Vicente Feliú
La Habana. Para quienes no me conocen comenzaré diciendo que no soy un político de profesión, y que la vida me libre de ejercer ese oficio. Provengo de una familia que desde finales del siglo XIX estuvo del lado de los cubanos que estrenaban a machete una nación frente al colonialismo español primero y luego contra el imperialismo estadounidense y sus subalternos en mi tierra. En los casi 62 años que tengo, 48 de ellos los he dedicado a trovar, formándome en un país que en enero de 1959 eligió un rumbo inédito en Nuestra América. Mi vida ha estado ligada básicamente a la canción y, confieso sin aspavientos, con muy claras convicciones políticas. He recorrido buena parte del planeta llevando mis ideas cantadas a todos aquellos que han querido escucharlas (a veces también a los que no), en vivo y en directo, corriendo los riesgos que puede implicar un canto que se respalda con la propia vida. Mis pilares en esta faena han sido fundamentalmente Joe Hill, Benjo Cruz, Jorge Salerno y Víctor Jara.
Aclarados estos puntos, paso a comentar brevemente algunos aspectos no musicales del concierto Paz sin Fronteras celebrado en La Habana, Cuba, el 20 de septiembre de 2009.
En primer lugar, creo que la paz tiene que ser cantada, sufrida, luchada, ganada en escenarios no siempre (casi nunca) pacíficos, y hasta vivir y morir por ella es necesario. Ningún esfuerzo a favor de la paz será jamás en vano. Sin embargo, no hay absolutos en ningún concepto. Lo que para unos puede ser concordia entre sectores humanos, para otros puede ser literalmente un crimen. Para algunos religiosos, la paz es una meta sublime. Para los fabricantes de armas, la paz es una blasfemia. Para los países más industrializados y ricos, la paz es consumir hasta la propia Tierra. Para los países llamados en vías de desarrollo, la paz puede consistir en llegar vivo al día siguiente. Cuando hay hambre la paz se resiente porque la supervivencia puede llevar a matar para comer. Cuando los que viven de la maquinaria bélica encuentran países en paz arman guerras porque ellas son su sustento.
Cuando Juan Esteban Aristizábal, cantautor colombiano curtido en causas hermosas y difíciles para alguien del star system y que vive en Miami, se propuso el concierto Paz sin Fronteras en la Plaza de la Revolución de La Habana, sabía de los problemas que le acarrearía, aunque, como el concierto mismo, la realidad superó todas las expectativas. La energía positiva que desplegaron todos los artistas participantes cayó como lluvia refrescante sobre la abrumadora cantidad de público que esperó ansioso largas horas bajo el sol del septiembre cubano.
Su propuesta fue un acto de valor, de libertad y de justicia. Algunos de sus colegas que se sumaron conocían también de los riesgos más diversos que correrían por parte de las mafias de Miami. Porque hay que decir que lo primero que se rompió con este concierto fue el tabú de la mafia “cultural” de Miami, se demolió el muro que impide a muchos venir a cantar a la Cuba revolucionaria, culta y libre. La otra mafia mayor, la de aquellos que llevan 50 años pidiéndole al gobierno de los Estados Unidos que les devuelva lo que ellos no tuvieron cojones para defender frente a los barbudos mal armados de Fidel Castro, con sus manifestaciones histéricas quedó una vez más en ridículo.
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