Por lo tanto, nada tiene de asombroso el regreso de la cuestión del compromiso, que corrobora la renovada curiosidad por Jean-Paul Sartre o Albert Camus. En cambio, más allá de la seducción que ejerce el vigor panfletario del breve De quoi Sarkozy est-il le nom? [¿Qué representa el nombre de Sarkozy?] (1), la repercusión de las obras recientes de Alain Badiou era poco previsible: no porque allí se expresara una crítica al capitalismo –ya no es una anomalía en nuestros perturbados tiempos–, sino porque esta crítica está ligada a un elogio del comunismo, “esa magnífica vieja palabra”, que la historia parecía haber convertido en sinónimo de fracaso y despotismo. La actual proyección de Badiou atestiguaría entonces que las invocaciones a la moralización del sistema ya no bastan y que el combate contra la resignación busca sueños y armas. Queda por examinar cuál es el fundamento de esta alternativa radical de la cual el reconocido enunciador es hoy, junto con Slavoj Žižek, su gran interlocutor.
Badiou no espera definir un programa, sino usar la filosofía como una “potencia desestabilizadora de las opiniones dominantes” e imponerle una “pertinencia revolucionaria” (2), demostrando en primer lugar el “vínculo interno entre el capitalismo ampliado y la democracia representativa” (3). Puesto que esta admite “adversarios, pero no enemigos”, nadie puede “ser portador de otra visión de las cosas, de otra regla de juego que no sea la que domina” (4): es decir el respeto de las libertades individuales, entre ellas la de ser empresario, propietario, etc. Inscribirse en la discusión democrática es aceptar sus limitaciones intrínsecas, que prohíben pensar fuera de esos valores –ahora bien, esos valores son también los del capitalismo. Por lo tanto, el único programa político que puede haber es “la definición gestora de lo posible”, lo posible encerrado en los límites de la propiedad privada… Con total lógica, partidos y sindicatos están condenados a ser colaboradores del capital-parlamentarismo, y así la izquierda revela su “bajeza constitutiva” (5). La libertad de pensamiento y de elección que ofrecen tanto el liberalismo como el reformismo es ilusoria, hasta –e incluso– en su expresión mediante el sufragio universal. Dado que el individuo está sometido a las influencias, los egoísmos y las ignorancias, la “recurrente estupidez del número” – o dicho de otro modo, la ley de la mayoría – solo puede ser una tiranía de la opinión.
Nada tiene de revolucionario ese banal desprecio de las “elites”, convencidas de que solo ellas están dotadas de inteligencia. Salvo que Badiou lo justifique en el propio nombre de un ideal revolucionario, el de la verdadera igualdad, que implica que “los otros existen exactamente como yo”. Lo que lo obstaculiza es lo que llama “la animalidad”: el apego a sí mismo, a la propia identidad, ese mal fondo que espontáneamente lleva a preferirse, y que se desarrolla en la posesión. Sufragio universal, sufragio de egos…
Aptitud para la trascendencia Allí se encuentra una constante del pensamiento de derecha que, para “naturalizar” el capitalismo, se basa en esa misma definición de la naturaleza humana como ávida y egocéntrica. A pesar de todo Badiou salva a esa pobre “especie animal que intenta superar su animalidad” (6), dotándolo de aptitud para la trascendencia, es decir, de capacidad para subordinar las necesidades egoístas a los principios, verdades que valen para todos. Por otra parte, allí se encuentra el fundamento mismo de la democracia, que postula que todo hombre está dotado de razón, a cargo de la sociedad –en especial a través de la enseñanza– y de brindarle los medios (para aprender a usarla) para emanciparse de la confusión de las pulsiones y de otros provocadores de opinión. Sin embargo, Badiou considera que la salida de la caverna del ego no es ni progresiva ni programable. Tiene lugar en el choque de un encuentro con lo que llama “el acontecimiento”. Un acto histórico, artístico o amoroso, de repente hace “aparecer una posibilidad que era invisible o incluso impensable” (7), rompiendo el consenso del valor soberano atribuido a lo que singulariza al individuo, más que a lo que tiene de universal. Ese descubrimiento súbito permite arrancarse de “la finitud animal de las identidades” y, por último, saludar la igualdad fundamental de los humanos: entrar en la trascendencia.
Esta fulgurante apertura de posibilidades plantea varias preguntas. ¿De dónde viene eso de que uno se desprende súbitamente del error para saludar a la verdad? ¿Por qué azar uno es “elegido”? La activación de la trascendencia se parece extrañamente a la “gracia”, y el efecto transfigurador de la verdad no existe sin aludir a una conversión. No podemos sino aprobar a Žižek, gran conocedor de la obra de Badiou, cuando subraya que “la revelación religiosa constituye su paradigma inconfesado” (8). ¿La “hipótesis comunista” sería pues el otro nombre del amor, esa “experiencia personal de la universalidad posible” (9), a la que el filósofo platónico, tras haber escrito sobre San Pablo, consagró un libro de entrevistas?
Así, se comprende mejor por qué Badiou no se interesa por la clase obrera sino por el último pobre, simbolizado por los obreros inmigrantes, y más todavía por los indocumentados, quienes “deben ser honrados porque organizan en nombre de todos nosotros la afirmación de un pensamiento diferente de la vida humana” (10). También se comprende mejor por qué, para existir, el comunismo debería proveerse de los medios para “controlar la influencia de la identidad” siempre amenazadora, so pena de no poder mantener una sociedad realmente igualitaria. Pero ¿quién sabría juzgar que tal elección, tal propósito, es portador de desigualdad, si no es una aristocracia de ilustrados –los filósofos ¿poseedores de la verdad?–. “Sin Idea, la desorientación de las masas populares es ineluctable” (11). Por cierto, debería llegar el día, “quizás dentro de mil o dos mil años, en que la sociedad esté educada, en el sentido de Platón” (12): es decir que todos sean filósofos.
Pero a la espera de ese Edén, habría que imponer el bien común. Esto no espanta a quien siempre recordó que “nuestra deuda con la Revolución Cultural sigue siendo inmensa”, y aprueba la pregunta de Saint-Just: “¿Qué desean los que no quieren ni la Virtud ni el Terror”, si no es la democracia no igualitaria?…
La “hipótesis” de Badiou provoca, a largo plazo, un cierto estremecimiento. En lo inmediato, en cambio, ese “comunismo” poco perturba el orden existente. Los ataques contra un sufragio universal “populista” solo pueden satisfacer a los adeptos a la “gobernanza”, que rara vez son revolucionarios; el rechazo de cualquier acción en el marco de un partido o de un sindicato no puede sino alegrar a los defensores del sistema. Pero sobre todo, la afirmación espiritualista de una revelación de la Verdad Absoluta parece que solo ofrece un comunismo desprovisto de marxismo, tan abstraído de la Historia que se lo engalana con el encanto poético de las utopías inofensivas.
1 Alain Badiou, De quoi Sarkozy est-il le nom?, Circonstances, 4, Lignes, París, 2007.
2 Alain Badiou, Segundo Manifiesto por la filosofía, Manantial, Buenos Aires, 2010.
3 Alain Badiou y Alain Finkielkraut, L’Explication. Conversation avec Aude Lancelin, Lignes, París, 2010.
4 France Culture, 27-2-10.
5 Alain Badiou, De quoi Sarkozy est-il le nom?, op. cit.
6 “L’hypothèse communiste – interview d’Alain Badiou par Pierre Gaultier” (www.legrandsoir.info).
7 Alain Badiou, L’hypothèse communiste, Circonstances, 5, Lignes, 2009. Véase también en español Analía Hounie (compiladora), Sobre la idea del comunismo, Paidós, Buenos Aires, febrero de 2010.
8 Slavoj Žižek, El sublime objeto de la ideología, Siglo XXI, Buenos Aires, 2003.
9 Alain Badiou (con Nicolas Truong), Eloge de l’amour, Flammarion, Colección “Café Voltaire”, París, 2009.
10 Alain Badiou, De quoi Sarkozy est-il le nom?, op. cit.
11 Alain Badiou, L’ hypothèse communiste, op. cit.
12 Alain Badiou y Alain Finkielkraut, L’Explication, op. cit.
Le Monde diplomatique, 11 – 01 – 11
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