domingo, 13 de septiembre de 2009

El fondo y la superficie

Guillermo Almeyra

Hace rato que en el medio académico y periodístico se piensa en términos de naciones sin ver que estas no son social o culturalmente homogéneas, sino una construcción histórico-cultural que abarca clases y sectores en conflicto permanente entre sí. En consecuencia, se difunde el hablar de conflictos de naciones y hasta de civilizaciones: así Marianne, la República, la señora Francia, se opondría al Tío Sam, o China o Rusia disputarían a este su hegemonía y así sucesivamente. Una de las contradicciones del sistema capitalista –la diversidad y la competencia de capitales, la utilización por estos de su Estado, la territorialidad del capitalismo– es asumida como si fuera la única y principal, y lo que aparece en la superficie es tomado como si fuese la esencia misma del problema.

Por supuesto, el nacionalismo, tanto el de los oprimidos como el de los opresores, es una gran fuerza ideológica, política y cultural, pero ese nacionalismo, incluso el que se opone al imperialismo (o sea, al nacionalismo de los colonizadores reaccionario y opresor), no es antisistémico ni anticapitalista, aunque debilite la manifestación actual del capitalismo que es el imperialismo del gran capital financiero y de los estados a su servicio. Para la liberación social el nacionalismo antiimperialista es condición necesaria pero no suficiente, porque la liberación nacional, en cualquier rincón de la Tierra, sólo podrá ser total y definitiva cuando quienes viven de la opresión de la inmensa mayoría de la humanidad hayan sido vencidos en sus propios países tras haber sido expulsados de la mayor parte de las regiones del globo.

O sea, el comienzo de la liberación de unos pocos en un territorio periférico solo puede culminar con éxito en la liberación general del sistema que dentro de cada nación oprime y explota a las mayorías y que hace que una minoría extranacional, apoyada siempre en estados nacionales, oprima a otras naciones.

En una palabra: si se quiere ser consecuentemente anticolonialista y ayudar a descolonizar a los países dependientes, hay que ser algo más que un nacionalista deseoso de reformar la relación de dependencia que impone el capitalismo imperialista. Hay que ser anticapitalista, entre otras cosas porque la parte principal del capital en nuestros países está en manos de las trasnacionales y los capitalistas locales están fusionados con el capital financiero internacional, de modo que no puede haber una alianza entre ellos y sus explotados.

En nuestros países latinoamericanos el capitalismo se impuso mediante una salvaje explotación basada en la negación de las otras culturas, en la imposición de criterios racistas y de castas a partir del color de la piel, así como en la servidumbre y la esclavitud. El imperialismo del destino manifiesto de Estados Unidos se apoya también en el concepto de pueblo elegido por Dios, el cual siempre ha sido, desde los tiempos más remotos, profundamente racista.
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El racismo, que muchas veces sus víctimas asumen como algo natural, lo cual las lleva a tratar de negar su origen étnico y su cultura, que consideran inferiores, es una lacra que debe ser combatida constantemente, cotidianamente y en todos los campos pues permea la cultura de los países dependientes, donde se considera mejor y superior lo que proviene de las metrópolis. Pero la descolonización del país y del poder dentro del país no consiste sólo en que la mayoría mestiza o de origen europeo reconozca graciosamente sus culturas, sus lenguas, sus tradiciones y formas de organización a los negros y a los pueblos originarios, asumiendo la tarea muchas veces imposible –por razones demográficas y geográficas– de concederles guetos supuestamente autónomos. Un Estado plurinacional no deja de ser capitalista mientras no sea eliminada la contradicción principal: la explotación de clase, que ha requerido históricamente la opresión cultural y racial para consolidarse.

Por eso la auto organización, la autonomía de los oprimidos, debe construir poder en la conciencia de los pueblos que la practican bajo la forma asamblearia, de democracia directa y de decisiones colectivas. Y levantar también un poder dual frente al Estado central y al gobierno de este, aunque el mismo reconozca esos poderes locales, porque la independencia en la formación de las opiniones y reivindicaciones es la base de la ciudadanía, la cual no se opone en nada a la federación de comunas autónomas, como lo demostraron las comunas de la revolución francesa, que estaban federadas.

En escala mundial, el capitalismo nos ha retrotraído al siglo XIX, el del liberalismo sin trabas en el campo político-social, con el apoyo de estados poderosos. Se están anulando una tras otra las conquistas de más de siglo y medio de luchas civilizatorias de los trabajadores, como la jornada de ocho horas, la abolición del trabajo infantil o de la esclavitud, mientras la trata de personas es incluso práctica normal. En escala mundial estamos ante la necesidad de una revolución francesa, democrática y social, que no se completó ni siquiera en Francia.

Esa revolución incluye la descolonización y el combate al racismo en nombre de la igualdad del género humano y de la igualdad entre los géneros, así como una democratización de las decisiones productivas para salvar al planeta de un desastre ambiental. O sea, necesitamos una revolución democrática con un curso anticapitalista que permita, a la vez, superar y enterrar el sistema capitalista de explotación y dominación y establecer federaciones socialistas en todos los continentes. Esta puede parecer una visión utópica, pero es más realista que la de quienes creen poder tener estados capitalistas criollos independientes, buenos, descolonizados y no racistas.

La Jornada, 13 – 09 – 09

La Quinta Pata

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