domingo, 13 de noviembre de 2011

Una memoria (IV)

Hugo De Marinis

Una memoria (I)
Una memoria (II)
Una memoria (III)

El Piraña Ferreyra y el Pastor Belizán

Había un pequeño contingente de barrios y pueblos del inmenso Buenos Aires, pero para el resto de los del interior se trataba solo de los “porteños”. Llamaba la atención la condición de marginales, en el límite del lumpenaje, de casi todos ellos. El Piraña ostentaba no solo la profesión de chorro, sino la cara de chorro también, con orgullo, y si una persona puede tener cara de piraña – la mandíbula inferior prominente, dos colmillos que le sobresalían, los ojillos en permanente búsqueda de presa – este la tenía.
El Pastor Belizán me hacía acordar al fraile Tuck, ese que salía en las películas de Robin Hood de la infancia – tirando a bajo, retacón, buenazo y hostigado por algunos vicios por los que se flagelaba de continuo: una de sus penitencias consistía en ayudar a enderezar al Piraña, razón por la cual andaban siempre en yunta. Había otros de Buenos Aires. Entre ellos, uno al que sacaron de la cárcel para que cumpliera con el servicio militar. Una vez de baja, tenía que regresar para terminar la condena.

El Piraña, que no le tenía miedo a nadie, vaya a saber por qué razón temía a este otro muchacho Belizán que se identificaba con el evangelismo, se la pasaba hablando de Dios, parecía amenazar – si le otorgabas la chance – de largarse con rezos, y capaz que todavía te invitaba a participar. Debido a esto parecía ser mayor y más serio que el resto.

Alguien me previno de las actividades del Piraña. “Ojo con este que se afana todo.” Pensé que se referían a puntos de otras compañías o a los que dormían enfrente o más alejados. No sería tan tonto de robar a los que estábamos alrededor de él. Pero una mañana descubrí lo impensable: al sonar la diana me dispuse a calzar las flamantes botas y las encontré gastadas, descosidas en las junturas del empeine y con agujeros en sendas suelas.

No podía llamar a mi madre ni ponerme a llorar por lo que sin meditarlo atravesé tres camas con sus durmientes encima y entre puteadas, piñas y patadas, desde arriba de una de ellas le grité: “Piraña de mierda, devolveme las botas o le digo al cabo.” Me miró sorprendido, me amagó primero una torta, después un “yo no fui”, pero casi enseguida me las repuso sin más protestas. Me volví a la cama por donde había venido, entre nuevas y más sofisticadas puteadas, piñas y patadas que las que tuve de ida.
Hasta el día de hoy ignoro si le hubiese ido con el cuento al cabo. Tal vez no me hubiera aguantado de ninguna manera semejante alcahuetería. Sin embargo supe de inmediato que no quería contribuir a reproducir en el nuevo destino lo que ocurrió con la gorra de Vargas en Río Santiago. No, no creo que lo hubiese delatado al cabo. Si el Piraña se negaba a devolverlas probablemente hubiese pagado de más en el pañol y muy a mi pesar, por otras botas nuevas.

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Después, muy pocas veces sucedieron incidentes de robos en la compañía. El Piraña me miraba con bronca mientras charlaba con Belizán luego del incidente. Yo creía que en cualquier momento se me venía al humo. Pero no lo hizo por influencia del Pastor que también me miró un par de veces, cerró los ojos renegando y moviendo la cabeza a la manera de un pontífice, como si dijera: “a partir de ahora quedamos en paz”.

Los pecados del Pastor
Los sábados después del rancho se lo notaba al Pastor entusiasmado, rebotando como una pelotita: estaba que se salía de la vaina porque se iba de franco. Uno de los pocos que los disfrutaba. En estas escapadas no lo llevaba al Piraña.

Dije que a los milicos la gente del pueblo no los recibía bien. Más convenía quedarse en el casino a socializar con los compañeros o buscar un lugar donde fondearse para echarse un apoliyo. Posibilidades adicionales incluían la biblioteca, un par de bares de mala muerte donde emborracharse, los quilombos, o caminar unos 12 kilómetros por la costa con el viento de lado viniendo del mar hasta la escuela / museo, que se hallaban en las inmediaciones del Cabo Santo Domingo. Ahí, lo más apreciable a nuestras inexpertas miradas era la maravilla de un albatros embalsamado que desplegaba sus enormes y raídas alas blancas, mantenidas así al rigor de pura lavandina.

El Piraña contaba que uno de los pecadillos de Belizán era su adicción a putas y quilombos. El Pastor regresaba al batallón entrada la noche, muy calladito cuando ya había sonado el silencio hacía rato y la cuadra dormía. En la mañana del domingo se lo observaba intranquilo y contrito. A veces hasta de mal humor, cosa extraña en un tipo que parecía un ángel retobadito recién expulsado del paraíso.

Su amigo y confidente se desempeñaba también como intérprete porque el pastor no hablaba mucho con los demás. Así es que el Piraña solía decir que, cuando les tocaba guardia, tenía que asegurarse que su amigo estuviese bien. Él abandonaba su puesto con gran peligro de ser descubierto y sancionado, para constatar que no se le fuera al otro la mano con el licor – otro de los pecadillos de Belizán.

En el invierno los zumbos y oficiales nos rogaban que no bebiésemos al sereno porque si hacía demasiado frío nos podíamos congelar más fácil, sin darnos cuenta. No sé si eso sería verdad; por las dudas nunca se me dio por tomar estando de guardia, pero lo cierto es que el Piraña y el Pastor se la pasaban juntos conversando, confesándose, rezando, chupando o quién sabe qué. De todos modos eso resultaba mejor que quedarse como tonto cuidando la nada en esas solitarias inmensidades.

Una mañana después de una formación traían a todo el batallón a los saltos desde la plaza de armas hacia el este: para el lado de la compañía Comando y Servicios. Era difícil cancherearse el baile porque toda la superioridad disponible cuidaba que el que se hiciera el pícaro ligara una patada justo cuando emprendías el saltito de rana, lo que era igual a volar unos dos o tres metros más allá de donde habías calculado que ibas a caer si todo seguía normal. Esas patadas provocaban iras difíciles de contener. Más de uno reaccionaba parándosele al agresor para amagar devolver la afrenta. En esta ocasión con el Pastor veníamos casi a la par y ya sea porque lo vieron haraganeando o porque lo tenían de punto por ser evangelista, fue que le calzaron la famosa patada. Pero antes de llegar los dos metros más allá de donde se supone que iba a aterrizar ya se había erguido, dado vuelta y largado un gancho de derecha tremendo al pecho del cabo segundo Villafañe que tuvo que esforzarse para no caer de espaldas. Por suerte se las aguantó – el cabo – y Belizán se salvó de meses en el calabozo o sencillamente de cárcel militar porque el único castigo peor que la insubordinación era la traición.

El Pastor y el Piraña se fueron juntos de baja unos tres meses antes que nos tocara a los mendocinos.

Dragoneantes
Este grado de morondanga constituía la máxima jerarquía a que los conscriptos podíamos aspirar durante el año colimba. Eso suponiendo que aspiráramos a algo diferente que a la baja. Generalmente el galardón la otorgaban los suboficiales que compartían el día con nosotros y veían cualidades tales como ser despierto, rápido, obediente y listo a hacer lo que se le mandase, cualidades no muy abundantes en milicos obligados a servir a una sarta de cuadrados e inútiles que para colmo te trataban como basura.

Entre los tiradores había mejor material para elegir. Entre nosotros debe haber sido un dolor para los zumbos. Así y todo, algunos había que se encontraban en el límite de la alcahuetería sin ser alcahuetes totales. De los comunicantes los cabos optaron por el Pato Vivona, un sanrafaelino seis años mayor que el resto; había pedido prórroga para estudiar. No se recibió por lo que tuvo que clavarse como milico raso. Le decíamos “Abuelita Pata” y no era ningún chupamedias. Se dio cuenta a tiempo de lo que implicaba ser dragoneante, se inventó una excusa y zafó del cargo. En su lugar nombraron a un pibe con cara de adolescente de 14 años, de apellido Maldonado. La única virtud que recuerdo de él era que era un buen diez en el fútbol; pero no gozaba de mi estima. Se tomó el cargo demasiado a pecho y en ocasiones, llegó a verduguear a los propios compañeros comunicantes.

Una vez, después del rancho del mediodía, se nos daba a diario el clásico baile para el batallón entero en la plaza de armas. Lo dirigía un viejo suboficial mayor (“Coquito”), un prototipo de represor, o seguro que represor a secas, de quien hablaré en la próxima entrega. Los dragoneantes no bailaban por regla general, salvo cuando Coquito estaba a cargo. Era un plomazo para ellos porque a su vez se desempeñaban como portaestandartes. Bailar con la bandera de la compañía a cuestas no debe haber sido muy divertido. Mucho menos “cobrar” por parte de los cabos que servían al suboficial mayor y al mismo tiempo por los colimbas resentidos quienes en la multitud de saltos, hielo, nieve, barro, carreras y caos generalizado, si podían, ejercían el derecho de revancha, haciéndoles zancadillas, forrándoles empujones por detrás, o una flor de disimulada patada para que se cayeran y los demás les pasásemos por encima, con placer y sin lástima, nobleza obliga.

(Continuará)

La Quinta Pata, 13 – 11 – 11

La Quinta Pata

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