Marcelo Padilla
Parió la primavera sus pezones y la última nieve ha copado el piedemonte, de tal modo, que no dudaría un visitante caribeño en afirmar que ha descubierto un nuevo planeta. El congelamiento, una de las más dóciles y poéticas formas de la muerte, marca la delgada línea entre la vida y la desconexión; una especie de transmutación de la conciencia y transmigración de las almas. Sin embargo, aquí, las penas del invierno se hunden y petrifican, no desaparecen. Penitas de hielo sopladas por el viento. Penitas blancas posadas en los pétalos. Penitas lánguidas en las alas de los teros. El partidito de fútbol de barrio estaba listo para comenzar y, en las gradas, varios de los parientes se aprontaban, pese al frío, a soportar la jornada.
El ventanal de casa por fuera es espejado, y a él, van a destrozarse de frente los pájaros ciegos, que caen, aturdidos. El suelo albo los convertirá en esculturas, en segundos. Ya hay una veintena de pájaros difuntos esparcidos por el paño. Nadie los huele. Quedarán allí embalsamados por la propia biósfera. Convertidos en dioses para el primitivo, de ellos emerge una religión de ayahuasqueros, ícaros anarquistas que habitan en las cuevas de la montaña. Y han bajado de sus escondrijos para adorarlos, frente a la desolación planetaria, para esparcir el alcanfor, el tomillo y el eucalipto sobre la doliente geografía. “Este es el momento”, se dijeron. Es que todo ha desaparecido sin más, en cuestión de horas. Mejor, todo tuvo su blanca sepultura. Como en un apocalipsis por congelamiento, un “bang-big” perfecto y reversible, nuestra especie se detuvo en el tiempo. Quedó el campo presto para la asonada.
Tal vez sean las chimeneas las únicas que nos informan que algo de vida agoniza en las casas, ¿Quién lo sabe? Que las viejas y los viejos no se quedaron rígidos caminando hacia el baño, inanimados, justo en el ademán cuando intentaban abrir la puerta del baño. Sé que hay perros suspendidos a medio metro de la tierra. Los he visto y palpado para dejar de restregarme los ojos con mis guantes. Quedaron duros aquella noche, en su último impulso, con la última bocanada de aliento vaporoso. El horizonte está atiborrado de animales congelados en el aire. Un museo natural gélido, efímero, que goteará suavemente hasta que caigan pesadamente sus obras sobre las piedras mojadas cuando las lenguas del sol tallen sus escafandras blanquecinas, se yergue sobre el camposanto.
He perdido ya, en mis manos, la sensación de tener manos. Mi conciencia señala que las manos están ahí, pero el cuerpo lo niega. Todo lo que toco, no lo toco, no lo siento. Desaparece el tacto. Las piernas no están avisadas y tambalean. Camino empujado por la conciencia y caigo. Asisto en vivo a la destrucción más bella de nuestra especie. No se escuchan gritos desesperados, no. Es el silencio que arrasa con las voces y ladridos. Si hasta el grito del parto quedó suspendido hecho lanza de hielo en el aire.
Hay tótems blancos, cobertores de árboles trajeados con impecable elegancia. Tirado al piso, todo sucumbe por goteo ante mis ojos. Vamos desapareciendo de a poco. La gente de la zona quedó petrificada en sus tareas domésticas: un niño tieso que lanzó una caña-puya mientras jugaba al señor de los anillos. Un viejo con su carretilla atestada de ladrillos quedó varado en una esquina. El vecino ha sacado tres bolsas de basura, y presiento, quedará eternamente en la puerta de su casa, con los brazos en alto, como si la basura fuera su estandarte. Los testigos de Jehová son ya una postal canadiense. Un auto, plagado de niños, descansa en el olvido, estancado, en una instantánea feliz de domingo por la tarde. Solo resta saber si el sol cuando regrese, nos vuelva a la vida. Mi voz, quebrada, impide seguir el relato. Intento reptar.
MDZ Online, 03 – 10 – 09
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