Guillermo Almeyra
Hace rato que en el medio académico y periodístico se piensa en términos de naciones sin ver que estas no son social o culturalmente homogéneas, sino una construcción histórico-cultural que abarca clases y sectores en conflicto permanente entre sí. En consecuencia, se difunde el hablar de conflictos de naciones y hasta de civilizaciones: así Marianne, la República, la señora Francia, se opondría al Tío Sam, o China o Rusia disputarían a este su hegemonía y así sucesivamente. Una de las contradicciones del sistema capitalista –la diversidad y la competencia de capitales, la utilización por estos de su Estado, la territorialidad del capitalismo– es asumida como si fuera la única y principal, y lo que aparece en la superficie es tomado como si fuese la esencia misma del problema.
Por supuesto, el nacionalismo, tanto el de los oprimidos como el de los opresores, es una gran fuerza ideológica, política y cultural, pero ese nacionalismo, incluso el que se opone al imperialismo (o sea, al nacionalismo de los colonizadores reaccionario y opresor), no es antisistémico ni anticapitalista, aunque debilite la manifestación actual del capitalismo que es el imperialismo del gran capital financiero y de los estados a su servicio. Para la liberación social el nacionalismo antiimperialista es condición necesaria pero no suficiente, porque la liberación nacional, en cualquier rincón de la Tierra, sólo podrá ser total y definitiva cuando quienes viven de la opresión de la inmensa mayoría de la humanidad hayan sido vencidos en sus propios países tras haber sido expulsados de la mayor parte de las regiones del globo.
O sea, el comienzo de la liberación de unos pocos en un territorio periférico solo puede culminar con éxito en la liberación general del sistema que dentro de cada nación oprime y explota a las mayorías y que hace que una minoría extranacional, apoyada siempre en estados nacionales, oprima a otras naciones.
En una palabra: si se quiere ser consecuentemente anticolonialista y ayudar a descolonizar a los países dependientes, hay que ser algo más que un nacionalista deseoso de reformar la relación de dependencia que impone el capitalismo imperialista. Hay que ser anticapitalista, entre otras cosas porque la parte principal del capital en nuestros países está en manos de las trasnacionales y los capitalistas locales están fusionados con el capital financiero internacional, de modo que no puede haber una alianza entre ellos y sus explotados.
En nuestros países latinoamericanos el capitalismo se impuso mediante una salvaje explotación basada en la negación de las otras culturas, en la imposición de criterios racistas y de castas a partir del color de la piel, así como en la servidumbre y la esclavitud. El imperialismo del destino manifiesto de Estados Unidos se apoya también en el concepto de pueblo elegido por Dios, el cual siempre ha sido, desde los tiempos más remotos, profundamente racista.
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