Penélope Moro
El modelo de la impunidad impuesto en nuestro país desde 1976 por los jerarcas del terror y sus serviles cómplices precipita la caída en estos días. Estruendosa con la lectura de cada sentencia dictada recientemente a decenas de responsables y consortes del genocidio. Indefectible ante la existencia de juicios de lesa humanidad aún en desarrollo en distintas ciudades, y con la certeza de nuevas aperturas. Este escenario de justicia y verdad es el que rezagó y embarró la hipocresía de pasados gobiernos que dijeron llamarse “democráticos” a la vez que condonaban al terror. Por el que no cedieron ni un segundo de lucha en más de tres décadas los organismos de derechos humanos, y el que propició el actual proyecto de país encaminado hacia la auténtica profundización de la democracia.
Una justicia que marcha hacia la plenitud a través de la voz de cada testigo o víctima que activa su memoria ante los tribunales para relatar a viva voz la siniestra experiencia a la que lo expuso el terror. Los testimonios del primer juicio de este tipo realizado en la provincia y el que actualmente se cumple, provocaron en algunos casos la ampliación de investigaciones que permitirán develar la coautoría cívica y eclesiástica en el plan sistemático de desaparición de personas, que no podría haber resultado tan brutalmente efectivo con la sola participación militar y policial.
Jueces y curas fueron señalados por sobrevivientes, madres, hermanos y compañeros de detenidos desaparecidos como encubridores y partícipes de los secuestros, torturas, violaciones y asesinatos a los que se sometió a cada víctima de la represión. Tanto que ya tiene fecha el juicio político contra el camarista Luis Miret, protagonista de un caso paradigmático en la responsabilidad directa del aparato judicial dentro del marco dictatorial.
Las declaraciones en primera persona de mujeres que fueron violadas sistemáticamente por sus captores en las sombras de los centros clandestinos de detención locales también pretenden provocar un giro en los juicios que se desarrollan en el país y en los próximos: que la violencia de género sea investigada y juzgada como un crimen contra la humanidad y no contemplada como una forma de tortura más.
Así la justicia que llega. Las condenas ejemplares de cadena perpetua y cárcel común para los genocidas no revierten el dolor de quienes sufrieron en carne propia y lograron sobrevivir a la inquina y el horror dictatorial. Ni de los familiares y compañeros a los que se les arrancó la vida de sus seres amados. Pero sí repara las heridas de un sistema democrático viciado de impunidad y renueva las esperanzas en dirección a una sociedad más justa, igualitaria y digna para las nuevas generaciones.
Río de palabras 37, 30 – 12 – 10
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