domingo, 27 de noviembre de 2011

Una memoria (VI)

Hugo De Marinis

Una memoria (I) , Una memoria (II) , Una memoria (III) , Una memoria (IV), Una memoria (V)
Las campañas

Aparte de las sorpresas de Coquito – un baile matador a la siesta, encontrárselo en algún sitio del batallón, cualquiera, porque nosotros, no importaba qué, siempre estábamos en falta – no había mucho de qué preocuparse puertas adentro. Éramos pollitos en el palo de un gallinero: había que estar dispuesto o acostumbrase a lo que fuera que viniese de más arriba.


Una de las actividades más inquietantes, sin embargo eran las campañas. Había que abandonar la comodidad y rutina de las barracas para marchar isla adentro, internarse en los bosques de lengas, calafates, arenas y barros movedizos, nieves, lagos y arroyos escondidos y traicioneros, diría que paradisíacos e ideales para perderse, para borrarse. También para jugar a la guerra sin demasiado compromiso. El asunto lucía más como las aventuras del mochilero y su carpa que una preparación seria para la conflagración, por lo menos para los comunicantes.

No tan así para los tiradores que tenían que realizar caminatas largas y rápidas desde temprano a la mañana hasta el mediodía. A nosotros nos mandaban a asistirlos con radios para que se comunicaran con el comando central a través de “redes controladas”. Flor de embole porque había que caminar a todo lo que daba y andar a las escondidas a la par de ellos, algunos de los cuales se tomaban la situación muy en serio. Lo notabas en las caras y bronca con que miraban.

Bancárselas a la par de los tiradores no resultaba problema porque uno estaba medianamente en forma; la macana sucedía cuando había que cruzar cercas de alambres o arroyos, o ponerse a hacer alguna prueba como trasponer un río colgado de una soga, o atravesar un trecho de “barros movedizos” a los que les teníamos, digamos, bastante respeto, porque los más viejos aseguraban que te tragaban como las famosas arenas del desierto. Según veo ahora nunca te terminabas de enterrar en esos barros pantanosos. Se trataba de una más de esas tretas burdas para asustar y controlar.

Los no tiradores – a más de nosotros, los enfermeros, los cocineros y los choferes – nos enredábamos de lo lindo sobre todo en las cercas de alambre. Los comunicantes llevábamos la parafernalia guerrera que consistía, contando solo lo más pesado, de una mochila, el casco, el fusil FAL, una cantimplora, una pala colgando de la mochila y una radio que como dije era bien pesadita. Con semejante carga no había arroyo o cerca que pasáramos sino al menos diez minutos después que el más lerdo de los tiradores. En ese caso, lo peor hubiese sido quedarse solo y perderse en el inmenso y hermoso bosque de lengas. También era muy común que el oficial a cargo se volviese especialmente por uno para apurarlo con un no se me pinche, soldado, o si lo encuentra un chileno o un subversivo no lo mata, lo mea.

Guerra con Chile
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Al volver de las caminatas el mismo oficial que verdugueaba se hacía el comedido con el favor a alguno de los que prestaban servicios, de acarrear su fusil o algunas de las otras pesadas prendas milicas ya que de tan extenuados nos invadía a menudo la tentación de tirar algo al carajo para aliviar la carga.

Una vez, de vuelta hacia el vivac, nos encontramos con el mismísimo comandante del BIM 5 que andaba por ahí para supervisar – supongo – las maniobras. El guardiamarina Marquardt o Marquand, el mismo que me había interrogado al llegar al batallón, a quien en esos días habían ascendido a teniente de corbeta, denunció el hallazgo de unas huellas y una especie de casucha precaria de ramas donde algún contrabandista pasó la noche, seguro que cagado de frío. El comandante se acercó a ver que no fuese una avanzada de chilenos espías dispuestos a arrebatar nuestra parte de la isla grande, según la idea del flamante y alcahuete teniente, que sonreía canchero y sonrojado, mientras el comandante desechaba displicente las posibilidades de una invasión de trasandinos.

En el ’76 y ’77 las desavenencias con Chile por las rocas/islas al sur de Tierra del Fuego ya existían, y cómo. Los superiores trataban de exacerbar la bronca de los conscriptos como diese lugar. En otra ocasión un zumbo que parecía piola – un tal Saúl Reynoso, riojano y suboficial segundo – durante una cena en el campamento nos arengó acerca de la deslealtad de Sarmiento quien, de acuerdo a él, pretendió regalar la Patagonia a Chile: viejo reclamo nacionalista, facho/milico al prócer liberal por excelencia. Cuando se dio cuenta que varios mendocinos lo escuchábamos, reveló que Mendoza estaba llena de chilenos comunistas, prófugos de Pinochet, y los no comunistas eran una manga de chorros, así que mejor andarse con cuidado cuando nos otorgasen la preciada baja.

Una tarde soleada, templada y rara después de aquella campaña, varios colimbas nos habíamos fondeado en el campo de deportes a jugar al vóley. En el descanso uno de los temas que tocamos fue precisamente qué hubiésemos hecho ante la eventualidad de una guerra con Chile. Desde el campo se podía ver el mar. El gringo Di Lorenzo le echó un vistazo y ahí nomás manifestó que con las maderas de los aparatos de gimnasia teníamos que construir una balsa, tirarnos y jugarnos a lo que fuera por el mar. El cabezón Morales planteó que gustoso se hubiese cortado una gamba. El tucumano Lastra propuso que secuestrásemos el Electra y con él piantáramos sin parar hasta Cuba porque si nos agarraban como desertores nos fusilaban tanto argentinos como chilenos. Así todos por el estilo. El único que desentonó fue Pecho Frío Riquelme – le llamábamos de ese modo no porque fuese un desapasionado como Román sino porque chupaba como si a toda hora necesitara algo calentito para entibiar el pecho – que dijo que él pelearía solo por nosotros, por lo que estábamos esa tarde ahí con él: por ningún cabo u oficial, sí por sus compañeros. Son esos momentos que tardan en borrarse de la memoria: nos quedamos mirándolo y quizá entendiendo de qué se trataba eso que uno siente en el cuero y llamamos amistad.

Suboficiales y oficiales en comisión
Cada tanto alguna cara de las que nos mandoneaba desaparecía del batallón por semanas. Casi nadie preguntaba nada pero se corría la bola de que estaban en comisión, en especial durante las guardias que era cuando más al divino botón nos hallábamos y hablábamos de cualquier cosa, a veces de más.

En una oportunidad, reemplazando a un comunicante enfermo en la central telefónica atendí al padre de un oficial que no estaba en el batallón. Cuando le iba a decir eso, el teniente Díaz Andrada o Andrade me quitó el auricular y luego de saludar al padre de su colega con amabilidad le comunicó que el teniente Robles estaba en comisión, que pronto volvería y que entonces lo iba a llamar, si por el momento le quería dejar algo dicho. Cuando Díaz colgó me miró con ese rostro de karateca y desde su fiera inmensidad me advirtió que de esto te olvidás ya. Yo no caía sobre qué tenía que olvidar ya, que era tan importante hasta que un día en la guardia volví a escuchar estar de comisión.

El teniente de corbeta Robles fue uno de los encargados de darnos la instrucción cuando mi camada llegó a la isla. Lo recuerdo bien porque como buen oficial mandaba a los zumbos a laburar, es decir, a entrenarnos y él se asomaba para presenciar algunos, muy pocos ejercicios, de tanto en tanto. Por ejemplo cuando nos enseñaban a apuntar a alguien con el fusil para supuestamente detenerlo o para reventarlo a tiros, nos decía que teníamos que poner cara de odio para que el otro se sintiera intimidado; había que empujarlo con el caño del fusil o darle un culatazo en el pecho o en los muslos. Cuando lo mirábamos como exigía, con odio, nos acusaba de montoneros. A pesar de esas contradicciones no era de los más verdugos. Fungía como encargado de la compañía donde me encontraba y cuando se fue de comisión lo reemplazó Díaz Andrada.

Un día, como al mes, reapareció, nos hizo formar y saludó a uno por uno con la venia y estrechándonos la mano de una manera que parecía teatral porque apenas nos acordábamos de él y nos trataba como si fuésemos viejos conocidos. Venía del norte y estaba tan demacrado que parecía un enfermo recién salido de alguna grave convalecencia. No hablaba casi, ni se dejaba ver, a pesar de que retomó el comando de la compañía. Díaz Andrada fue esta vez el que se marchó de comisión y cuando volvió hizo lo mismo que Robles, aunque menos emocional. Como a él sí lo conocíamos un poco más, a pesar de lo duro y amargo que era, se le preguntó cómo andaba y él se limitó a contestar que muy aliviado de encontrarse en la isla de vuelta.

Los zumbos también se iban de comisión con algunos tiradores de remolque. Había uno que parecía una caricatura del malo. Digo caricatura porque fundamentalmente no se las bancaba. Se trataba del por entonces cabo principal Agüero, un morocho sanjuanino que te gritoneaba y amenazaba como si fuese el individuo más impío del universo. Pero en cierta oportunidad casi toda la compañía fue testigo de cómo se le insubordinaba un colimba cordobés que se estaba por ir de baja, uno de apellido Gordillo. El soldado se le enfrentó y el cabo principal Agüero, como el cabo segundo Villafañe con el pastor Belizán, arrugó. Este Agüero no pintaba para irse de comisión. Pero fue lo mismo: un día no lo vimos más y cuando volvió deambulaba como un fantasma entre el casino y el comedor de suboficiales, siempre de civil. Daba la impresión que bebía y que estaba angustiado porque no se había aguantado lo que presenció. Solo un tiempo después me percaté de lo de “irse de comisión”. Por si queda alguna duda, en la armada habían establecido que todos sus miembros participarían en la represión ilegal. Los que se iban de comisión al norte detenían compañeros, los torturaban, les hacían de cancerberos en sus mugrientos centros clandestinos de detención, los drogaban, los asesinaban y luego desaparecían sus cuerpos, ya sea arrojándolos al mar, enterrándolos subrepticiamente en tumbas NN o les endilgaban un oprobio similar. No sé cómo no nos convocan a los que hicimos la marina en el ’76 y nos preguntan derecho viejo, quiénes eran los que se iban de comisión: fija que de ahí se podría identificar más de una patota y/o grupo de tareas.

(Continuará)

La Quinta Pata, 27 – 11 – 11

La Quinta Pata

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