jueves, 24 de septiembre de 2009

La crisis causó una nueva muerte

Ernesto Espeche

El debate público sobre el proyecto de ley de servicios de comunicación audiovisual puede ser leído como un resultado de los cambios que vienen alterando la dimensión existente desde 1976 en la relación Estado – sociedad – mercado. Asimismo, sus implicancias políticas obligan a insertarlo en la realidad concreta que emerge a partir del primer decenio del siglo XXI. Su interpretación estratégica supone, para el campo popular, superar el posibilismo conformista, el purismo de las posiciones alejadas del campo de batalla y el mediocentrismo propio de las visiones que atribuyen a los medios de comunicación un fin en sí mismo. Las tres tendencias mencionadas aparecen como resabios latentes de los tiempos en que el apogeo del proyecto neoliberal obligaba a una reacción defensiva. Hoy, la realidad de la región indica que son los pueblos los que están a la ofensiva.

El modelo monopolista
El decreto - ley de radiodifusión, sancionado en 1980 bajo el amparo del genocidio dictatorial y modificado a comienzos de la década del noventa, se nutrió de la matriz concentradora y antidemocrática que caracterizó al proyecto neoliberal. Fue el instrumento más eficaz que utilizaron las clases dominantes para promover escenarios favorables para la defensa de sus propios intereses.

Los medios de comunicación concentrados en la esfera del gobierno militar, y aquellos que desde el terreno privado sostuvieron sus políticas, intentaron legitimar socialmente el terrorismo de Estado. El uso de la fuerza –conviene remarcarlo – nunca se despliega sin espacios de consentimiento colectivo. Sería una ingenuidad a estas alturas suponer que la dictadura solo se valió de la represión para organizar/fundar la versión vernácula de una nueva etapa capitalista a escala global.

Las profundas transformaciones implantadas durante el gobierno de Carlos Menem estuvieron precedidas por unas pocas modificaciones a la ley de radiodifusión. Solo bastó con tocar un par de incisos para trasladar hacia el mercado el monopolio de la principal herramienta productora de consensos. Pero no había cambiado lo esencial: desde 1976, Estado y mercado sostuvieron y profundizaron una relación caracterizada por la subordinación del primero a los arbitrios del segundo. Es decir que este traspaso fue un salto necesario para el desarrollo del proyecto neoconservador. Los nacientes multimedios fueron entonces la anestesia para la cirugía mayor que finalmente impuso las políticas más regresivas que recuerda nuestra historia. ¿Cómo? El poder concentrado se había adueñado de una formidable herramienta, el medio de producción por excelencia: la manufactura del consenso social. Así, se multiplicaba su vieja capacidad de convertir su propia parcialidad en valor universal; de lograr que sus intereses sectoriales sean asumidos como propios por el resto de los sectores. Es verdad que esa práctica está en los mismos orígenes de la burguesía revolucionaria del siglo XVIII, pero la novedad está en el enorme impacto de los avances tecnológicos operados desde hace 20 años en materia de comunicación masiva. Este impacto equivale hoy a la licuación de la política, si entendemos que la política es el escenario en el cual se desarrollan las disputas de intereses que convergen en una sociedad. Pues bien, ese escenario se desplazó de la calle a un puñado de sets televisivos. Precisamente, la eficacia de esa herramienta radica en una ecuación infalible: a mayor desarticulación política del tejido social, mayor capacidad de influencia de los discursos mediáticos. Es por ello que la concentración mediática y la desorganización social son elementos que se vinculan dialécticamente y que responden a la misma dinámica de reproducción del establecimiento (o el orden establecido). Eso nos habilitaría a pensar que una posible desconcentración de los medios tendría efectos inmediatos en la densidad de la organización colectiva. Puede ser, pero no de modo mecánico.

La crisis
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Lo anterior no debiera analizarse como una totalidad cerrada sino como parte de un proceso histórico más complejo. La crisis integral en la que devino el sistema capitalista en su etapa neoliberal se hizo visible en los últimos meses, pero en rigor tiene sus orígenes hace más de treinta años y expresa la paradoja de una formidable expansión de la especulación financiera a escala planetaria que encuentra en esa misma expansión el principal rasgo de la senilidad del propio sistema. La concentración mediática no se desarrolló fuera de esta lógica.

Desde este enfoque podremos dimensionar el carácter estratégico del debate sobre la regulación de la actividad comunicativa. Toda crisis, y más una de estas características, supone una fuerte confrontación al interior del sistema de poder. En nuestro país se sucedieron estos escenarios en la posguerra de Malvinas, en la hiperinflación de finales de los ochenta y en el comienzo del nuevo milenio. Las salidas de esas crisis significaron, en cada caso, un cambio en las relaciones de fuerza del bloque histórico, pero también la incapacidad de los sectores populares de construir una alternativa política propia.

Hoy la salida hegemónica no está resuelta ni mucho menos. La oposición política no logra articular una alternativa real al gobierno nacional y este, lejos de ceder a las presiones de la derecha, profundiza políticas de Estado que adquieren cierta matriz de ruptura con las bases legitimadoras del consenso neoliberal.

Todos atrás y clarín de 9
Ante el proyecto de ley en cuestión, las corporaciones mediáticas actuaron decididamente a la defensiva. Esto se visibiliza con claridad en la frontal explicitación de sus intereses más profundos. Pasaron del ocultamiento sutil a la propaganda más enardecida. Así se comportaron en Venezuela desde el inicio de la revolución bolivariana, así actuaron en Bolivia desde la asunción del presidente Evo Morales y así será cada vez que sea necesario sostener los privilegios que representan. En estos casos, abandonan en parte el habitual discurso engañoso de la mediación neutral y se desnuda su faceta oculta, la del golpismo destituyente, la del poderoso actor político. Pero existe una premisa inapelable en la historia universal de la dominación: el nivel de eficacia de una acción manipulatoria disminuye a medida que se transparentan sus objetivos. Esto es, además, un síntoma inequívoco de la relevancia de todo lo que está en juego.

Con el ingreso del proyecto de ley al parlamento, el poder económico radicalizó su oposición al gobierno nacional y utilizó para ello todo el sistema de medios. Califican la iniciativa como “ley mordaza” o “ley K de control de medios”. En realidad, el clima mediático antigubernamental se remonta al mal llamado “conflicto del campo”, y siguió con la re-estatización de los fondos previsionales, la recuperación de Aerolíneas Argentinas y toda medida gubernamental que se aparte de los límites aceptables por el establecimiento.

La curva marcada por la línea editorial del principal multimedios tiene gran coherencia y expresa lo ocurrido con buena parte del bloque de poder: salió beneficiado de la crisis de 2001 y, en consecuencia, manifestó un apoyo abierto al gobierno de Eduardo Duhalde y los primeros dos o tres años de la administración Kirchner. En ese lapso de bonanza económica, Clarín logró salvarse de una inminente quiebra, concentrar más señales y renovar licencias. Desde entonces, apuesta por un recambio en la Rosada. ¿Qué pasó entonces?

La administración de la crisis internacional ensayada por el gobierno nacional dista bastante de ser la esperada por los grandes empresarios o la oligarquía agroexportadora, más proclives a una restauración conservadora. Razones objetivas más que suficientes como para seguir soportando un discurso agitador de los conflictos, promotor de la memoria de los desaparecidos y latinoamericanista; sobre todo cuando ese discurso se comenzó a traducir en medidas concretas.

El conflicto y el consenso
La oposición montó su estrategia defensiva en la reiteración automática de la acepción cobista del término consenso. Así, el consenso no sería la superación dialéctica del conflicto de intereses sino su negación en beneficio de lo ya establecido. Este consenso es heredero del mito de la pacificación nacional, tantas veces recuperado y resignificado por las clases dominantes para la resolución ficticia de los conflictos reales.

La propuesta de ley no nace de las entrañas del gobierno, tiene ya varios años de elaboración y discusión en el marco de la coalición para una radiodifusión democrática. La elaboración colectiva de los 21 puntos fue un ejemplo de articulación amplia en su conformación y profunda en su contenido. Nació con autonomía al gobierno nacional, recogió muchos años de demandas en términos de democratización de las políticas de comunicación y supo contener a los sectores más dinámicos del kirchnerismo.

El carácter plural de esa articulación influyó en un aspecto que, filosóficamente, golpea en el núcleo duro del proyecto neoliberal: le da visibilidad al conflicto. La propuesta pone luz sobre las diferencias y promueve la redistribución de la palabra a partir de un reconocimiento: la comunicación es un derecho humano de todos y todas a informar y estar informados sobre una realidad que no es unívoca ni transparente, sino que puede ser interpretada de modos distintos de acuerdo a los intereses diferenciados que surgen de la diversidad social.

Pero no se trata sólo de que existan más medios y que estos reemplacen a la organización. Los medios que surjan de las organizaciones sociales debieran, entonces, pensarse desde el objetivo de recomponer el tejido social como premisa general de la batalla cultural. Nuestro país no podrá avanzar en las grandes tareas pendientes si no se logra configurar un escenario político, cultural e ideológico favorable. Los medios son un instrumento de organización para el campo popular y un instrumento de desorganización colectiva en manos de los dueños del capital concentrado. Estamos ante la posibilidad de expropiarle al mercado su estratégica y monopólica fábrica de consensos. Es hora de socializarla, democratizarla, desconcentrarla, para devolverle a la política a su escenario natural, el del conflicto.

La Quinta Pata, 24 – 09 – 09

La Quinta Pata

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