Era un lenguaje pensaba. Alguien sin voz combinaba claves o marcaba para él consonancias para decirle algo. O simplemente desvaríos de su parte. Cierta permisividad al acceso de una manía benigna, manejable, sin epílogo de furia u hospicio. Una alienación mansa, doméstica. Muy privada.
El diario sobre la mesa de la vereda del bar. Una racha de viento abre las páginas que pasan como pájaros aleteando en el inicio del vuelo, con sus plumas de letras. Las dejó correr. Quedó fija una. El aire rápido se fue con sus recados. Leyó. Una entrevista. La viuda de un pintor revelaba que su marido le confesó un mes antes de fallecer que sabía de su inminente partida de este mundo, una voz se lo anunció en su interior. Le restaba poco tiempo y por eso esperaba que ella lo comprendiera, viviría esos últimos días de modo distinto. Sin la erosión de la rutina. Todo lo que no fuera intenso quedaría atrás en ese breve meandro. Así se lo dijo el artista. Así fue.
Se quedó con el trago de café a la mitad. Lo ocurrido a ese hombre le sucedió a él poco antes. Una voz recóndita le anunció el fin del sendero, de su sendero. Dejó en aquel momento de lado ese aviso al no poder confrontarlo con ninguna pauta concordante. Hasta que ocurrió lo del diario. Ahí se cerraba una elipse, hasta ese momento una más, un juego, de paralelismos. Y ahora, algo como la antesala del patíbulo.
Dicen que la capacidad de creer cuando atraviesa un determinado límite, difusa aduana, quien incurre en esa excepción, despega de la realidad. Asciende con palabras, pensamientos, hacia un plano distinto. Y los demás, su entorno, tienen dificultades para comprenderlo. Sobreviene entonces la calificación, la etiqueta: es un demente. Refugiado en eso, no esperó a que alguien lo dijera: soy un alienado, se proclamó. Poco le duró la estadía en ese búnker. Se sabía lúcido. Sano. Maldijo su pasatiempo de buscar analogías al quedar de repente atrapado por una de ellas. Sacó al problema fuera de sí. Peor: existía en algún plano, un enemigo invisible que urdía tramas simpáticas para atraerlo a su órbita y luego, arteramente, formularle la revelación: Estás muerto. Darás pocos trancos más por el mundo. Te queda acaso la sonrisa de una mujer bella, un buen vino, pero estás muerto. Escuchó esas palabras en el espacio destinado a las concordancias, entretenidas, hasta el advenimiento de la última, pesada, insoportable. Y se dijo: Todo esto no es cierto. Se trata nada más, que de una simple coincidencia. Apuntalaba ese razonamiento y le cayó otro, muy propio, muy suyo: No hay nada casual, todo es causal.
Planeó ir a un médico. Someterse a estudios, análisis. Que le dijeran, que le probaran, si estaba condenado. Entonces, ante un dictamen acorde a la precognición, ya pensaba que era eso, una videncia enmascarada, asumiría plenamente el destino. Como pasaba en algunas películas. O en la acción de esos novelones que destilaban lágrimas y lanzaban vagidos agónicos al abrirlos. Si los doctores le confirmaban su condición de enfermo terminal absoluto, podría esperar tranquilamente el desenlace. No tan tranquilamente, pensó.
Y siguió buscando tablas de salvación en ese océano al que lo precipitó la hoja de un diario. La página, fija sobre la mesa del café. El bar de todos los días, seguro barco urbano en el que navegaba cómodo, casi feliz, con saludos cada tanto a alguno que pasaba por la costa de la vereda. Luego, el viento, el naufragio. Nadaba desesperadamente. Sintió miedo. Me cansaré de bracear, de pensar y me iré al fondo. La muerte me encontrará con el abrigo de un chaleco de fuerza.
Dijo en voz alta. No tiene porque ser de ese modo. El mozo del bar, cerca de él, lo miró. Tráigame otro café, le ordenó y atenuó el ritmo cerebral, la velocidad de imágenes y voces de velatorio, en su ingreso a un más allá en el que nunca creyó pero que ahora aparecía como algo posible. Descartó la visita al hospital. Con frialdad evaluó que si lo encontraban pletórico de salud, la última simetría se tornaría diabólica.
Decidió esperar. Atento a futuras señales que le develaran el enigma. Si estaba enfermo, se enteraría cuando el mal lo ganara o en el momento en que el corazón estallara en un relámpago o la súbita expansión de un aneurisma. Barajó alternativas: morir, al salvar a alguien que quedó colgado en un mástil a nueve pisos del suelo, como en ese antiguo film de Harold Lloyd y luego, el reconocimiento de la comunidad, su nombre en una plaza: el Paseo del Héroe. Y las simetrías que lo perseguirían allende la tumba: el robo de su efigie, agarrotada en el extremo del asta, por parte de ladrones especializados en bronce que dejaron a la ciudad sin placas ni bustos. Una multisimetría.
Hasta evaluó la posibilidad de salir al cruce a eso que para él adquiría fuerza de profecía, el anuncio de su deceso, suicidándose. Buscar en internet el aviso de un caníbal alemán que lo invitara con un vermouth y luego se lo comiera rotisado. Escuchar discursos de ególatras y fallecer por sobredosis de soberbia. Gritar un gol de Boca en la tribuna de Los Borrachos del Tablón. Instalar un ciber o una despensita y esperar la inexorable visita de los asaltantes ahítos de cocaína. Circular en auto por rutas argentinas. Pedir turno en un hospital público para una operación y consumirse lentamente en la sala de espera. Beber un vaso de agua del canal Pescara. Ir a vivir cerca de una explotación minera a cielo abierto o a San Antonio Oeste al lado de una fundición de plomo. Empezar a alimentarse exclusivamente de comida chatarra.
Tácticas diversionistas, las que proponía el mecanismo de defensa, lo desviaban por unos instantes de la sentencia. Creía, fugazmente, que las decisiones sobre el futuro eran de su pleno arbitrio. La voluntad se le bamboleaba como una hoja muerta que no podía ni tan siquiera decidir el rumbo de caída.
Y más simetrías, inocentonas algunas, sorprendentes otras, lo visitaron. Una llamada. Un amigo, luego de un preámbulo, le comunicó que falleció en Europa, dónde residía, un compañero de infancia, de barrio, José, conocido como “El Toro” por su llamativa fuerza física. Le afectó la noticia. Hacía mucho que no lo veía. Le hubiera gustado estar con él una vez más. Un encuentro que hubiera servido de despedida. Pasó el teléfono a función radio sin dejar de pensar en el ausente. Quería alejar esa sensación de brusca soledad, ese estado de orfandad adulta que carga la muerte de un amigo.
La música. El chucundún chucundún de la cumbia villera y las historias de bombachitas voladizas, del si de Natalias, Rominas, Vanesas y de cómo el que recibió sus favores las manda al frente, a puro cuartetazo, lo malo es estar preso pero qué se va a hacerle, el que no salta es un policía. Otra emisora gritada, con muchas noticias y un animador mediterráneo que se burlaba de la voz de Libertad Lamarque. Cerca, una AM en decadencia con un programa setentista, payasesco. Ya apagaba la radio cuando sonó una frase muy entonada, a capella: “Y ese toro enamorado de la luna...” y luego el ritmo creciente en compañía de otras estrofas.
Entrenado para las simetrías no se sorprendió mucho pero supo que su amigo de alguna manera le mandaba un último adiós.
Las analogías en los días que siguieron se reiteraban. Entraron en sus sueños, algo no ocurrido antes. Desde la almohada ocupó su mente la imagen de una fantasma loca. Una mujer envuelta en tules, casi flotando, de pelos albos y ojos de un claro indefinible color le decía: Me gustas. Él, contento. Que alguien venga a uno y que encima sea una linda dama, siempre es bueno, aunque se trate de un espectro. Le agradó esa presencia. De pronto la hembra onírica, sugerente, dijo “esto, lo nuestro, es muy pacha moño” sonrió fríamente, con el extravío transparentándole el rostro y desapareció. Aun con esa imagen en su pensamiento, en la noche posterior, sé mimetizó con el anodino público de la celebración del Día del Escritor. Gente bien vestida. Largo discurso sobre un narrador castigado injustamente por el olvido. Un documental sobre su vida y obra. Testimonios. Los verdaderos amigos. Y otros que posaban de tales, cabalgando sobre la memoria de alguien a quien no conocieron, pero que no podía desmentirlos.
Y ella, en travesía directa desde el cosmos de espejismos pero real, de carne y hueso, llegó otra vez. Desde lejos, lo miró y ya frente a frente le preguntó: ---¿Usted es el repositor de góndolas Tristán Macabe?---
--- No soy el que nombra. Pero me conoce porque ayer soñó conmigo---
No le dijo soñé con usted. Invirtió las pautas, para ver qué pasaba.
---No es el insigne científico que yo creía pero usted también es un caballero que lleva pluma por espada, permítame presentarme, yo soy la bandera japonesa--- le contestó ella. Sus ojos variaron lentamente de color, siempre en lo claro, los incrustó en los suyos, delineó esa sonrisa álgida, estremecedora y se fue.
La persistencia en los sueños es errática. En la vigilia, un poco más firme. Partió en pos de ella. Salía y una amiga se le puso por delante, lo abrazó, lo cubrió con palabras que él apenas escuchó mirando la imagen que se perdía ya a media cuadra. Libre de la traba, de esa compuerta, vio a la melena casi nívea y la siguió como a una luz ¿Por qué no se da vuelta si sabe que voy detrás? ¿Por qué no aminora el paso y me espera?, pensó. Ella entró en un negocio, esos que cierran tarde. Cuando estuvo a su lado y se preparaba para decirle Aquí estoy, yo, el hidalgo que buscabas, advirtió sorprendido que la ansiada, era otra persona. Una viejita, con idéntico color de pelo, similar altura.
Retornó al solemne acto y empezó a darle sentido a esa simetría. Sabía que los venidos del otro mundo, según la literatura, las supersticiones, son coherentes. No compiten con la demencia en la tierra que convierte a los humanos que posee en fantasmas entre los cuerdos.
Los espíritus tienen una misión: marcan presencia, porque los seres que los contenían fueron asesinados y se convirtieron en pena y venganza amalgamadas en difusa hechura. También surgen porque querían mucho al lugar que los abandonó cuando murieron. Deambulan. Algunos arrastran cadenas, metáforas de la prisión que los encierra, celdas de tristeza o amor ausente. Pero nunca son orates. Es una regla, pensó. Con su excepción: Una fantasma loca, en mi alma y en el acto del Día del Escritor. Si vuelve, le cerraré la puerta de los sueños.
Nada de eso. Dormiría esperándola, invocándola, en cualquiera de sus dos entidades, la de aire o la otra, esa que se diluía en la forma de una ancianita de rutilante pelambre.
Cuando estaba por acostarse, decidió tomar un trago y pensar en otras cosas, sentado en el “sillón de meditar” así lo llamaba. Mientras degustaba el líquido lo atacó, de golpe, una profunda crisis de pánico.
Los símbolos, piezas de la simetría que le anunciaba la muerte ya habían ingresado a él: la sonrisa de una bella mujer y el beber un buen vino.
La Quinta Pata, 11 – 12 – 11
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