domingo, 11 de marzo de 2012

Luna cautiva

Hugo De Marinis

Cuando las tierras donde se ubica Mendoza estaban destinadas a atender como obedientes subsidiarias las necesidades de importación del Reino de Chile del cual formaban parte; cuando San Juan se denominaba San Juan de la Frontera y era más pujante, y poseía mayor cantidad y mejores bodegas que las mendocinas; cuando la producción de vino no llegaba ni de cerca a la trascendencia y prestigio que adquiriría más de un siglo a posteriori, pues estaba solo naciendo para luego morir y – después del interregno de los alfalfares de la primera oligarquía para engorde de ganado y transporte allende el Ande regenteado por Arístides Villanueva y Francisco Civit – resucitar; cuando la corona española no permitía a sus dominios de ultramar la importación de libros de ficción – en Cuyo casi nadie leía libros de ningún tipo, salvo los religiosos – ni instrumentos musicales que no fuesen alguna que otra pinche guitarra; cuando no tanto los cuchillos y las cucharas, sino los tenedores constituían una rareza – (¡en la ciudad, no en la campiña!) y el pan hacía las veces de plato en la mayor parte de las casas de los vecindarios de la villa; cuando había un inquisidor feroz, que fungió también como traficante de esclavos, de apellidos que hicieron historia: Correa de Saá. Un poco menos de tres siglos atrás, aquí mismo, existió una mujer que, como a sus contemporáneas, le estaba vedado madurar como ser humano, desatarse de la tutela asfixiante de los usos patriarcales, o alfabetizarse porque, además de no estilarse en la época, tampoco había un miserable convento donde retirarse, encarcelarse una misma, o guarecerse del mundanal y varonil ruido: esa mujer rebelde del siglo XVIII se llamó Tomasa Ponce de León, una de las pioneras en la reivindicación del deseo y la desobediencia dentro del rígido sistema colonial imperante.

Casi de niña (quinceañera), su padre burgués la entregó en matrimonio a un europeo vasco-francés exitoso, bastante mayor que ella (tendría alrededor de 40 años), con su correspondiente y considerable dote. El agraciado receptor resultó ser don Miguel de Arizmendi, un rico comerciante que mantenía tratos de amistad y confianza sustanciales con la jerarquía colonial gobernante en toda Sudamérica, incluido el virrey del Perú.

A don Miguel le apetecía viajar por sus negocios y se ausentaba con frecuencia del hogar que compartía con Tomasa. Va de suyo que con las repetidas y prolongadas ausencias la joven mujer pretendió sustituir a su marido en la regencia de sus bienes, a la par que hacerse cargo con decisión y contra la corriente, de las insuficiencias emocionales provocadas por la soledad.
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En esos trances, Tomasa tuvo la valentía de agenciarse uno o más amantes; pero no contó con las precauciones que la discreción aconsejaba y fue descubierta. Don Miguel, por su parte, tuvo el dudoso mérito de transformarse en uno de los primeros cornudos públicos y documentados de la región de Cuyo, y también escarnecido por la cruel e incipiente opinión pública local. Todo indica que otro mérito – este no dudoso – fue tan real como el primero: su amor por Tomasa. Sin embargo, las presiones de las burlas y el fastidio de las autoridades eclesiales le resultaron intolerables: en su calidad de católico impenitente tenía que castigar con prisión las enormidades de Tomasa.

Así como no existían los conventos, tampoco había cárceles para mujeres. Don Miguel entonces hizo construir una para el caso en su misma residencia, aprovisionada con las rejas de madera que inspirarían la famosa pieza folklórica “Luna cautiva”. A Tomasa la atendía una esclava de quien por su condición social solo podemos imaginar su pesar perpetuo, y saber además que una de las principales funciones en su vida fue proveer lo necesario para la manutención de la indisciplinada prisionera.

La naturaleza siguió su curso – o las razones del amor no correspondido – y el influyente don Miguel un buen día se murió, lo que significó el resuello de una libertad efímera para Tomasa, quien en su flamante estatus de viuda volvió presurosa y enamorada a casarse con un mozo bien parecido que andaba de paso por la ciudad.

Intentó asimismo tomar las riendas nuevamente de sus propiedades heredadas, pero fracasó en ambas empresas. El traficante de esclavos e inquisidor, el padre Francisco Correa de Saá, no le permitió retener ni tan siquiera la dote que su padre le había aportado para el casamiento con don Miguel.

En tanto, el joven aventurero que pasó por Mendoza robándose su corazón, cuando comprobó que los bienes de Tomasa se reducían nada más que a su amor por él, la abandonó sin contemplaciones, condenándola así a una nueva prisión tan funesta como la que le había impuesto el rico vasco francés: vivir el resto de sus días sumida en una pobreza abyecta.

Quién sabe si en medio de los aprietos ocasionados por la escasez se las pudo ingeniar para imaginar que estos dramáticos y salvados fragmentos de su vida se convertirían en un ejemplo en la reivindicación de género para las siguientes generaciones de estos crueles confines cuyanos.

Fuentes:
Lacoste, Pablo. La mujer y el vino. Mendoza: Caviar Bleu, 2008.
Lacoste, Pablo. “La cárcel y el carcelero de la mujer colonial” Estudos Ibero-Americanos. PUCRS, v. XXXIII, n. 2, p. 7-34, dezembro 2007 (http://redalyc.uaemex.mx/src/inicio/ArtPdfRed.jsp?iCve=134618617002)
Richard-Jorba, Rodolfo. Empresarios ricos, trabajadores pobres. Rosario: Prohistoria Ediciones, 2010.


La Quinta Pata, 11 – 03 – 12

La Quinta Pata

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