domingo, 26 de agosto de 2012

Una visión sobre los pueblos originarios en Mendoza

Dionisio Chaca

En sintonía con la temática desarrollada en otra sección de La Quinta Pata por el profesor Hugo De Marinis, editamos en esta oportunidad una visión muy singular sobre la problemática de los pueblos originarios y las misiones evangelizadora y civilizadora de la Corona Española en América. El profesor Dionisio Chaca en vistas a no haber sido seleccionado en un concurso de historia, organizado en homenaje al IVº centenario de la fundación de la ciudad, decide publicar su trabajo, y así permitirnos compartir su visión sobre la evolución y desarrollo de estos pagos cuyanos. Se puede o no acordar con los criterios científicos aplicados, con la poética de la prosa plasmada, con los ejes críticos sostenidos, pero no puede dejar de leerse con respeto el entusiasmo puesto en la denuncia de la intolerancia y explotación racial y laboral a que fueron sometidos los diferentes grupos nativos. Una vez más, accedemos a estos viajes bibliográficos por la gentileza de la Biblioteca Mauricio López de ciudad, a quien agradecemos su solidaridad.

Eduardo Paganini

CAPITULO XVIII: El aborigen de Mendoza en el momento de la conquista y de la colonización. Su suerte en el período colonial. El desdichado fin de sus descendientes en el siglo pasado.

¿Qué indios poblaban Mendoza en los días en que la osada hueste de Villagra, pasa veloz por estas regiones dejando en ellas un largo y confuso rumor de otros mundos y de otras civilizaciones. Los historiadores están de acuerdo en que eran indios huarpes... Bien... pero ¿qué indios eran estos huarpes?, de dónde venían o de qué raza o grupo étnico se habían desprendido.
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¿Serían una rama de los diaguitas, una lejana prolongación de los guaraníes, un trasplante de algún pueblo aimará o eran finalmente un pueblo independiente que nada tenía de común con las razas que poblaban el norte, el este o el sudeste argentino, con thehuelches [sic] del sur o los muluches del otro lado de la cordillera? Los mismos historiadores no están de acuerdo con respecto a este punto. Algunos creen encontrar afinidades por lo menos lingüísticas entre los huarpes y los pueblos del norte; otros aseguran que el idioma huarpe era un idioma perfecto, autóctono y nada tenía de parecido al de las comunidades del contorno. Ahora bien…Los huarpes hablaban el allentiac y el milcayac. ¿Eran ambos idiomas diferentes o uno era dialecto del otro? El allentiac, se dice era propio del valle de Caria o San Juan, pero lo hablaban también del río Tunuyán al norte y en estas mismas regiones, extendiéndose probablemente hasta el Cerro Nevado y La Pampa, se hablaba el milcayac, idioma que vendría a ser la lengua nacional de los puelches. A todo esto agréguese todavía el que los indios de las Lagunas de Guanacache, según aseveración de los misioneros, no hablaban el huarpe, pero lo entendían como así mismo el quichua. Ambas lenguas: el allentiac y el milcayac se han perdido no conservándose de ellas más que algunas hojas sueltas de la gramática y diccionario compuesto por el padre jesuita Luis de Valdivia, que tampoco visitó estas regiones y escribió sus obras en Chile aprovechando la permanencia continuada de muchos indios de Mendoza, que voluntariamente o a la fuerza iban a Chile. Todo lo que se diga sobre este tópico no es, entonces, sino conjeturas. Si se tiene en cuenta que la dominación incásica se extendió hasta estas regiones, no es de extrañar que algunos vocablos del idioma del pueblo conquistador hayan quedado como enriqueciendo al idioma autóctono, sin que esto sea suficiente para asegurar que estos pueblos eran de raza quichua. Surge ahora otra pregunta. ¿Desde cuándo habitaban los huarpes en Guantata? ¿A qué otro pueblo habían desalojado o qué otro pueblo los arrojó al norte o al sur de donde antes vivían? Desentrañar la verdad en este asunto es tarea que nos llevaría a zarandear las numerosas teorías del origen no sólo de nuestros indios, sino también el del hombre en América; la migración de los pueblos antiguos, la suplantación o la destrucción de unos por otros etcétera, tarea que se aleja muchísimo de los límites y propósitos de esta obra confesadamente breve.

CAPITULO XIX: Conquista material. Conquista espiritual. Tentativas de evangelización. Destrucción y esclavitud final de los indios.

Inmediatamente después de la fundación de la ciudad por don Pedro de Castillo y de la repartición de los lotes, solares y chacras a sus compañeros, se pensó en repartir las tierras vecinas con sus indios convivientes entre los mismos conquistadores, a fin de que éstos les prestaran los auxilios materiales que tanto necesitaban y procedieran al mismo tiempo a su evangelización y a su adelanto y progreso, ya que de todo se los despojó desde el primer instante y muy particularmente de su libertad. Según los invasores europeos, estas tierras eran estériles y desiertas, afirmación no del todo exacta, ya que nosotros sabemos que antes de la conquista habían aquí cultivos que daban lo suficiente para el sustento de 150.000 indios. Porque los huarpes, ya lo hemos dicho varias veces en el curso de esta obra, eran pacíficos y laboriosos trabajadores que cultivaban sus tierras y las regaban por canales extraídos del río. En realidad, no era mucho lo que los nuevos amos podían enseñar a los indios en materia de cultivos, porque ellos no eran agricultores, sino guerreros y aventureros que no venían aquí a cultivar tierras ni a civilizar a nadie, sino a buscar oro y a quitárselo a quien lo tuviera, por las buenas o por las malas. Esto es lo que en realidad sucedió en toda América en los primeros tiempos del descubrimiento y conquista. Es cierto que después cambiaron un poco las cosas, pero sin que el cambio de método y de conducta de los opresores desvaneciera la tremenda y densísima atmósfera de horrores cometidos al principio y que dio origen a la indestructible y hominosa [sic] “Leyenda Negra de América”.

La idea de la colonización; de la radicación de los dominadores; de la fundación de ciudades y de pueblos y la organización de la economía y de la justicia vino mucho después de la conquista, por muy nobles inspiraciones de la Corona, que se había dado cuenta de que no era posible seguir ya, por más tiempo robando las riquezas y destruyendo las incipientes pero ya muy altas y brillantes civilizaciones de América a trueque de ofrecer al mundo el mismo horrendo espectáculo que ofrecieron a Europa los campos asolados por Atila. Muy raras son las excepciones a esta regla entre los primeros conquistadores. La expoliación de los naturales y su reducción a la más despiadada esclavitud continuó, sin embargo, bajo el sistema de las mitas y de las encomiendas.
El gobierno español tomó las medidas necesarias para remediar tanto mal ya hecho, y una de ellas fue la de obligar a los que organizaban expediciones a América a respetar a los indígenas en sus personas y en sus bienes y a fundar pueblos trayendo para ello la gente necesaria: labradores, artesanos, implementos agrícolas y animales de cría. A estas medidas se debe el hecho de que, en los conquistadores de Cuyo estuviera ya muy amortiguado el espíritu de rapiña y de destrucción y de que fuera muy distinto el pensamiento que aquí los traía, y que no era otro que el de instruir a los naturales; difundir entre ellos la ley del Evangelio; fundar ciudades y sacar provecho de las tierras. De estos sanos propósitos hacían gala por lo menos los jefes de las expediciones de Villagrán, de Castillo y de Jufré. Precedíalos la fama de sus humanitarios procedimientos con los indios y de su honrado propósito de no hacerles daño ni desposeerlos de sus míseros bienes. Esto en teoría; en la práctica parece que apenas ausente Castillo y Jufré, no todo marchó por tan llanos y agradables caminos. No de otro modo se explica que, siendo tan eminentes y correctos caballeros los conquistadores de Cuyo, de 150.000 indios que había, según cálculos aproximados de sus mismos cronistas, no quedaban poco tiempo después ni 20.000, con el agregado de que, de seres inofensivos e ingenuos que antes eran, se habían transformado en hombres selváticos y fugitivos, enemigos enconados y feroces de sus presuntos benefactores de la víspera. Y lo que más aflige es que no fueron los indios los que cavaron el abismo entre las dos razas, porque es cosa averiguada y también clara como la luz del día, que lo mismo en Cuyo que en Buenos Aires, en Cuba, en Méjico o en los Estados Unidos, los indios recibieron al principio con gran alborozo, interés y generosidad a los extranjeros, colmándolos de obsequios y atenciones, sin pensar jamás en que, en premio de tanta nobleza, serían luego masacrados, robados y esclavizados. Los indios eran materialmente atrasados, pero en sentimientos buenos, eran mejores, mucho mejores que los blancos advenedizos, y tan es así, que por propia confesión de sus contrarios se sabe que en ninguna parte se mostraron de entrada ni perversos, ni felones, ni traidores, ni crueles con los recién llegados. Todas estas maravillas morales lucieron de inmediato y aún en presencia del mismo Colón, en la conducta de los blancos.

Más adelante, los indios asimilaron a la perfección todas estas bellas cualidades de sus adversarios. Esta detestable moral de la raza conquistadora fue la que originó de inmediato el absoluto divorcio con el indio y la caída de éste en el camino de la violencia y de la venganza. De más está decir que lo que menos se tuvo en cuenta para quitar a los indios sus tierras y su libertad, fue el derecho de posesión de éstos y su voluntad de seguir viviendo de acuerdo a sus costumbres, a sus creencias y a sus leyes. Y después... si el fin de la dominación hubiera sido el de civilizar a los naturales, menos mal; pero es que en ninguna parte los naturales fueron civilizados... ¿Por qué?... ¿Por incapacidad de éstos?... ¡No!... Es que la espada no es un instrumento útil para civilizar a nadie, ni la violencia, el robo, las violaciones, el asesinato en masa, el engaño y la arbitrariedad sin control son virtudes capaces de hacer amar civilización alguna por adelantada que sea.

Esto, sin contar con que, en muchas regiones, los indios estaban ya bastante más civilizados que muchos de los conquistadores. Era condición ineludible impuesta, a los encomenderos el de asegurar el bienestar material y proveer al adoctrinamiento de sus encomendados, pero de sobra sabemos que de lo que menos se cuidaron los nuevos amos fue cumplir fielmente con la humanitaria obligación que la misma Corona les había señalado. La conquista y la subsiguiente dominación civil y militar del blanco no representó para el indio otra cosa que una inmensa e interminable desgracia, una sentencia de muerte inconmutable, precedida de una prolongadísima y dolorosa agonía. Nuevos pueblos, nuevas nacionalidades surgieron después en América, pero no sobre la base del elemento autóctono, expulsado, arrinconado y exterminado por el dominador europeo, primero, y luego por nosotros mismos, los independientes sino por una masa formada por los elementos étnicos más diversos. Los misioneros que vinieron después del conquistador, no los que arribaron con él en el momento mismo de la conquista, procedieron de muy distinto modo. Ellos, por lo menos no usaron la violencia y procuraron, aunque en vano, calmar y remediar algo el rigor de las calamidades que abrumaron a la raza indígena, llevándoles un poco de consuelo y un poco de luz a sus claras pero incultas inteligencias. El indio era inteligente, vivo, sagaz y de fácil comprensión, todo ello unido a un alma viril y noble. Pero como el valiente y altivo indígena no aceptó inmediatamente y sin protestas el ominoso yugo del esclavo, el endiosado encomendero no titubeó en usar con él el único método de que era capaz: el garrote, el sable, la bala traidora, consiguiendo con tan sabios y pedagógicos procedimientos lo que no podía dejar de conseguir: hacer de cada indio sobreviviente un enemigo tenaz e implacable, sin más ideas ni aspiraciones que la venganza por el único recurso que le quedaba: el malón. Fue así como el indio se hizo inaccesible a los llamamientos y halagos de una civilización en la que él no veía sino vicios, engaños, mala fe, crueldad, humillación, deshonra y muerte. Y no por incapacidad de los indios para entender y apreciar las ventajas de la vida dentro del orden y del progreso, sino por la completa e insanable incapacidad de estos mismos indios para soportar los horrores de la esclavitud y para descender hasta la desdichada condición del esclavo abyecto y del perro sumiso y despreciable. Para esto era para lo que el indio no servía y era incurablemente inepto. Con todo, la condición tranquila y pacífica de los naturales permitió a los misioneros la predicación del Evangelio en todas las regiones de la provincia.

En 1601, a iniciativa del obispo M. Pérez de Espinosa, quinto obispo de Santiago, se ensaya reunir de tiempo en tiempo a los indios en once lugares a fin de que los religiosos doctrineros pudieran con más provecho proceder a su instrucción y redención espiritual. A estas concentraciones temporales se las llamó ‘‘Doctrinas’’. Sólo dos subsistieron a duras penas durante algún tiempo, y las demás fracasaron. ¿Por qué?... Porque cuando más seguridad se prometían, los sacerdotes doctrineros fueron de improviso asaltados de sus encomenderos y se los llevaron para sus granjerías de Chile. Esta tiranía obligó a aquellos sacerdotes a desistir del intento provechoso de “juntar a aquellos bárbaros”. ¿Qué tal? ¿Quiénes eran los bárbaros y los provocadores de las justas y violentas revanchas de los indios? Como se ve, no era el ardor de la fe ni ningún otro elevado pensamiento el que inspiraba y sostenía en la acción a los audaces y aguerridos aventureros en los primeros tiempos, sino otra clase muy distinta y nada encomiable de deseos y apetitos. La explotación bárbara y la destrucción despiadada de la raza autóctona fue la regla aplicada por los conquistadores, pese a cuantas ordenanzas y leyes se dictaron para proteger a los infelices indios, y cuando éstos faltaron, no hubo por qué afligirse. Las selvas de África estaban ahí a la mano, llenas de bestias negras mucho más dóciles. Verdad es también que tampoco los blancos, los civilizados, los hombres superiores y perfectos con relación al indio, se trataban entre sí con más dulzura y suavidad, con más honrados procederes y con más nobles y cristianos principios. Díganlo si no las estupendas masacres organizadas en Europa para dar al mundo un evangélico ejemplo de la inmensa bondad y belleza alcanzada por los pueblos civilizados de Europa. Esta manera de comportarse de la parte de la humanidad llamada superior y culta es una forma de barbarie y de salvajismo mucho más repugnante y aborrecible que el salvajismo natural de los pueblos primitivos. Este último es una consecuencia del exceso de atraso en todos los órdenes de la vida, mientras que la barbarie de los civilizados obedece al exceso de corrupción. Aquí mismo, en nuestro territorio, los indios no han sido tratados con mano más benévola. Las expediciones del Maestre de Campo don Juan de San Martín (1739-1740) (1) sobre los indios de la Pamua [sic] (2); las de don José Francisco de Amigorena (1779-1792) al sur de Mendoza; la de don Juan Manuel de Rosas a Choele-Choel (1833), y por último la del general Julio A. Roca (1879-1883) sobre todas las indiadas del sur, que eran ya muy pocas, no usaron tampoco de mucha ternura y caridad con los indios, sobre todo la de don Juan de San Martín, en la que todo se redujo a hacer una atroz y alevosa matanza de indios mansos que ningún delito habían cometido.
En Mendoza, mucho sufrieron y esperaron los indios antes de lanzarse por el camino de las represalias y de las venganzas, senda que había de conducirlos, con el andar del tiempo, a su completo exterminio. “Cansados al fin los indios de tanto oprobio como recibían de sus amos españoles, subleváronse en 1606 cometiendo numerosos saqueos y asesinatos en los valles de Jaurúa y de Uco”. Desde entonces los indios cuyanos quedaron condenados a muerte por asesinos y ladrones por el tribunal de sus cristianísimos y magnánimos amos inocentes de toda culpa.

Este constante proceso de aniquilamiento no fue nunca interrumpido hasta que las últimas células aborígenes fueron definitivamente exterminadas o expulsadas de sus viejas posesiones y heredades en el tercer cuarto del siglo pasado.

El cacique Mariano Rosas le decía una vez el general Mansilla, cuando éste lo visitó en sus toldos en medio de la Pampa: ‘‘Se nos odia y se nos persigue por ladrones, por ignorantes y por bárbaros, pero no es nuestra la culpa de que seamos así. ¿Qué nos han dado los cristianos desde que pisaron nuestros territorios para que cambiemos nuestro estado por otro mejor? ¿Qué elementos de trabajo, de instrucción y de progreso nos han mandado? ¿Qué trato hemos recibido siempre de ellos? Nunca hemos tenido nada de ellos ni procurado por nosotros mismos, porque apenas “hemos conseguido tener algo: labrar nuestras tierras, hacer “habitaciones o criar ganados, hemos sido destruidos por sangrientos malones cristianos que todo nos lo han quitado y ahora piensan acabar del todo con nosotros para ‘‘adueñarse y enriquecerse con nuestras tierras’’.

Desde el año 1780 Ancán-Amún y los caciques que le sucedieron: Pichintur, Millaguin, Pichi Colemilla, Neikún y Antical constituyeron la más fuerte e inconmovible barrera de seguridad para Mendoza contra las invasiones de las aguerridas y feroces tribus huilliches del Neuquén y del Limay que intentaron siempre invadir el sur acaudilladas por Yanquetrú [sic] o Buen Humilla. Cada vez que los huilliches avanzaban logrando llegar a veces hasta el Corral de Guanacos o Vuta-Mallín y aún hasta las mismas tolderías de Pichintur situadas sobre el río Malal-Hué, chocaban con los valientes pehuenches, fieles defensores de la frontera, y en estas acciones terriblemente sangrientas sucumbieron Pichintur, Canihuan, Antical, Raihuan y Curripili, y muchos otros indios principales y capitanejos. Justo es mencionar a estos héroes que, aunque bárbaros, fueron grandes y supieron rubricar la fe de sus palabras con el sacrificio de sus vidas en bien de la seguridad y de la tranquilidad de la ciudad de Mendoza.

Creo oportuno un breve aparte para manifestar mi desacuerdo con lo aseverado por un historiador neuquino, quien al referirse a las vandálicas fechorías de los pincheiras en el Neuquén y Mendoza, prestando entera fe a lo que dicen varios historiadores chilenos sobre este mismo asunto, atribuye amplia beligerancia a los pehuenches en favor de los pincheirinos, contra las autoridades e indios mendocinos.
Tal vez esto sea cierto con respecto a los pehuenches de Huarhuarco (Balbarco) y sus vecinos chilenos, pero no con referencia a los pehuenches de Malal-Hué, que desde 1784, en cumplimiento del tratado de paz y alianza Ancán-Amún-Amigorena, fueron fieles y leales y los más activos y heroicos defensores de la frontera sur hasta su desaparición como tribu en 1879. Por ello fueron siempre muy considerados y premiados por el gobierno mendocino.

Los pehuenches de Huarhuarco, junto con los huilliches de más al sur del río Agrio, esos sí fueron los más tenaces enemigos de los de Malal-Hué desde los tiempos de Rayhuan y Yanquetrú hasta los de Fraypán, Vilo y Purrán (1867-68).

Esta historia es demasiado complicada y larga para entrar en mayores detalles.
Los pocos indios que quedaron después de estas terribles masacres, reunidos de nuevo en pequeños núcleos bajo el mando de los caciques Fraypan, Caepe, Acuyanao, J. Agustín Vilo y Purrán, no lograron ya disfrutar de tranquilidad en ningún tiempo, pues, arrinconados en los lugares más inhóspitos y estériles de la cordillera, no tuvieron más remedio, que repetir sus ancestrales malones a fin de no morir de hambre y vivir algunos años más, hasta la expedición Roca-Uriburo-Ortega que barrió con todos ellos. Hoy no queda ya en Mendoza más que el grupo de los Nahuel y algunos de los Goicos en las faldas del Nevado, pero en la condición de indios mansos y como peones en los establecimientos de aquella región o bien como pequeños propietarios, comerciantes u obreros en los más variados oficios, absorbidos ya completamente por el medio ambiente civilizado.

(1) Con el fin de desambiguar afirmemos que se trata del Maestre de Campo don Juan de San Martín y Gutiérrez, quien desarrolló durante varias décadas del s. XVIII la responsabilidad de la lucha contra las tribus hostiles y la táctica de la línea de fortines. Para mayor información sobre el particular se puede ver Julio César Ruiz, Blandengues bonaerenses. Fundadores y pobladores en http://www.ladobled.com.ar/biblioteca/prosa/Blandengues_1752_1810_-_Julio_Ruiz.pdf
(2) Así en el original, seguramente errata por Pampa. [N.E.]


Breve Historia de Mendoza, Buenos Aires, Edición del autor, Talleres Gráficos de Juan Castagnola e Hijos, 1961
Baulero: Eduardo Paganini

La Quinta Pata, 26 – 08 – 12

La Quinta Pata

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