Ángel Bustelo
Diecisiete meses de cárcel no es poco ni es mucho tiempo. El tiempo se mide allí de distinto modo. Un mes puede ser un año o una vida. Da lo mismo. No hay reloj que lo determine: ni de muñeca ni de los otros. El que se atreva a querer averiguarlo, que se atreva. Allí las inquisiciones terminan. La vida no existe. Se ha detenido. Igual “un año” que “cadena perpetua”. No hubo juez que lo precisara – ni hace falta. Está la vida vegetativa: levantarse a las cinco; mate cocido a las seis y treinta. ¿Cómo saber esas precisiones? Es la memoria antigua de los indios padres primitivos – los coyas –, que nos legaron desde Humahuaca o de los ingenios, con señas de alambre de púa en sus muñecas; o la señal del lucero, en la alta noche contemplada dese los barrotes, mientras se hace el servicio de la “cueva”.
La condena de cada uno la saben los dueños de los registros. En unos, la letra firme dice: “Fusilamiento”; en otros: “Veinte”, “Cinco”, “Sin Tiempo”. ¿Qué importa? Cada jefe de zona o sub-zona ejerce arbitrio sumo. Los “decretazos”, lo de menos. “A disposición del PEN”, lo firma el mandamás de la Rosada y lo refrenda el obeso de interior, si no está de safari con Economía – el dueño de la nuez y orejas de bovino.
Leer todo el artículo - CerrarCondenados “sine die”, enrejados de a dos por cueva, el tiempo queda inmóvil, el aire enrarecido se violenta solo ante los gerundios impetuosos: “¡Saliendo al patio!”, “¡Caminando!”, “¡Sirviendo el rancho!”, “¡Entrando a la celda!”. ¿Quiénes entran? ¿Quiénes salen? ¿Quiénes van al recreo? Números, fantasmas, “sombras, nada más …” La última novela, escrita con la poquita sangre que le fue quedando en las destilaciones de diez y siete meses, encerrado en un cartujo del siglo XIII, en un torreón que pudo ser el Pabellón Nueve, al final del largo corredor, en esa celda, la de la izquierda.
El único que habitaba solo el cubículo de tres por dos del edificio vetusto de la platense “cárcel modelo”, llena de hormigas y ortópteros, a solo diez y ocho años de su fastuosa inauguración, bajo el gobierno de un gobernador progresista.
Allí habitó, envuelto en sus fantasmas (“sombras, nada más) un escritor del oeste de la Patria, con pena de “subversivo”. Se llamaba Suetonio Da Bene.
“Subversivo” es un fragmento de la novela testimonial El silenciero cautivo, Editorial DG, Mendoza, 1988.
Ángel Bustelo nació en San Rafael en 1909 y murió en Mendoza en 1998. Poeta, novelista, ensayista, hombre público y político, activo abogado, fue un constante luchador por la libertad y los derechos humanos. Fundó el periódico La voz de San Rafael. Entre los años ’46 y ’48 fue diputado provincial por el Partido Comunista. Sufrió prisión en muchas oportunidades, la peor, sin dudas, la de la dictadura del ’76. Publica en 1983, Muchacho de provincia. Fue amigo entrañable de Alfredo Bufano (para él y por él, edita Alfredo R. Bufano. El montañés que vio el mar), de Benito Marianetti, de Armando Tejada Gómez y de Antonio Di Benedetto; con este último, compartió injusta cárcel y castigos en la Unidad Nueve de La Plata durante la dictadura desaparecedora. De esas vivencias nace El Silenciero Cautivo. En 1990, publica Duende y pólvora; en 1992, Vida de un combatiente de izquierda. Sus últimas publicaciones son Penúltima página y Profeta en su tierra, en recordación de Tejada Gómez.
No hay comentarios :
Publicar un comentario