Hugo De Marinis
Una memoria (I) ,
Una memoria (II) ,
Una memoria (III) ,
Una memoria (IV)Intile
Una mañana gris de las tantas que se daban en Río Grande, un grupo de comunicantes íbamos camino a nuestro lugar de fondeo de día hábil, cuando de repente vimos a un colimba con la lengua afuera siendo bailado por el propio suboficial mayor Coquito. Si había castigos para cualquier tipo de milico – viejo o nuevo – un baile con este hombre era de los más bravos. Para sacarla barata había que permanecer alerta, realizar los ejercicios con la mejor disposición, como si uno fuera estilizado gimnasta: imposible hacerse el canchero o el cansado. Si no te desmayabas este viejo te liquidaba. Y no importa lo que hicieras había que mantener distancia prudencial, o te molía a puntines y puñetes.
El soldadito seguro que no lo conocía porque no bailaba con las ganas debía. Se arrastraba entre lastimoso y al borde del llanto con la intención de sacarle al viejo una pizca de lástima cuando en realidad esa conducta le inspiraba una sola cosa: furia. Si el soldado no respondía al mandato, Coquito – también llamado El Tigre – lo pateaba o lo pisaba con determinación, en especial sobre los charcos congelados y lo conminaba con voz de trueno a que se levantara.
Cuando esto pasaba el código “púa” mandaba que los andaban por ahí casualmente no vieran ni oyeran. Para ver y oír era mejor hacerlo escondido, por lo que apuramos el paso a nuestros puestos para observar desde ahí a través de los ventanucos sucios y gastados. Fue el baile más largo que presencié en el BIM 5. Tanto que en cierto momento perdimos las esperanzas por este pibe. Asumimos que terminaría, con suerte, en la enfermería.
Después del almuerzo, para nuestra sorpresa, lo habían asignado a Comunicaciones. No parecía tan hecho bolsa como suponíamos. Al contrario, había en él una sonrisa sobradora, como si el humillante percance mañanero nunca hubiese ocurrido en su primera mañana en la isla.
Leer todo el artículoEl colimba había llegado solo, era porteño, venía castigado porque lo descubrieron en un afano mínimo y a diferencia del estrato social marginal / lumpen de sus paisanos del batallón, se notaba a la legua que pertenecía a la clase media. Hablaba pausado, contaba por lo menos con educación secundaria y se mofaba de haberla sacado barata no yendo a parar a la cárcel militar, ya que su delito financiero así lo demandaba. Como no le dimos mucha pelota de entrada, se esforzó en captar nuestra atención con el cuento de por qué se había salvado por un pelo de un castigo mayor o de que le prorrogaran la baja.
Intile – así se llamaba: uno de los pocos porteños cuyo apellido recuerdo – para ganar puntos ofreció entregar a una patota de la armada a una joven conocida suya a quien sabía de izquierda. Lo hicieron vestir de civil, tal como operaba la banda. Contó que en el tren en que viajaba, cuando la chica se dio cuenta que la iba a delatar a lo único que atinó fue a derramar un par de lágrimas. Intile, con su hablar pausado y botón, confesó sin convencernos que eso le hizo sentir lástima por ella. Los que lo escuchábamos, como era habitual cuando se tocaba este tipo de temas, nos fuimos abriendo de a poco de su lado. Si bien nadie reprodujo su historia, se corrió rápido la bola que con él había que tener ojo. Después andaba casi siempre solo y Coquito lo bailaba a menudo, también en solitario, como recordándole que no tenía favoritos y que el choreo y la delación, no importaba a quién, también los cobraba. Por su cobardía más de uno lo hubiese querido aporrear pero era tan mediocrón que con el tiempo ni siquiera generaba bronca.
¿Gómez? El apellido era común, pero no puedo asegurar que fuese Gómez. De todos modos lo llamaré así. Bien bajito y moreno, tenía una cara solo superada en transmitir bondad por la del pastor Belizán. Porteño, andaba en yunta con otro al que le faltaba un par de dientes frontales y que afirmaba que cuando saliese de la colimba aspiraba a desempeñarse como camionero. Quería que Gómez fuese su socio.
Pertenecían a otra sección de nuestra compañía y nada más socializábamos durante las embolantes guardias al perturbarse nuestras horas de vigilia y sueño. Salvo el cabo cuarto que era un cabo segundo o primero que estaba a cargo, no se hablaba de la situación política del país; en muy raras ocasiones, con cuidado extremo por las razones que todos sabían, y solo si estábamos rodeados de los de mayor confianza, se tocaba el asunto con gran sigilo. Y esto no era porque lo hubiésemos acordado o charlado entre nosotros: nunca nadie dijo ni quedó en absolutamente nada al respecto.
Los comunicantes, sin embargo, parecíamos cortados por la misma tijera. Daba la impresión que en nuestra vida civil hubiésemos frecuentado lugares semejantes. Además, como se suele decir ahora, no comíamos vidrio e identificábamos bien dónde nos hallábamos y cuáles constituían los peligros más evidentes. Por otro lado puede ser que nos hubiesen enviado al mismo destino y funciones teniendo los milicos alguna idea acerca de quiénes éramos.
A uno que otro cabo cuarto le agradaba de vez en cuando contarse algo de la “lucha antisubversiva”, generalmente versos que tenían – si acaso – más efecto entre los de la compañía de tiradores. Había un cabo segundo muy jovencito que me hacía acordar al súper pibe. Este era más o menos de la misma edad, pero más ingenuo y menos maldito. Su nombre se me escapa. Contó que había participado en la represión de la gente del ERP cuando a finales de 1975 la formación guerrillera atacó el batallón Viejobueno, cerca de Monte Chingolo. Argumentaba que los combatientes que se retiraban vencidos del batallón hacia las barriadas de los alrededores ofrecían dinero a la gente del lugar.
Acá es cuando este tal Gómez se mandó que los compañeros andaban con dólares para tentar a los pobladores a que les diesen refugio. Al oírlo lo abucheamos con una vaquita generalizada y después lo agarramos a almohadazos y coscorrones por exagerado. Tuvo que salir disparando del cuarto de guardia, sin entender mucho y sin que el cabo verdolaga ni el futuro camionero lo pudiesen socorrer.
A este pobre Gómez y a su amigo, unos días antes de irse de baja, Coquito los descubrió fondeados después del rancho en un entretecho de la sala de guardia y los trajo a los saltos a la plaza de armas donde estábamos formados esperando el consabido baile de la siesta. Antes de comenzar agarró a cada uno de las orejas y anunció sin soltarlos que, por pícaros, se les suspendía la baja indefinidamente. Cuando nos íbamos la mayor parte de los mendocinos unos meses después del incidente, los dos compadres todavía seguían ahí. Lloraban todos los días. Los pobres partían el alma.
Coquito Si no me equivoco su nombre era José Néstor Rodríguez y había llegado a la máxima jerarquía a la que puede aspirar un pinche zumbo: suboficial mayor. Había superado la edad del retiro pero era tan milico que no se decidía a tomar el olivo – probablemente no tenía a nadie y tampoco sabría de otra cosa que no fuese arruinarles la existencia a sus semejantes, más que nada a sus subordinados.
Era un tipo voluminoso. Se encajaba la gorra a presión, lo más metida posible para taparse la inmensa pelada casi total que portaba. Apenas se le veían los ojos, agazapados tras la visera. Las pocas veces que lo vi sin gorra su cabeza me recordaba la luna llena. Creo que este tipo jamás sonrió; amargo y violento no entendía tampoco de compasión ni de dar – no sé si pedir – cuartel.
Me cuesta entender cómo es que no estaba en el norte reprimiendo junto a los depredadores grupos de tareas porque para eso se notaba que poseía la pasta ideal. Seguro que tuvo oportunidad y ahora dejaba su lugar a represores más jóvenes. Sobre él se corrían innumerables bolas, una de las cuales señalaba que vivía en el batallón porque se la tenían jurada y en el único lugar que podía vivir protegido era en las barracas milicas de Río Grande.
Decían que los quilombos del pueblo – al que asistían los conscriptos del BIM 5 – le pertenecían en asociación con un par de alcahuetas. Asimismo se rumoreaba que fue estrecho colaborador – edecán – del tristemente célebre almirante Isaac Rojas, gorila por antonomasia y represor insigne de civiles desarmados en los tiempos de La Libertadora. De ahí su exilio en el BIM 5: por miedo a que algún peronista se la vaya a dar. A propósito cuando este viejo perverso nos bailaba a la siesta solía gritarnos entre sus famosas patadas y pisotones,
A ver ahora los Evita, ¿dónde están? El Tigre lucía sus galas de represor en un voluntariado después de hora con los castigados – los que hacían fajina – y con los prisioneros en las maniobras cuando íbamos de campaña. A decir verdad, más era el miedo que provocaba que otra cosa, lo que no aminora el daño que producía. El asunto residía en no avivar a la bestia con ninguna suerte de insubordinación o desobediencia. Si lograbas hacerle caso hasta la obsecuencia podías obtener alguna ventajita o favor de su parte. En efecto, alguno de nosotros, que a mi juicio sufría probablemente del síndrome de Estocolmo, decía que el viejo podrido tenía un corazón de oro y que ayudaba a los colimbas en necesidad. No me consta. De todos modos, si lo hubiera hecho de ninguna manera quedaría sobreseído de sus incontables perfidias.
(Continuará) La Quinta Pata, 20 – 11 – 11
La Quinta Pata
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