Ángel Bustelo
En noche que pudo ser capitana de tormentas, tuvo un sueño extraño, mejor delineado y más rotundo, aunque se le entretejía con la araña pequeñita que descubrió esa mañana en un rincón de la cueva, atando tesonera sus redes y sus hilos con la soltura y los buenos modos de los animalitos – siempre que el pibe no los moleste. Desde su descubrimiento, ya no vivía solo y pasaba a tener compañía agradable y silenciera, sentimiento tal vez compartido por la arañita, ya que había venido por su cuenta, sin que ni él ni el guardián la hubieran invitado.
Lo único – es verdad – fue ese llamado al orden que el señor de los candados le impuso al abrir la puerta, al espetarle:
- ¡Esa celda: más limpia! ¡Agachando y limpiando con el lampazo y con la mano, de rodillas!
Y tenía razón, aunque no era para que lo retase en términos descomedidos – seguro que el “tira” estaba ese día de mala uva. Porque todos conocían quiénes eran los descuidados en el aseo de la celda y la persona, que habían sido amonestados y compelidos a mejor limpieza, a usar jabón y refregar los pisos, a quemar el colchón de metal, refugio de liendres y pulgas, él siempre lo había hecho, salvo la última semana, en que el engurrio y la mohína le treparon la médula y llegaron al cerebro – no al de antes, el que engendraba editores severos y amonestaba a gobernadores, legisladores, intendentes o gremialistas siempre disconformes: que las obras sociales, o los salarios, que la explotación y la miseria.
Fue seguramente un sueño: aquel hombre con un despacho enorme, calefacción y aire acondicionado, la botella White Horse o el jugo, los emparedados, el cocktail de mediodía o a la víspera. Y las crónicas sabrosas, las noticias policiales – lo que más le apasionaba – la muerte violenta, los esposos sangrantes, los amantes suicidados en “La Luna”; tal vez del secretario del gremio combativo matando a su secretaria joven y carnosa para matarse luego él; las ropas desordenadas, los cuerpos desnudos a los lados, y en el techo los espejos.
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