viernes, 12 de diciembre de 2008

El sepelio de la calenturienta

Alberto Atienza

Se murió la Calenturienta. De amor, angelita de Dios, murió de amor, decían las comadres beatonas del barrio para quienes la difunta era un ícono ya que veían en ella a una víctima más de esos veranazos repentinos y efímeros que les llovieron cuando la menopausia. Claro que, había diferencias. La difunta era, fue, hasta su partida, mucho más joven que las chusmas que la amaban, pero que no la omitían del vademécum de los chismes ni aun por cariño. Y encima, linda. Rubia, ojos claros, en un universo oscuro, un viejerío de morochas que a lo sumo, por esa piedad del tiempo, se alumbraban un poco tornándose grises. De puro amor no correspondido murió la pobre, repetían viudas, solteronas. Y las casadas, a esa altura del partido, totalmente en vano. De pura temperatura, comentaban los jubilados de la cuadra y de diez leguas a la redonda para quienes la oxigenada occisa, que paseaba con un leve aire de Jane Mansfield, menos melocotona que la yanqui y por eso acaso más apetecible, era el objetivo de onanismos puramente cerebrales (son los años).

No se le conocía marido, novio ni amante, ni tan siquiera uno que más la hubiera querido y que con eso sería bastante. Su vida, casi de una monja de clausura. Las compras. El trabajo de docente. Algunas amigas de circunstancias, gata, perra, perro, gorriones visitantes. Y la figura masculina, recortada contra el sol llegando a su casa o en la penumbra sin tiempo del dormitorio, no existía. Y ella se consumía de deseo. La mirada ígnea que la acompañaba a todos lados la dejaba en descubierto. Su forma de caminar, con una carga de sensualidad que los socios y adherentes al PAMI de la zona interpretaban como una invitación directa, desvelada. A veces hablaba con el verdulero, otro de sus adoradores, que nunca se le animó más allá del buen día. Quedaba mudo al mirarla como si fuera la esfinge de Tebas entre tomates, rabanitos y bergamotas, enigmática, impiadosa, a punto de arrojarlo a un precipicio. Ella cursaba su pedido y una de sus manos, a veces las dos, pasaban tenuemente por sus bellos pechos. Y el verdulero entraba en crisis cual Príapo vernáculo. Más allá, los clase pasiva, no muy lejos, activaba su seso al máximo de esfuerzo, al borde del aneurisma, con la imagen de la Calenturienta sin ese ropaje de mujer muy madura que inexplicablemente usaba.
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Los jóvenes del barrio, pocos en ese lugar de veteranos, jubilados del ferrocarril que ya no surca ni praderas ni ciudades, estaban sumergidos en la cumbia villera, en aires de bombachitas voladizas de Carinas, Vanesas. Se llaman Braint o Yonatan, así en fonética los nombres en sus documentos de identidad, por esa gracia del registro civil que en cualquier momento inscribirá a un Fiesto Cívico González o a un Rayovac Pérez. Ni tan siquiera reparaban en la Calenturienta. La veían pasar a marcha lenta, con su contoneo, con ese quiebre de caderas, que visto de atrás parecía decir acompasadamente “para mí para vos para ninguno de los dos para mí para vos…” Una vieja más, de las tantas, de la legión barredora de veredas. Para ellos las únicas mayores con existencia real eran, aparte de la mamá, sus propias tías y alguna que otra profesora que les aplicó amonestaciones. Meta cumbia, birra, los termómetros de los pibes no detectaban ese zonda femenino que les cambiaba el aire.

Y se murió no más (imposible más) la Calenturienta. Su alma, como gaviota empujada por una corriente térmica ascendió tibia aun, en medio de un feroz cielo de invierno. El velorio, a la antigua, con pocos parientes y todo el vecindario, no en una impersonal sala de pompas fúnebres sino en su propia casa. Al lado del bargueño, de la mesa del comedor arrinconada, la capilla ardiente (nunca mejor empleado el término) Y ella, con reflejos del rubor que en vida le subía a la cara, como bengala silente, inmóvil, serena, preciosa, mirando hacia adentro con esos ojazos que nunca más se inflamarían.

Hasta hubo alcohol en torno a la bonita, siempre adornada a la antigua, aun en el postrer momento. Anisado de los 8 hermanos, de genealogía árabe según los dibujos y símbolos de la cuadrada botella, licor que aportó una de las ancianas de la zona, verdadero tesoro de sus noches de soledad, nada más que en homenaje a la Calenturienta. Ella, la yacente, compuestita como siempre (así murmuraban las longevas al contemplarla) Ella, una especie de abanderada de todas las senectas de ese caserío que nació por los trenes y que languidecía como el herrumbre en las vías. Cubierta de padre nuestros, ave marías, un bouquet de jazmines del país, la tapa de cinc y arriba, madera, la Calenturienta partió hacia un sitio repleto de imprescindibles, el cementerio de la ciudad, tan lleno de imprescindibles, únicos, como el camposanto de Père Lachaise en Paris, el High Gate de Londres o el osario de Chapanay. Ella, un poco al revés de la historia, aunque no lo sentía en ese momento. Lo trágico de su signo fue que todos los hombres, sin excepción, no la anotaron en el amplio menú de sus apetencias. Aun sin conocerla (jamás bebieron sus mieles) la ignoraron. Y quienes la tuvieron muy en cuenta ya no les quedaba ímpetu. Apenas si caminaban. Ni hablemos de correr. No corrían ni peligro.

Fosa abierta. Los consabidos cipreses. Las caras de nada de los sepultureros. Los vecinos veteranos, conscriptos en la tonta guerra de colorados contra azules, allá por los sesenta. Otros, más pretéritos, sospechados de participar en la conquista del desierto, erguidos lo más que podían (no mucho) con caras serias, gestos adustos, como si fueran el brazo armado de la Mutual de Jubilados. El sentimiento que los embargaba traducido en un solo pensamiento doloroso, esa tortura fría que arroja lo irremediable “Dios, se murió, que desperdicio” Bajó el ataúd a poca profundidad, despacio, pendiente de gruesas cuerdas. Y sobre su lustrosa madera, los puntos de una nevisca tímida. Un viento pertinaz, molesto, no invitado, gélido. Y de pronto, antes de la primera palada de tierra, interrumpiendo el alud de cascotes que caería sobre el catafalco, se desprendió lentamente desde el óvalo con el crucifijo que cegaba la cara de la Calenturienta, un vaho casi imperceptible. Humo o vapor. O ambos juntos. Una especie de pequeña nube se formó ante la vista de los dolidos acompañantes a esa despedida final. Sin que se dieran cuenta comenzó a crecer la temperatura en torno a la zanja. Los copos del agua nieve se volatizaban al intentar cruzar ese microclima. El calor ascendía. Los enterradores, inmóviles, igual que los participantes del acompañamiento. Ya se sacaron las boinas los viejos y enjuagaban perlas de sudor caídas de las frentes, equilibristas en puntas de narices. Las octogenarias y nonas ladearon los chales y se ilusionaban soñando que la calefacción les venía de las entrañas. Subieron en tórrido rango los grados en un predio de tan sólo diez metros cuadrados. Los enfrentados, hoya de por medio, veían la silueta de los otros ondulantes a través del aire expandido “parece un espeyismo” dijo una de las viejitas (dijo espeyismo). Cesó la fumata desde el féretro. La zona media del ataúd se tornó entonces incandescente como alma del magma. Se produjeron estallidos bajos, continuados, con la liberación de cada vez más combustión. Luego, una hoguera. Las llamas se elevaban de la sepultura espantando a todos por igual. Y así como surgió la combustión, así acabó. Sólo quedó un rescoldo en el fondo de la fosa.

Y todo el incendio fue dando paso a la nievecilla que caía de lo alto como lágrimas de la Calenturienta, lágrimas de felicidad por su primer orgasmo.

La Quinta Pata, 11 – 12 – 08

La Quinta Pata

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