La Guagüicha
Chapaleando su sombra venía la Guagüicha. Por el río. Tristemente. Y las sombras implacables de los jotes. El sol le arqueaba las costillas. Le chupaba el pellejo reseco y sarnoso como garrapata. Por el río sediento venía. De a ratos, largos ratos, levantaba el testuz agobiado y venteaba la siesta sin aire, la desolación. Venteaba. Y cegada por el sol plañía como implorando al cielo.
Por el río sediento venía su sombra ventruda de cogote flaco. Overa de moscas. Y ese dolor que la partía.
La miraban los ojos vacíos de las osamentas. Y los jotes...
El balde estaba seco. Solo quedaba un socavón pandito. Una costra dura, pisoteada, deshecha por la desesperación sedienta de las bestias. Estaba seco. Y venía la sombra ventruda de cogote flaco.
Chapaleando su muerte venía la Guagüicha. Y su dolor. Y el hambre de los jotes.
Y el balde estaba seco.
Acosada por sus entrañas la Guagüicha escarbó. Frenéticamente escarbó hasta romperse las uñas. Y sus mugidos parecían sollozos. Y lamía la tierra caldeada. Lamía el sol la Guagüicha.
Adelante, tambaleándose en la arena, se perdía la rastrillada blanca de salitre y huesos. Pero no pudo seguir. Sus últimos resuellos quedaron ahí. Gimoteando, de rodillas, entre los desgarrones del barro. Y ese dolor que la partía.
Y el hambre de los jotes. Cortito y hondo comenzó a quejarse. Con resuello de gañote degollado se quejaba la Guagüicha. Y cuando las convulsiones le retorcieron el cogote poniéndole los ojos al sol, blancos los ojos, comenzó a rajarse. El bultito salía con chisporroteos como de sampa quemada. Viscoso, blanco. Con un humito como de sampa quemada. Y se quejaba la Guagüicha. Cortito y hondo.
Quedó jadeante. Muy abiertas las fauces. Larga la lengua, con las patas clavadas en arena quedó. Y esos balidos tontos de inmundicia y moscas.
Y los jotes se le fueron acercando.
Y mugía la Guagüicha. Y esas hambres se le iban acercando. Al hijo se le iban acercando. Los jotes. Y mugía angustiada la Guagüicha. Se revolvía angustiada como abrazándolo...
Gacho el testuz y el hocico a flor de tierra, los encaró al fin. Los jotes la esquivaban y volvían a asentarse como burlándose. Cada vez más lejos se asentaban. Y la Guagüicha los seguía, ciega, enloquecida, garabateando la arena con la lengua. Garabateando su muerte.
En vano la llamó el ternero y lloró y clamó taladrante. A picotazos le arrancaron los ojos. A picotazos. Y se disputaban las fibras sanguinolentas que salían como culebras por las órbitas huecas.
En vano la llamó.
Lejos, montón quebrado de cansancio y huesos, gemía moribunda la Guagüicha. Y el ternero.
Y cuando le arrancaron la lengua, su baladro quedó como un coágulo en la siesta espesa. De a pedazos le arrancaron los gritos. Y las tripas largas y húmedas, convulsas. De a pedazos le arrancaban la vida al hijo, cuando trató de llegar. Manoteando, turbios los ojos, arrastrándose como gusano la Guagüicha trató de llegar. Arrastrando su llanto largo y ronco todavía trató de llegar. Pero anduvo poco. Poco.
Larga la lengua y envejecidas las ubres, quedó. Quedó asoleándose. Como lamiendo el sol. La Guagüicha.
Alberto Rodríguez (h.)
El autor es hijo de don Alberto Rodríguez, conocido estudioso y recopilador de la música cuyana. Este cuento apareció en la revista Voces en el año 1953 de la que eran responsables Enrique Sobisch, Armando Tejada Gómez, Astur Morcella y Ramón Ábalo. Si miramos a fondo nos daremos cuenta que esta joyita podría ser tenida como inscripta o precursora del llamado realismo mágico.
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