Ramón Ábalo
El zanjón convertido en frontera acuática – agua de greda y piedra que bajaba en correntadas – dividía ciudad y campiña para contener la humana confrontación de comunidades del nuevo centro, obligados a trasladarse después que el cimbrón y la iracundia precipitó a ras la urbanidad cuyana.
Las solas ruinas de una iglesia del dios de los cielos daban testimonio de que la benevolencia divina se había transfigurado en arrebato de cólera, admonición y enojo; en gesto de malestar y bronca, en ejercicio y ritual de exterminio.
El arrebato, en todo caso, se había diluido en la memoria humana, y para el Armando, por ejemplo –muchacho apenas – la memoria era como el basural al final de la Media Luna, solo restos de los banquetes que no habían sido para su disfrute.
El Armando no había despertado todavía al mundo de la Calle Larga. Mejor dicho, no había entrado con la totalidad de su ser, de sus intuiciones, inseguridades, timideces, temores de adolescente sin infancia casi o cuando más una infancia, estrecheces contundentes, para marcarle disfrutes inalcanzables: "Algún día me podré comprar todas las revistas del mundo, los cuadernos, los libros" se anticipaba a prometerse con el Pichuco, otro de los marginados ingenuos. El alma de la Calle Larga era un secreto al que apenas si estaba iniciado de las manos de los Mazamorra, el Palito, el Regalao, el Agustín, el Roque, el más rebelde, eternamente díscolo y el más ligero para los entreveros y las remoliendas dantescas. Pero así era toda la Calle, pobre en vituallas pero rica en palabras altisonantes, escenario cotidiano de patadas, piñas y puteadas, en un armónico equilibrio de remansos y jolgorios.
Ese era su mundo, pero intuía que había otros que comenzó a descubrir cuando encontró un abrevadero en el que recalaban sus frustraciones y sus anhelos en cualquier página, todas las páginas impresas que encontraban sus ojos. Abrevadero para sus ensoñaciones, las pasiones exaltadas en las novelas, sus héroes y los versos sublimes que le trastocaban la realidad - realidad menesterosa, es cierto, pero realidad al fin – para transmutarla en esperas de abundancia sin pobreza, timidez por prestancia, ignorancia por sapiencia, soledad por acompañamientos esplendorosos, femeninos, refinados.
Pero tuvo suerte, al fin y al cabo que con tanta escritura deglutida a medias, la Calle no se le esfumaba y cuando llegaban los veranos y las primaveras, allí estaban los cientos de metros de un territorio ancho y palpitante, lleno de vida más que de ensoñaciones. Los amigos imberbes como él, los solitarios como él, los esperanzados como él.
Un confín de la Calle Larga, sin límites muy definidos entre una urbanización incipiente y los contornos agrícolas – las viñas ubérrimas, los durazneros y los damascos exuberantes - apropiados para el ocio de las siestas, para el aprendizaje del cigarrillo, la preocupación por el futuro, las mujeres lejanas y esplendentes, el diálogo soez, a veces existencial: "...la puta madre, ¿vos creés que esto es vida? Mirá todo lo que queremos ser y hacer...y no tenemos ni pa'empezar..."
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