domingo, 1 de diciembre de 2013

La momia inca del Aconcagua

Eduardo Paganini

Reciente era la democracia en nuestro país, cuando esta publicación apareció en los habituales canales de circulación periodística, renovando los enfoques y las plumas de entonces, a tal punto que, muchos de sus jóvenes colaboradores son hoy los popes del periodismo que se consume. Si bien sus temáticas se ocupaban de lo nacional y lo político-social, hubo un acontecimiento mendocino de índole antropológica que sensibilizó la línea editorial y ocupó significativo espacio, indicado en la volanta que rezaba: “Mendoza: un descubrimiento de gran trascendencia científica”

Era una niña inca, tal vez sacrificada entre los años 1475 y 1536. Su cuerpo congelado fue descubierto en enero de 1985 por una expedición del Club Andinista Mendoza, y rescatado con la supervisión del arqueólogo Juan Schobinger. El importante hallazgo abre nuevos caminos para entender los enigmas del imperio incaico.

Cualquier montañista experimentado se habría sorprendido igual:

— ¡Estos son juncos verdes! ¿Cómo puede ser?

Transitaban la pared sudoeste del Aconcagua. Estaban a 5.300 metros de altitud. Era muy difícil que una planta creciera en esas condiciones. Gabriel Cabrera, el jefe del grupo desestimó el descubrimiento:

— ¡Estás viendo visiones! —gritó contra el viento. Su compañero insistió; esta vez con un agregado macabro:

— ¡Eh! Acá hay un muerto...

Los arqueólogos agradecerían, poco tiempo después, la prudencia intuitiva de los andinistas: presintiendo que estaban ante un hallazgo de importancia, no tocaron los restos y aguardaron un segundo viaje para recién rescatarlos.

Claro, 5.300 metros no son un viaje de treinta pesos en colectivo y hubo que aguardar hasta los últimos días de enero para develar la incógnita. El tránsito de miles de montañistas nunca había descubierto indicio alguno, hasta que la expedición del Club Andinista Mendoza se topó con un cráneo semitapado en el filo técnicamente denominado S-W del techo de América.

Fue entonces que el arqueólogo Juan Schobinger, 56 años bien llevados, con una lejana práctica montañista pero hoy fuera de entrenamiento, justificó el esfuerzo de la trepada evaluando el descubrimiento:

— Se trata de una momia, o con mayor propiedad, de un cadáver conservado por el frío desde la época de la civilización incaica. Hoy está en una cámara frigorífica y comienza a ser estudiado. Lo mediremos, descubriremos el interior del fardo, analizaremos sus tejidos, detectaremos su edad por la dentadura. En fin, su estudio dará a luz nuevas respuestas. Y nuevos interrogantes...

De acuerdo con los testimonios hasta hoy reunidos, la presencia incaica en el tramo meridional de su vasto imperio se concretó en un brevísimo periodo de seis décadas: desde la coronación de Tupac Inca Yupanqui (1475) hasta la llegada de los primeros españoles (1536).

En tan fugaz lapso los incas supieron dominar otros pueblos, construir una gran ruta imperial, levantar “postas” estratégicamente ubicadas a la vera del camino, cada 15 ó 20 km; cruzar los Andes rumbo a Chile; explotar minas de oro, cobre y plata. Y a la vez venerar los puntos más altos de la cordillera por su proximidad con los dioses…

Tamaño nivel de desarrollo comunitario ha despertado en general la admiración de los historiadores. Pero a la vez, ha generado en ellos un cierto sentimiento vergonzante respecto de características no tan plausibles, sino más vale execrables, como los sacrificios de vidas humanas. Y optan por el ocultamiento —que genera equívocos— en vez de iluminar la investigación con datos ciertos.

La leyenda y la muerte

“Los apologistas de la civilización incaica, entre ellos Garcilaso de la Vega —afirma en Los Incas el prestigioso Alfredo Metraux— echan un velo púdico sobre los sacrificios humanos que se practicaban de manera corriente.”

Esa y no otra sería la procedencia de este hallazgo de interés científico internacional.

Numerosos cronistas se han ocupado, pese al referido ocultamiento, del caso de niños y jóvenes inmolados, aunque tantos documentos atestigüen que esto solo era un hábito en el Cuzco. A la inversa, en las tierras del Collasuyu no se conocen tratados de la época que describan estos sacrificios en la montaña de la provincia más meridional del dominio incaico. Es así que, ante la ausencia de letra escrita, sólo las leyendas pueden acercarnos al acontecer religioso de este pueblo en su paso por la Argentina.

Las leyendas. O como en este caso, la exhumación de restos arqueológicos.

El relato del profesor Schobinger fascina a legos y a científicos:

“Sobre un filo del ‘Pirámide’, un contrafuerte del Aconcagua, los indígenas construyeron unas pircas. Son dos semicírculos, el de la izquierda termina en un trazado esférico: el de la derecha encierra el cadáver enterrado. No encontramos cerámica —en general aporta datos muy útiles para la filiación del hallazgo— ni restos de leña u otros huesos, salvo un pequeño trozo de madera sin quemar. Es probable que el viento haya barrido algunas otras huellas”.

“Luego de extraído el fardo funerario aparecieron a su lado dos ojotas muy chicas, lo que hace pensar también en un chico. Yo le di mayor edad en un primer momento, pero ahora estimo que tendría de 8 a 10 años, como la momia de El Plomo, en Chile. Aquella era un varón, ésta creo que es de una niña. Quedó con el cráneo a la intemperie, por eso ha perdido su cabellera y sólo se le ve algo de pelo en la parte inferior de la cabeza. Ah, y además se aprecia una especie de peluca, como trencitas que están por encima del cabello natural. Habrá que verificarlo cuando estudiemos el cuerpo y desarmemos el fardo funerario que lo envuelve.

“Pero eso no es todo —se entusiasma Schobinger— hay otro dato curioso: hasta el momento no se conocía una deformación cefálica en algún otro sitio de altura. Y éste tiene signos de una deformación intencional que, presumo, debe corresponder a la conocida como de tipo tubular erecto. La deformación, en estos casos, se produce al fijar la cabecita de la criatura a la tabla de su cuna. Además, resulta interesante saber que no hay documentación sobre esta práctica en el mundo incaico; más vale correspondería a culturas antecesoras, lo cual hace pensar que el individuo del Aconcagua no era una niña del Perú, sino de otro pueblo que conservaba el hábito de las deformaciones craneanas.”

Una pregunta surge necesaria: si no era ésta una práctica por ellos ejercida —y además tolerada—, ¿cómo se puede entender que a una niña con tal deformación craneana se le eligiera por su castidad y belleza para estar en contacto directo con los dioses? Habrá que recurrir a obras especializadas para lograr una respuesta convincente:

“Tan aparente contradicción —comenta Schobinger— se supera cuando resulta sabido que los incas cohesionaron sus dominios respetando las tradiciones de los pueblos integrados, en tanto éstas no resquebrajaran la armonía del nuevo equilibrio.”

Fue elegida para transitar el camino al Más Allá; hacia la morada de los dioses. La pequeña fue una “mensajera” y, para tan macabro fin, los incas la prepararon con su ajuar fúnebre. “Descubrimos en el fardo —asevera Juan Schobinger— una bolsita en la que hay una cantidad de semillas de zapallo y calabaza, típica planta alimenticia andina. No creo que ésta fuera una práctica de carácter agrario (dirigida a promover la fertilidad de las tierras), sino más bien que eran alimentos para un largo viaje, puesto que los encontramos asociados al individuo. Además, en las estatuillas humanas, al sacar la manta que cubría cada una de ellas, apareció en bandolera, una bolsita con hojas cortadas muy chiquitas, suponemos que de coca. Como lo hacen hoy en día en los Andes, supervivencia pura.”

“Descubrimos seis estatuillas —describe el arqueólogo mendocino—, primero aparecieron las tres con forma humana y luego las representaciones de llamitas. De las primeras, dos son masculinas, de oro una y de plata la otra: aquélla con un sombrero —poco común en estas figuras— y ambas con penachos de plumas. El último idolillo humano fue elaborado en una valva Spondylus, de la costa del Ecuador. Tiene una cara tosca, de rasgos indefinidos; es un rostro largo y de ojos grandes, tal vez impreciso por el material utilizado, obstáculo que probablemente les imposibilitó tallar la prolongación del sexo masculino. Aunque nada impide suponer que ésta sea la representación de un ser impreciso, se me ocurre ahora... ¿A quién habrán querido simbolizar, a algún ser mitológico de sexo indefinido? Deberemos investigar entre los personajes de la mitología. En tanto las figuras de llama han sido fabricadas, una en oro, la más estilizada, y las otras, en valvas, ambas muy similares a las halladas en el cerro El Plomo, en Chile.”

—Pero, con la presencia de estas figuras, ¿no se hablaba de “sacrificios sustitutivos” porque aparecían las estatuillas “en lugar de” los cuerpos humanos? ¿Cómo explica entonces un enterratorio simultáneo?

—Anteriormente había una excepción en el cerro El Plomo, en Chile, y ahora aparece esta en el Aconcagua. Pienso que ya no es válida esta interpretación —responde con coraje el arqueólogo.

“Personalmente creo que estos sacrificios —concluye el doctor Schobinger— tienen más que ver con la llegada y ocupación de los incas. Una manera de afirmar que hasta aquí llegamos... Los avances se hacían por las quebradas de la cordillera y así aparecen los testimonios. De este lado de las altas cumbres, el hallazgo del Aconcagua es el más meridional y ahí nomás, el paso a Chile. Tal vez un poco más tarde de haberse efectuado este sacrificio, se realizará el de El Plomo, tras los Andes, cuando ocupaban ya el centro de esa región. Y hoy aparecen ambos directamente vinculados; aquél un niño y éste una niña, aquél con estatuillas femeninas y éste con masculinas.”

“Las estatuillas son muy importantes”

La piel del rostro ha sido duramente castigada. El profesor Schobinger pide disculpas innecesarias: “Aún tengo los pies hinchados, me cambio los zapatos y vuelvo con ustedes”. Recordamos un diálogo mantenido dos años antes. Por aquel entonces nuestra tarea periodística había llevado a preguntarle sobre la presencia incaica en el Aconcagua:

— No aparecen rastros —contestó, especulando con la imposibilidad técnica del ascenso. De cualquier forma resultaba extraño que la altura no los hubiese cautivado. Por otra parte, muy cerca de su base cruzaba la ruta imperial hacia Chile. Y habían llegado a escalar el Llullaillaco, con sus 6.720 metros.
Schobinger viaja desde aquella charla hasta el presente:

—No sabía nada sobre la ruta. Lo único que me adelantaron por teléfono —yo estaba de vacaciones en la costa— fueron 5.300 metros sobre el nivel del mar. Y pensé: si en el cerro El Toro y en Famatina he trepado a más de 6.000 metros, ¿cómo no voy a alcanzar esa altura aunque hayan pasado veinte años desde aquellos ascensos? Entonces decidí subir. Claro, ahora, después de la experiencia pienso que bien podría no haber llegado. Porque ayudó la pericia de los andinistas y la suerte de que el clima cooperó, pese al viento y a la tormenta de nieve.

—Fue su experiencia más dura. ¿También la más importante en hallazgos?

— Esta fue mi décima experiencia, aunque la mayoría de las anteriores se hicieron entre 1963 y 1970. Después de aquellos ascensos fueron mucho más espaciadas, hasta que cumplí la última campaña en el cerro Bonete, en La Rioja, hace ocho años. Claro, ésta ha sido para mí la más dura, la que más tiempo me costó. Pero al mismo tiempo la más extraordinaria en hallazgos. No se puede medir, pero por estatuillas es más importante que la “momia” del cerro El Toro (San Juan, 6.380 metros) porque si bien el cuerpo de aquélla se ha conservado mejor, esto puede ser luego anecdótico.

Roberto Vega, en El Periodista de Buenos Aires, Año 1, Nº 24, 22 al 28 de febrero de 1985, Ediciones de la Urraca. Director: Andrés Cascioli.

La Quinta Pata

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