Oscar López Matos
El 3 de febrero de 1852 en tierras de Don Simón Pereyra, conocidas con el nombre de Monte de Caseros, cambió la historia de la Argentina.
Don Juan Manuel de Rosas, amo y señor de la Confederación, fue derrotado por Urquiza, quien contó entre sus tropas del Ejército Grande con fuerzas aliadas del Uruguay y el Imperio de Brasil. Rosas debió huir a Inglaterra junto a Manuelita y Juan Bautista dejando acá a los otros cinco hijos habidos con Eugenia de Castro.
Sobre el campo de batalla quedaron quinientos muertos. Sus restos fueron sepultados en la vecindad donde hoy se alza una fábrica de automotores. La placa de bronce que señalaba el sitio del enterratorio ha desaparecido hace tiempo.
Esta es la historia de uno de las ejecuciones sumarias que siguieron a la batalla, teñida por el odio y el resentimiento, fruto de tantos años de luchas entre hermanos.
El coronel Martin Isidoro de Santa Coloma era hombre de Rosas. Hijo de una distinguida familia porteña, había hecho causa común con el Restaurador, a punto tal de ser uno de los más célebres jefes de la Mazorca. Muchos conocieron su particular sentido de justicia a lo largo de 1840 cuando persiguió a las tropas de Lavalle. Lo llamaban, no sin razón "El carnicero de San Lorenzo"; jamás tuvo ni pena ni misericordia con los vencidos, pero tampoco habría ni olvido ni perdón para el coronel…
Bajo las órdenes de Mansilla peleó en Vuelta de Obligado y la batalla de Quebracho. De esa época es el retrato de Revol que lo muestra montando un pingo lujosamente enjaezado, al frente de la infantería rosista.
"Brindo porque a todo el que se conozca enemigo del ilustre Restaurador pueda matarlo a palos y apuñalarlo, pues ruego al Todopoderoso que no me de una muerte natural sino degollando franceses y unitarios" solía decir el coronel y el Todopoderoso debe haber escuchado sus ruegos, porque no murió en la cama como cualquier cristiano, sino degollado por los hombres de Urquiza, que lo fueron a buscar a la capilla de Santos Lugares donde había ido a esconderse después de la batalla. Allí lo encontraron vestido de paisano, agazapado tras el altar.
Leer todo el artículoMuchos entrerrianos bien lo conocían. Su paso por la ciudad de Rosario, apenas dos años antes había dejado un luctuoso recuerdo. Desfiló salpicado por la sangre de los revoltosos que él mismo había ajusticiado con sus manos.
"Aquí está Santa Coloma, el asesino", gritaban los hombres de Urquiza mientras lo arrastraban de los cabellos fuera de la iglesia. Un remolino de gente se reunió para ver al célebre mazorquero.
El coronel pensando que lo linchaban se orinó los pantalones de puro miedo. Pero no fue así, lo esperaba algo peor… lo maniataron y lo dejaron estaqueado al sol. Cada tanto los guardias le escupían, lo insultaban y lo golpeaban, pero no lo mataron. Sabían que Urquiza lo andaba buscando porque se la tenía jurada.
A la mañana siguiente, el general envió la orden de su ejecución por escrito: "Lo degollarán por la nuca para que pague tantas muertes que así ha cometido". Inmediatamente se dio cumplimiento a la condena. La tropa se formó en círculo alrededor del coronel mazorquero bañado en sudor, sangre y bosta que le arrojaban a su paso.
Como más de uno quería ajusticiarlo, echaron a la suerte de las tabas quién sería el verdugo.
El ganador fue el negro Martínez, paisano de Gualeguaychú, bizco y picado de viruela, con fama de cuchillero. El negro Martínez se sacó la blusa punzó y se ató la melena con una vincha.
Despacio se acercó al coronel, como un carancho a su víctima. Con la zurda tomó del cabello al coronel Santa Coloma, que a esa altura era una masa informe, llorosa y suplicante. Apenas opuso resistencia. Martínez con un movimiento rápido sacó el facón del cinto. El sol brilló largamente sobre su filo.
El coronel se estremeció. "Quieto", le dijo el negro Martínez, apretando las rodillas contra el cuerpo que temblaba espasmódicamente. Después calculó el golpe que, lento y preciso, cayó sobre la nuca de Santa Coloma. El cuchillo fue dibujando un surco rojo sobre el cuello pálido del coronel que corcoveaba como un redomón.
El negro Martínez, conocedor del oficio, lo contuvo con sus muslos, mientras con deliberada torpeza prolongaba el sufrimiento del mazorquero. La sangre salpicó el torso del verdugo; un líquido caliente y viscoso recorrió su cuerpo. El coronel gritaba como un marrano, hasta que su propia sangre ahogó sus quejas.
De un golpe brutal, el negro Martínez arrancó de cuajo la cabeza del coronel, que siguió gesticulando por un largo rato mientras la tropa gritaba excitada por el espectáculo. El negro la alzó como un trofeo y la sangre de su víctima, roja y brillante, corrió por sus brazos. El cuerpo cayó pesadamente, desarticulado por la macabra danza de la Refalosa. Cansado por el esfuerzo, Martínez arrojó la cabeza cerca del cuerpo sin vida del mazorquero.
Ya los perros cimarrones y los chimangos se disputaban lo que quedaba del coronel Santa Coloma, cuando un caballero de levita y galera llegó al paso, preguntando por el oficial del regimiento. Este se hizo pronto. Algo urgente debía traerlo a este señor, dispuesto a desafiar el agobiante calor del verano porteño con semejante atuendo.
-Permítame presentarme, oficial. Soy Juan Francisco Seguí, secretario del General Urquiza y traigo una carta del General para que me entregue al coronel Santa Coloma.
-O lo que queda de él -contestó el oficial, devolviendo la carta y señalando una masa informe arrojada a la vera del camino.
Francisco Seguí se apeó y caminó hacia el cadáver como hipnotizado, movido por una curiosidad morbosa. Los cuervos y caranchos volaron espantados por el hombre que avanzaba con cara de terror. Una nube de moscas cubría el cadáver, pero aún así entre el barro y la sangre coagulada reconoció el rostro de su amigo de la juventud. No pudo evitar sentir una bola de fuego que quemó su garganta. Seguí vomitó largamente sobre la furia desatada.
Entre el barro y el espanto terminó la vida del coronel Martín de Santa Coloma, un hombre que solo sembró odios y venganzas.
*Médico y escritor
Los Andes, 14 – 02 – 09
La Quinta Pata
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