años. ¡Qué cagón!
A pesar de la cortina de agua y el avance de la tarde noche, ya se divisaba la construcción blanqueada del boliche La Bety, mentalmente una vez más repasó lo que tenía pensado decirle, y mientras lo hacía oía el crujir de sus tripas, que no chillaban por hambre, sino por nervios.
El último trecho lo hizo en silencio, solo se escuchaba el chapotear de los vasos del caballo en los cada vez más profundos charcos y el retumbar de los truenos que no cedían en su fuerza.
Ya dejando el camino e ingresando al amplio terreno que precedía al boliche, se sorprendió al escuchar el ladrido de los perros de la casa y que estos le salieran al cruce con ánimo de frenarlo.
Mala señal, pensó, si estos están sueltos significa que el negocio está cerrado.
No haciendo caso a su presunción continuó avanzando, debiendo gritarle al “No se baje” que se mantuviera quieto, dado que ya quería entreverarse en pelea con los guardianes locales.
A escasos metros de la casa sintió que se le venía el mundo abajo, la puerta principal del boliche estaba cerrada. Con la respiración cortada, detuvo el paso del caballo y ya dispuesto a pegar la vuelta, escuchó desde adentro de la casa la voz de Bety, quien socarronamente le gritaba:
- “Esta lloviendo y cayó piedra, quien otro podría ser que el Ramón Vera”.
Se quedó tieso, mientras sentía que la cara le iba a explotar de vergüenza, ahí permanecía bajo la lluvia sin atinar qué hacer, era una imagen espectral con esa inmensa capa que cubría jinete y cabalgadura, iluminada esporádicamente por los relámpagos.
El alboroto provocado por los perros cesó cuando escucharon la voz de la patrona, quien por la puerta de ingreso al comercio, con una sola hoja abierta y asomando apenas la cabeza, ordenaba:
- “Vamos perros, caminen adentro. Dejen en paz a ese pobre fantasma”.
La comitiva de visita continuaba estática y solo se puso en movimiento, luego que la dueña de casa gritara:
- “Déle Ramón, ¿o quiere morir ahogado? Muévase, lleve el caballo al palenque del cobertizo y venga para adentro”.
Ramón respiró profundamente y con un suave taloneo condujo al Gardelito donde le había indicado Bety. Al reparo, desmontó y sobre el mismo palenque donde ató el caballo colocó la capa lo más extendida posible para que se escurriera.
Luego se acomodó el sombrero y repasó velozmente el estado de la vestimenta, arregló la caída de la bombacha sobre el borde de la caña de las botas, tironeó un poco las mangas de la corralera y lo mismo de atrás y de adelante de la prenda. Sujetó con firmeza la rastra y acondicionó el facón en la parte posterior de la cintura.
Ahora sí estaba listo, una nueva inhalación profunda, le dio el empuje final, para realizar una corta carrera hasta la puerta de ingreso. Al transponerla se sorprendió por la penumbra en que se encontraba el salón, solo una lámpara de kerosén se encontraba encendida sobre el largo mostrador.
Mientras sacudía sus botas, tratando de limpiar de barro las suelas sobre unos trapos de piso, escuchó la voz de Bety, la que en tono de preocupación le preguntaba:
- “¿Qué pasó Ramón? ¿Va a un velorio? ¿Quién falleció?”.
Vera debió forzar la vista para descubrir desde donde venía la voz, hasta que la encontró sentada sobre una mesa chica y recostada contra la pared en una posición natural, sin ningún dejo de sensualismo o provocación. Confundido solo atinó a decir:
- No sé por qué se le ocurre que hay un difunto.
- Por varias cosas, por haber salido con esta tormenta, por las pilchas que lleva puestas. Me llama la atención, con sencillez le contestó la mujer.
Ramón Vera avanzó hacia donde se encontraba Bety, y al acercarse pudo comprobar que no llevaba puesto el guardapolvo gris, que permanentemente usaba atendiendo el negocio, con el que escondía sus formas femeninas, las que él gracias al incendio pudo apreciar veladamente.
En la oportunidad vestía un simple vestido floreadito, abotonado al frente y sujeto a la cintura con una cinta de color, habiendo dejado sin abrochar los dos primeros y últimos botones, que por la posición le resaltaban las formas de los pechos y permitía observar las piernas un poco por arriba de las rodillas.
Esta apreciación, provocó en Ramón un suave sudor en la frente y palmas de las manos. Carraspeando decidió ir directamente al grano y en tono grave le dijo:
- Beatriz…, como usted sabe…, el domingo…
- Ramón ahí sobre la mesa a su lado tiene servida una ginebra, creo que con la mojadura le vendría bien, sin mala intención, interrumpió ella.
- Ahora no, en tal caso después de…, apurado respondió Ramón.
- Como guste, ahí la tiene y por cuenta de la casa, insistió Bety. Disculpe la interrupción, diga nomás lo escucho Vera, completó ella.
- Bueno…, le decía que como usted sabe, el domingo es la fiesta en la escuelita y yo quisiera…, este… Mejor dicho me gustaría mucho, más que gustarme… Sería un honor y un placer que…., Ramón interrumpió su parlamento y buscó el vaso con ginebra el que vació de un trago.
Ella lo venía escuchando con atención y con la cabeza marcaba cada interrupción dubitativa del orador, sin estar muy segura de lo que se traía Ramón, no dejaba de causarle simpatía como ese hombre moldeado en la dureza del trabajo rural, de probada valentía y coraje, con un corazón más grande que todo el pago, le costara tanto expresarse ante una mujer.
- Disculpe la mancada, pero tenía la garganta seca. Perdón ¿por dónde iba?, entre inocente y molesto preguntó Ramón.
- Que sería un honor y un placer que…, le apuntó ella con justeza y respeto.
- …que venga conmigo…, digo…, como mi compañera, como mi mujer, largó casi de corrido el hombre.
Beatriz, incorporándose bajó de la mesa y tomándolo de las manos lo condujo hasta la mesa donde estaba la botella y el vaso de ginebra, con un gesto lo invitó a sentarse y ella hizo lo mismo frente a él. Sin soltarle las manos, le habló con una voz tierna y dulce que Ramón jamás había escuchado, ni imaginado pudiera salir de la boca de esa mujer que parecía de fierro. Ella sin dejar de mirarlo a los ojos, le respondió.
- Me encantaría, Ramón, le juro que me encantaría, pero no puedo.
A Ramón Vera no le gustó escuchar la negativa, molesto soltó sus manos y con dolor preguntó:
- ¿Tan poca cosa soy, para usted? ¿es eso no?
- No Ramón, no se confunda, para nada usted es poca cosa, con tono suave trató de contenerlo.
- ¿Y entonces? ¿Acaso nunca se dio cuenta lo que me pasa con usted?, en tono severo, pero sin levantar la voz le reprochó Vera.
- Claro que me di cuenta Ramón, o se cree que soy ciega o idiota.
Después de un pequeño gesto de aceptación, agregó:
- Que nunca lo vi durante las noches haciendo guardia desde el alambrado cuando alguna de las chicas estaba enferma.
O cuando tuvieron que operar de apendicitis a Laurita y le pedí que me mirara cada tanto el boliche, usted se venía todas las noches y dormía en el cobertizo con el recado y una manta.
O la visita diaria a comprar los innecesarios dos atados de Monterrey, cuando su patrón venía al campo, pasaba por aquí para comprarle los cartones, sino se los había mandado antes por encomienda.
O la vez que se emborracharon los peones de la cuadrilla del “Polaco” poniéndose guarangos, cargosos, usted los enfrentó por defenderme a riesgo que lo mataran.
Yo sé muy bien que esas cosas, un hombre como usted, solo las hace por amor.
Con ternura Bety le descubrió lo que él consideraba sus actos secretos de amor.
Confundido, de pronto se sintió desnudo y desarmado ante la mujer de sus desvelos, se tomó unos segundos como para recomponerse y con dolor le preguntó:
- ¿Entonces, si sabe todo eso de mí, no pude dudar de la seriedad de mis intenciones? Dígame entonces ¿por qué me rechaza?
- No Ramón no es que lo rechazo, le dije que no se confunda, le dije que no puedo.
Tratando de no herirlo, ella intentaba encontrar las palabras justas, sin develar su propio secreto.
Él con la cabeza gacha, la movía en señal de negativa, sin entender que significaba el que no lo rechazaban pero, tampoco lo aceptaban.
- Ramón, escúcheme lo que voy a decirle y lo hago porque yo también lo quiero y confió ciegamente en usted, eso que le quede bien claro.
Con voz entrecortada y lagrimas en sus ojos ella concluyó su confesión agregando:
- Soy casada Ramón, soy casada, tengo marido.
Sorprendido el hombre se irguió de golpe contra el respaldo de la silla y casi con ira le dijo:
- ¿Qué clase de marido abandona la mujer y sus hijas en medio de la nada?
¿Qué clase marido deja que su mujer se deslome en un trabajo para hombres?.
Beatriz posó su mano sobre la boca del gaucho obligándolo a callar, entonces le dijo:
- Mi marido estuvo preso y ahora está exiliado en Panamá.
Ya estaba todo casi arreglado, pero parece que los milicos agarran de nuevo el gobierno y volvemos para atrás. Yo nunca me quise ir, para que mis hijas no pierdan su patria.
El haber venido acá fue una decisión mía, sabía que aquí en el medio de la nada, como dice usted, nadie me molestaría. Por eso siempre guardé el secreto y nunca dije, si era casada, viuda o divorciada.
Si antes, Ramón Vera estaba confundido, ahora estaba sorprendido en extremo, nunca se le hubiese ocurrido esta situación. Solo sentía que no podría ponerse de pie pues las piernas no le responderían.
Como pudo expuso el gran amor que tenía por esa mujer, ella le había confesado el suyo, pero no le quedaba nada, estaba vacío.
Ahora él era un auténtico fantasma, todo lo que había atesorado se le había esfumado como el humo de un cigarro.
Afirmándose en la mesa con esfuerzo se paró, con suma y desconocida ternura acarició la cabeza de Beatriz que apoyada sobre sus antebrazos lloraba sin consuelo.
Retrocediendo lentamente y sin dejar de mirarla, buscaba la puerta de salida, en cuanto ella levantó la vista para buscarlo. Ramón con timidez le preguntó:
- Si no es demasiada indiscreción, se puede saber qué hizo.
- Participó en la elaboración del Estatuto del Peón Rural y colaboró en su aplicación con el General, la Sociedad Rural nunca se lo va a perdonar, entre sollozos Beatriz le respondió.
- Mis respetos a ese criollo. Adiós Bety, se despidió tocando con firmeza el ala del sombrero.
La lluvia no disminuía y había aumentado la oscuridad, al trasponer la puerta del local, apenas dobló para dirigirse al cobertizo, se apoyó contra la pared y quitándose el sombrero levanto su cara al cielo, dejando que el agua se mezclara con sus lágrimas. Permaneció en esa posición hasta que se disipó el nudo en la garganta que lo estaba ahogando.
Sin importarle que la lluvia dañara su mejor vestuario, llegó al cobertizo, se colocó la capa, encendió un cigarrillo y montó al Gardelito.
Al paso lento llegaron hasta el camino y por costumbre el caballo intentó girar hacia la izquierda rumbo a la querencia.
Ramón Vera ejerció el poder de las riendas y le indicó el camino contrario, irían hacia la estación.
También entró en confusión el perro, que no tuvo tiempo de ubicarse debajo del equino, dado que del paso lento taloneó más fuerte para pasar al trote y a los metros le exigió galope, así avanzaron por el camino peligrosamente anegado. En pocos minutos consumieron la legua y media que separaba el Boliche de La Bety de la estación del tren.
Con el caballo extenuado se detuvo frente a la puerta de la casa del Jefe ferroviario y sin desmontar lo llamó a viva voz:
- Don Martínez, Don Martínez, necesito mandar un telegrama urgente.
Del interior de la casa, en ropa de dormir Martínez, entreabriendo la puerta, preguntó:
- ¿Qué pasa, tanto grito?, ¿quién quiere mandar un telegrama?
- Yo, Ramón Vera, el encargado de Las Rosas, Don Martínez, con tono autoritario respondió el montado,
- Ramón, ¿qué pasó?, venga bájese, tómese algo caliente, mire como está todo empapado, al reconocerlo, con afecto respondió el ferroviario.
- No gracias, estoy apurado. Mándele a mi patrón un telegrama que diga:
“Estoy listo para ir a San Blas lo antes posible. Firmado: Ramón Vera.”
- ¿Eso es todo?, preguntó intrigado Martínez.
- Sí, eso es todo. Buenas Noches y Gracias, respondió Ramón.
Haciendo girar el caballo lo taloneó suavemente y al paso lento iniciaron el camino de regreso hacia Las Rosas, seguro que nunca más lo haría una noche con lluvia.
Red Nacional y Popular, 19 – 08 – 09
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