domingo, 8 de diciembre de 2013

Prueba de tanque lleno

Alberto Atienza

El ciempiés, la tortuga y el sapo se juntaron para libar el néctar de los dioses, en lenguaje poético. Mentira. Querían tomar vino. Y mucho. Hablar de sus madres, ya idas. Recordar la infancia. Dar testimonio de algo importantísimo: están. Y en su entorno cercano y en el de más allá y a la vuelta de la esquina, no más, amigos morían. Por eso era muy bueno reír, que salieran las carcajadas por las ventanas, como convulsivos misiles y dieran la vuelta al mundo con el mensaje: “Estamos vivos y felices por eso”.

A quemarropa una vez, un mala onda de los que nunca faltan, le disparó al sapo: “Vos ya fuiste” Más o menos como decirle a cualquiera: mal enterrado. El cienpiés y la tortuga escucharon cosas parecidas en sus senderos jalonados de hijos, nietos y soledades.

Y se acabó el líquido. Los cuadraditos de queso, de mortadela, el salame, las patitas aliñadas, aceitunas con orégano y ajo picado a punto nevada, el ají puta parió, explosivo, macerado en aceite de oliva, pan casero, jamón crudo en gruesas fetas, carne del asado de anoche, pollo frío, mayonesa liviana y la otra picante y coloreada de perejil. Todo, riquísimo. Pero, se agotó el combustible.

Siempre hay una damajuana vacía en un rincón del corazón.

¿Quién va a comprar tinto? Los tres juntos, no. Uno solo. Los dos que esperan aprovechan para seguir charlando. "Que sea el sapo (surgió la moción) salta tan bien y rápido. En un descuido estará de vuelta" En el envés arqueado le acomodaron el gordo vidrio. Y partió. Al tercer brinco se le cayó el frasco vacío (menos mal que no estaba lleno) y volvió desalentado. Apareció otro recipiente.

"Tiene que ir el ciempiés. Su andar es monocorde. Grácil. Sin altibajos". "Adivina los pozos del piso y asienta sabiamente cada una de sus múltiples patas" coincidieron sapo y tortuga. Partió como Ferrari que sale de boxes. Pegado al suelo. Raudo. Seguro. Directo.

La tortuga y el sapo se sumieron en intimidades.

-Cuando yo estuve pupila en el colegio Las Adoratrices del Escapulario- empezó a contar la dama de carey. El sapo la interrumpió. Habló y habló de su master en ingeniería vial, de las pesadillas con camiones que lo aplastaban antes del ultimó examen y de como demostró ante absortos profesores la igualdad absoluta existente entre el cálculo de fuerza de la mordida de un perro, con la resistencia de un metro cúbico de pavimento consolidado.

Los dos miraron largamente a los vasos vacíos.

-Mi padre era Gardel- juró la tortuga- No cantaba. Buen mozo y rubio, no importaba eso, para mí era El Mudo. Se prodigó hacia los demás. En los cincuenta Perón era otro Gardel, con la misma sonrisa, idéntica peinada. Y no pudo contra la iglesia y los milicos fragoteros. Antes, lo jaqueó la poliomielitis. Morían asfixiados los pequeños. Se les detenían los movimientos y luego la respiración. La única forma de salvarlos era llevándolos a Buenos Aires donde funcionaban pulmotores que los rescataban. Quedaban rengos de por vida, pero vivos. Caros los aparatos. Caro el traslado. Y mi viejo quelonio con la pinta de Gary Cooper en “El sargento York” decidió salvar a la hija de su amigo Caballeira, atacada por la parálisis. Vendió un terreno a precio de oferta y la fletó para la capital. Se desprendió de la futura casa de sus hijos no tocados por la plaga. Volvió la potranquita. Y todavía vive, ahora una respetable percherona. Años después el Caballeira hizo fortuna, por esos vaivenes de la Argentina pichón de potencia. Y mi viejo, Gardel rubio, se murió seco de plata y en el olvido de los Caballeiras y de la madre zaina de los ingratos-

-A mí ya no me joden más- pontificó el sapo -Suena el teléfono y ya sé quién me llama. Allá arriba, desesperado el timbre, es mi ahijada. Me convida a cenar a su casa. No acepto. Yo me quedo acá. Este es mi lugar. Y la invito. Pero no puede. No tiene con quien dejar a su madre una guacamaya mala como ella sola. O es el camaleón cobrador de la cooperadora policial. Cuando no quiero, no atiendo- estaba en otro charco el batracio.

Se les deshidrató la boca de tanto hablar y el ciempiés no volvía.

Los vasos, sin nada, testigos mudos.

"¿Adonde se habrá metido ese hijunigranmil" , Salieron a buscarlo. A dos cuadras lo encontraron haciéndose lustrar los zapatos. Tenía para rato. La damajuana vacía, derechita, en su aplanado lomo. Volvieron los tres a deliberar. Uno debía ir si o si. Y no podía ser el ciempiés, proclive a detenerse en cualquier momento ante el canto de sirena de un par de cepillos.

-Yo iba siempre al salón de lustrado, bueno, no era un salón, una especie de quiosco abierto, del Pajarito Bouza, en la calle Villalonga casi llegando a Las Heras, cerca de la estación de trenes, ¿Lo ubica?- le preguntó el sapo a la tortuga -El me contó que un día le sacó brillo a los timbos de Carlos Thompson y le pasó el paño a los tacos altos de Olga Zubarry. Muchos de los viajeros del tren El Cuyano o El Libertador paraban en lo del Pajarito-

-Ya sé- recordó la tortuga- El otro día incendiaron ese local que nunca fue declarado sitio histórico. Antes, desapareció todo el mobiliario, como hicieron con la oficina del jefe de movimiento y andenes.-

-Me dijeron que los espejos, sillones y los bronces del Pajarito están a buen recaudo. Los tiene un muchacho de buenas intenciones. ¿Quién le dice que mañana aparezca de nuevo ese salón? !Que lindo sería!- soñó despierto el sapo-

-Difícil que el chancho chifle- descreyó la tortuga. Usted asegura que tienen guardados los muebles. Dios lo oiga. Pero los relojes, teléfonos y todo lo demás fueron a parar a manos de coleccionistas de Europa-

-!No joda doña¡ ¿Cómo van a hacer eso?- le parecía imposible tanta maldad al sapo.

-Yo era uno de los mejores clientes de ese lugar- dijo el cienpiés que volvía a la casa sabedor que requeriría los servicios de cuanto lustrador encontrara en su camino. No era el indicado para buscar vino. Evidentemente el cienpiés tenía una fijación con la pulcritud de sus zapatos y, también, un gran gasto.

Dos ya probaron que estaban destinados al fracaso. Todo el peso recayó entonces en la tortuga. Le acomodaron el envase panzón, la valija vial, como le decía el sapo, en su coraza y se dispusieron a esperar.

-El otro día estaba tomando un café en la peatonal con mi primo Escuerzo- arrancó el anuro y por ese habito miserable de los bolicheros de poner las mesas tan juntas nos invadió el verso de un Lorenzo. Yo quería reírme con mi primo de sus chistes, de como inventa cuentos y el estúpido de al lado nos atosigaba con una charla feroz y vacua sobre su pedestre filosofía. Se hacía el pibe y estaba aterrorizado porque las nieves del tiempo platearon su sien. Irrumpía con sosas poesías declamadas de memoria sin ninguna calidez, fuerza ni pasión. Un plomo-

El sapo se indignaba recordando al pesado que le hablaba sin parar a un amigo víctima clavándole la vista, sin permitirle ni la más ligera distracción ni respiro.

-Cuando yo tenía siete años- empezó a contar el ciempiés. Trazó una no muy apretada síntesis de todo lo que le pasó a esa edad y de como vio a un avión cargado de carne enfriada que volaba a Chile estrellarse contra un cerro en la cordillera -Nos bajamos del ómnibus de excursiones a mirar el paisaje y pasó por arriba de nuestras cabezas planeando bajo un bimotor Curtiss viejísimo. Le flameaban las chapas. Una hélice detenida y el otro motor rateando. Y se puso el tortazo delante nuestro, en la ladera de un cerro y ahí no más se prendió fuego. Había olor a asado en todo ese valle-

A los ocho años el ciempiés quería ser jugador de fútbol, pero nunca estuvo seguro de cuál era su puesto dentro de la cancha. Como arquero hubiera sido un desperdicio. Después trató de emular a Fred Astaire, no se perdía ni una de sus películas. Hijo de una familia humilde, nunca pudo reunir el monto que le costaban las chapitas para las suelas, imprescindibles para el zapateo americano.

Iba por los doce años y ya clareaba. De la tortuga ni noticias. Los dos tenían las gargantas acartonadas. Las palabras al ciempiés le salían lentas, como arrastrándose por la arena de los Altos Limpios.

-Es una desalmada- condenó el sapo -¿Cómo puede demorarse tanto si sabe que estamos muertos de sed?-

-No le importamos- testimonió el centípedo -Piensa todo el día en ella. Y me han chimentado que no se va a casar de blanco, ahí donde la ve a la mosquita muerta. La encontré el otro día en la vereda de la pensión Las Criollitas. Vengo de cuidar a una viejita cotorra enferma, me dijo-.

-Si- agregó el sapo con voz fingidamente cascada -a una viejita-

-Y eso que tiene sus años encima, ya podría quedarse tranquila. A esa no la cocinan con el primer hervor- comentó con un dejo de burla el miriápodo-

-Y no, por lo menos hay que gastar dos garrafas- ironizó el sapo -Nadie le sabe la edad, pero dicen fue novia de Pedro del Castillo- y aportó una duda el ciempiés -¿De dónde saca plata?. Me contó la del quiosco, esa gacela, linda la rubia, que la caparazonuda sigue cobrando la pensión de una tía italiana que se murió hace años. Va ella y la manotea. Claro, así cualquiera vive- En ese momento sonó enojada la voz de la tortuga:

-Si me siguen descuerando me vuelvo y no compro nada- Iba llegando recién a la puerta cancel.

La Quinta Pata

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