domingo, 24 de julio de 2011

“Un sueño”

Ángel Bustelo

En noche que pudo ser capitana de tormentas, tuvo un sueño extraño, mejor delineado y más rotundo, aunque se le entretejía con la araña pequeñita que descubrió esa mañana en un rincón de la cueva, atando tesonera sus redes y sus hilos con la soltura y los buenos modos de los animalitos – siempre que el pibe no los moleste. Desde su descubrimiento, ya no vivía solo y pasaba a tener compañía agradable y silenciera, sentimiento tal vez compartido por la arañita, ya que había venido por su cuenta, sin que ni él ni el guardián la hubieran invitado.

Lo único – es verdad – fue ese llamado al orden que el señor de los candados le impuso al abrir la puerta, al espetarle:
- ¡Esa celda: más limpia! ¡Agachando y limpiando con el lampazo y con la mano, de rodillas!

Y tenía razón, aunque no era para que lo retase en términos descomedidos – seguro que el “tira” estaba ese día de mala uva. Porque todos conocían quiénes eran los descuidados en el aseo de la celda y la persona, que habían sido amonestados y compelidos a mejor limpieza, a usar jabón y refregar los pisos, a quemar el colchón de metal, refugio de liendres y pulgas, él siempre lo había hecho, salvo la última semana, en que el engurrio y la mohína le treparon la médula y llegaron al cerebro – no al de antes, el que engendraba editores severos y amonestaba a gobernadores, legisladores, intendentes o gremialistas siempre disconformes: que las obras sociales, o los salarios, que la explotación y la miseria.

Fue seguramente un sueño: aquel hombre con un despacho enorme, calefacción y aire acondicionado, la botella White Horse o el jugo, los emparedados, el cocktail de mediodía o a la víspera. Y las crónicas sabrosas, las noticias policiales – lo que más le apasionaba – la muerte violenta, los esposos sangrantes, los amantes suicidados en “La Luna”; tal vez del secretario del gremio combativo matando a su secretaria joven y carnosa para matarse luego él; las ropas desordenadas, los cuerpos desnudos a los lados, y en el techo los espejos.
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- Será cumplido, ya nomás, señor; he estado un poco enfermo, pero fregaré las paredes y el piso, el lavabo y el servicio (el “vierse”), con mis propias manos.

Con esas manos, antes ocupadas por el señor del sueño, en escribir o en sostener el mentón – como el pensador de Rodin – o en llevar a la boca el vino Suter helado o el borgoña Bianchi tinto. Manos de dar vuelta la hoja, o manejar la servilleta alba de hilo, en la cena del Salón de los Espejos, las noche de verano en el Plaza Hotel.

- ¡Limpie mejor la cama! – refunfuñó el “chafe”, con desdén, al volver inspeccionando.
- ¿De qué bulín viene, que no sabe lo que es limpieza, shusheta? ¡Vergüenza debería darle!

Siguió refregando, derrotado por la vergüenza, el menosprecio del esbirro y su pequeñez de hombre, con mucho pésame adentro. Era inferior a la arañita laboriosa, limpia como agua de nieve, purca como torcaza buchona.

Sacó la ropa u los pocos comestibles: un salame, unas naranjas, galletas, una leche Vital, el calentador Primus, lo que había en “depósito”, debajo de la cama, especie de palangana de portland enlucido.

Volvió a fregar y refregar, y no atinó a decir que sí, y asomar el plato de latón, cuando se oyó la voz del alguacil:
- ¡Rancho! ¡Sacando los platos!

Estaba aturdido, sin ganas de tomar la sopa que iban sirviendo, ni el plato de polenta grasosa, que tanta protesta le presentaba al hígado.

El silenciero cautivo, págs. 21 – 22

La Quinta Pata

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