domingo, 5 de febrero de 2012

Una visión sobre fortines, fronteras y aborígenes durante la época de la Colonia en Mendoza

Conmemorando el centenario de la autodenominada “Campaña del Desierto”, en 1979, el Gobierno mendocino, en consonancia política e ideológica con la dictadura militar a cargo del Ejecutivo Nacional, publicó un libro-homenaje del cual extractamos fragmentos vinculados con Mendoza y los tiempos coloniales.

Varios(1), Las campañas del desierto y del Chaco, 1979, Gobierno de Mendoza.

Los aborígenes en la época de la conquista
Existe una gran diversidad de opiniones acerca del origen y denominación de las parcialidades indígenas que habitaban el territorio argentino. Desde los relatos de los cronistas de la conquista hasta los autores modernos, desfila una serie de teorías que no han podido aún ser conciliadas. Como tal cometido escapa a la finalidad de este trabajo, nos limitaremos a mencionar las conclusiones a la que se puede arribar en el estado actual de las investigaciones, con referencia a aquellas parcialidades que estuvieron vinculadas a nuestras fronteras.

a. Puelches de Cuyo
En el sur de Mendoza, en la zona comprendida entre los ríos Barrancas, Colorado y Diamante, habitaron los indígenas llamados comúnmente puelches. Hay autores como Serrano y Vignati que usan esta denominación para designar a las tribus que se extendían entre los ríos Negro y Chubut hasta las inmediaciones del Atlántico. Por su parte, Canals Frau distingue a los puelche-guénaken de la pampa y a los puelches de Cuyo. Estos últimos, junto con los pehuenches antiguos, formaban el grupo de los primitivos montañeses.

Cazadores y recolectores nómades, recorrían largas distancias para procurarse el alimento, constituido por guanacos, avestruces, liebres y quirquinchos a los que más tarde se agregó el caballo. Junto con la algarroba y el molle formaban la base de su alimentación.

Racialmente distintos de los araucanos, desde el punto de vista cultural estaban relacionados con los indígenas de la Patagonia y los huarpes y hablaban una lengua semejante a la millcayac, pero distinta de ella y de las de pehuenches y araucanos.

Con el correr del tiempo, los puelches desaparecerán del territorio mendocino absorbidos por la influencia araucana.

b. Pehuenches
Desde la línea Barrancas-Colorado hasta las proximidades del lago Nahuel Huapi y desde la cordillera hasta el Salado, en la región donde crece la araucaria, se extendía el hábitat de los pehuenches (gente de los pinos).

Eran de caracteres físicos distintos a los araucanos. Vivían de la recolección de semillas y frutas silvestres, de entre las cuales se destacaban los piñones. A esta alimentación se agregaba el producto de la caza.

Viviendas y vestimentas se confeccionaban con las pieles de guanacos, vacas y yeguas, y con el mismo material fabricaban recipientes.

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Comercializaban la sal y los piñones y, debido a su contacto con los indios de Chile, objetos producidos por estos últimos se difundían entre los aborígenes de la pampa.

Hablaban una lengua propia, que fue desconocida por los españoles. Estaban organizados en tribus independientes y el cacicazgo era hereditario.
(…)

Alternativas de la lucha en la Frontera.
(…)Mendoza

La ciudad, fundada en el poblado huarpe de Guantata, debió enfrentar en los primeros momentos de su existencia algunos levantamientos huarpes, encabezados por jefes del grupo allentiac.

La primera rebelión que puso en peligro a Mendoza se produjo a tres años de su fundación. En ella perdió la vida el alcalde de primer voto y algunos vecinos que acudieron en su defensa. La última resistencia huarpe, producida en 1632 como consecuencia de las guerras calchaquíes, no afectó a Mendoza, que vio progresar en paz el poblamiento de los fértiles valles de Uco, Jaurúa y Corocorto.

A mediados del siglo XVII la araucanización de las pampas cambió la situación. Se sucedieron los ataques de puelches, pehuenches, aucáes y huiliches, atraídos por el floreciente estado de las estancias del sur. En un marco de inseguridad culminó el siglo y transcurrió la primera mitad del XVIII.

Después de dos grandes invasiones en 1769, se resolvió establecer un fortín en el Valle de Uco. Surgió el de San Carlos, cuyo primer comandante, Salvador de Ibarburu, rindió su vida junto a sus hombres en defensa de la frontera. Más tarde se levantó el fuerte de San Juan Nepomuceno, sesenta kilómetros al sur de San Carlos.

Nuevos malones en 1772 y 1776 forzaron la resistencia, llegando hasta las inmediaciones de la ciudad y arreando gran cantidad de ganado. Otra vez la guarnición de San Carlos, con el capitán Gregorio Morel al frente, pagó con su vida la oposición al indio. Finalmente, la situación revertió a favor de los cristianos con la designación de José Francisco de Amigorena como comandante de armas y fronteras en 1778. Bajo su mando quedaron las milicias de Cuyo, y en veinte años de fecunda labor desplegó una hábil e incesante actividad para dar tranquilidad a la frontera.

La estrategia de Amigorena consistió en pasar a la ofensiva, buscando a los indios en sus mismas tolderías. Desde 1779 hasta 1799 realizó varias exitosas campañas y obtuvo como resultado el rescate de cautivos y ganado y el respeto de los indios, que comprendieron las ventajas de la paz con los cristianos. Consiguió la alianza de varios caciques pehuenches y con su colaboración derrotó a tribus rebeldes. En 1792 realizó una de las más importantes campañas. Avanzó con sus tropas hasta Nuyegalei, doscientas leguas al sur de Mendoza, y venció a una coalición de parcialidades enemigas. Después de esta acción los indios pidieron la paz, que se firmó en 1794. Cinco años después se sometió Carripilum, el jefe de los ranqueles, y ese mismo año lo hizo Colimilla, el último rebelde del sur mendocino.

Los resultados de la labor desplegada por Amigorena, y continuada por Javier Martínez de Rosas, permitirían mantener la paz hasta bien entrado el siglo XIX y avanzar la frontera hacia el sur con el fuerte de San Rafael.

Las fronteras en 1810
A partir de la creación del Virreinato del Río de la Plata, los virreyes debieron encarar el problema de la defensa de la frontera en momentos en que arreciaba la guerra del indio. Los medios para efectivizar la defensa fueron dos: el establecimiento de nuevos fuertes y fortines a lo largo de la línea de frontera, y la reorganización de las milicias.

Fuertes y fortines
Hasta la Revolución de Mayo la frontera de Buenos Aires estuvo defendida por seis fuertes: Chascomús, Ranchos, Monte, Luján, Salto y Rojas, y cinco fortines: Lobos, Navarro, Areco y Mercedes (Colón). Los fuertes eran guarnecidos por una compañía de Blandengues de 100 hombres, mientras que los fortines lo estaban por milicias a ración, con un total de doce a dieciséis hombres cada uno, que se relevaban periódicamente.

La frontera sur de Santa Fe contaba con Melincué, Esquina y pequeños fortines en India Muerta, Pavón, Rosario y Coronda. En el norte, la acción de los abipones exigió la instalación de numerosos fortines en el Salado, Saladillo, Sunchales y San Nicolás, entre otros.

A los fuertes existentes en Córdoba en el siglo XVIII, Sobremonte agregó cuatro. Con ellos, la línea quedó guarnecida por Loreto, Asunción de las Tunas, San Rafael, El Sauce (La Carlota), San Carlos, San Bernardo, Río Cuarto, Santa Catalina y San Fernando (Sampacho).

San Luis contaba con San Lorenzo del Chañar, en las proximidades del río Quinto. Más al sur se levantaba el de Las Pulgas. En la parte occidental, San José del Bebedero completaba la defensa.

Mendoza era defendida por el fuerte de San Carlos, a la entrada del Valle de Uco. En 1805, la paz firmada con los indios permitió avanzar la frontera hasta San Rafael.

Las construcciones destinadas a albergar las tropas defensoras de la frontera con el indio eran sumamente precarias. El virrey Vértiz uniformó el tipo de edificio, estableciendo un reducto rectangular o cuadrado, demarcado por una empalizada, rodeado de un foso, con puente levadizo, rastrillo, baluartes para la artillería y el clásico mangrullo. A pesar de estas disposiciones, la construcción estuvo condicionada por diversos factores: el terreno, los recursos naturales del lugar, las posibilidades financieras, el número de efectivos a alojar.

El fuerte de San Carlos, en Mendoza, estaba hecho con paredes de adobón con mezcla de paja para darle mayor consistencia. Según una descripción hecha por su comandante don Francisco Esquivel Aldao, datada en 1789, tenía “42 varas por cada frente con su muralla de cuatro varas de alto; cuatro baluartes interiores con sus garitas en cada uno, todo de material nuevo. Un foso por la parte exterior tiene 47 varas y por la interior 57 y de ancho 4 1/4 varas, también nuevo y limpio. Seis cuarteles interiores por la parte del norte de media agua, que en todos se incluyen 28 tijeras con puerta de cuero y armazón de madera. Por la parte del sur tiene 5 cuarteles que comprenden 26 tijeras también de media agua; las dos tienen puerta de cuero y las tres sin ellas”.


(1) La “Comisión especial” redactora del texto estuvo integrada por: la Directora del Archivo Histórico del Ministerio de Cultura y Educación de Mendoza, Prof. Ana E. Castro; la Inspectora Técnica de la Dirección de Educación Media del Ministerio de Cultura y Educación de Mendoza, Prof. Susana M. Aruani; la Supervisora de Educación Primaria, Srta. Aurora E. Buera; el Prof. Salvador C. Laría.


Cortesía de Eduardo Hugo Paganini

La Quinta Pata, 5-02-12

La Quinta Pata

1 comentario :

Anónimo dijo...

es una .......................

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